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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.62 no.79 Ciudad de México nov. 2017

 

Artículo

Fuerza pragmática y carácter institucional del lenguaje: entre la acción comunicativa y el poder simbólico

Pragmatic Force and Language’s Institutional Character: Between Communicative Action and Symbolic Power

Javier Alegre* 

*Universidad Nacional del Nordeste, Argentina. pillancho@yahoo.com.ar


Resumen

El presente artículo adopta como trasfondo los desarrollos teóricos sobre el lenguaje de Wittgenstein y Austin y aborda en términos comparativos la manera en que las propuestas de Habermas y Bourdieu reelaboran los hallazgos teóricos de esa perspectiva pragmática original. En particular, me interesa analizar el modo en que el carácter institucional que se atribuye al lenguaje se retoma en la teoría de la acción comunicativa de Habermas y la pragmática sociológica de Bourdieu con el propósito de mostrar y confrontar dos modos posibles, distintos e irreductibles entre sí, de apropiarse de la fuerza heurística que yace en el giro pragmático inaugurado por Wittgenstein y Austin a mediados del siglo XX.

Palabras clave: pragmatismo lingüístico; Habermas; Bourdieu; racionalidad; violencia simbólica

Abstract

By using as a background Wittgenstein’s and Austin’s reflections about language, the aim of this paper is to compare the way Habermas and Bourdieu rebuild that original pragmatic perspective. I am specifically interested in analyzing how the institutional character of language is retrieved by Habermas’s communicative action theory and Bourdieu’s sociological pragmatic, in order to show and to confront two different and irreducible ways of appropriating the heuristic power of the pragmatic turn started by Wittgenstein and Austin in the middle of the twentieth century.

Key words: linguistic pragmatism; Habermas; Bourdieu; rationality; symbolic violence

La función del lenguaje en la constitución de las prácticas sociales y su relación con las instituciones se han abordado desde diversas perspectivas. El trasfondo teórico del presente artículo proviene del pragmatismo lingüístico contemporáneo de mediados del siglo XX y, en particular, de los aportes teóricos de la segunda etapa filosófica de Wittgenstein y la teoría de los actos de habla de Austin (cfr. Wittgenstein 1991, 2004; Austin 1962 y Austin 1970). Ahora bien, mi propósito no es ofrecer una exégesis y discutir “hacia adentro” las propuestas teóricas de ambos pensadores fundacionales, sino analizar y confrontar las reelaboraciones y los redireccionamientos que sus legados encontraron en los planteamientos de dos autores ligados en un sentido amplio al giro pragmático, Jürgen Habermas y Pierre Bourdieu, quienes presentan aspectos divergentes de importancia en lo que respecta al modo de entender el carácter pragmático e institucional del lenguaje.

En las reapropiaciones de Habermas y Bourdieu se expresa una preocupación por incorporar en todo momento los procesos simbólicos que guían las acciones intersubjetivas, así como por acompañar la fuerza heurística del pensamiento pragmático con las contribuciones de otras tradiciones teóricas. Tanto en Habermas como en Bourdieu hay una superación del modelo intencionalista en lo que se refiere a la explicación del sentido y de las acciones simbólicas; en este aspecto ambos se mantienen fieles a las convicciones pragmáticas de Wittgenstein y de Austin y reconocen el predominio de las convenciones sociales y semánticas en la formación de las intenciones de los sujetos, los significados y las interacciones. Ahora bien, está claro que las reflexiones de Habermas y Bourdieu responden a intereses diferentes y toman orientaciones disímiles, de lo cual se desprenden consecuencias muy divergentes. Aquí me dedicaré justo a explorar y confrontar estos contrapuntos y haré explícitos sus alcances.

En particular, me propongo abordar los desarrollos de Habermas y Bourdieu sobre el lenguaje con el objetivo de, por un lado, evaluar sus reapropiaciones de la multiplicidad pragmática y la gran capacidad realizativa del lenguaje señaladas por Wittgenstein y Austin y, por otro lado, ponderar el modo en que recuperan el carácter institucional del lenguaje y si, en este intento, recogen con éxito la potencia heurística inicial del giro pragmático. Para cumplir estos propósitos, el artículo está estructurado en tres secciones: a) en primer lugar, analizo el pragmatismo universal y la teoría de la acción comunicativa de Habermas, así como su visión consensualista del lenguaje; b) en segundo lugar, me abocaré a la pragmática sociológica del constructivismo estructuralista de Bourdieu y su visión no consensualista del lenguaje; y c) por último, ofreceré un análisis crítico-confrontativo de los puntos centrales y desarrollaré algunas reflexiones finales.

1. Habermas: la acción comunicativa como apuesta pragmática para afrontar los procesos de institucionalización modernos

En los trabajos de Habermas el bagaje conceptual de las reflexiones iniciadas por el giro pragmático se relaciona con un abanico amplísimo de corrientes que se ligan con un contexto de discusión filosófica y sociológica mucho más extenso -conceptual y temporalmente- que el del pragmatismo lingüístico. La propuesta habermasiana se caracteriza por ser una crítica de la racionalización mediante el despliegue de una teoría de la racionalidad en términos reconstructivos o, dicho de manera grandilocuente, una crítica de la razón para defender y salvar a la razón -de otras críticas más devastadoras-. Para Habermas los problemas de la racionalización y la cosificación, centrales en sus reflexiones, pertenecen a la línea alemana del pensamiento que sigue el derrotero que va de Kant a Lukács, pasando por Hegel, Marx y Weber, para desembocar en la escuela de Fráncfort; por ello, lo que Habermas intenta es renovar y reconducir ciertos aspectos de esta amplia línea teórica a partir de los aportes del pragmatismo lingüístico, al que recurre para salir del punto muerto al que habría conducido la crítica hiperbólica francfortiana y recuperar así los aspectos positivos del proyecto de racionalización moderna (cfr. Habermas 1994a, 2003a, 2003b, 2003c, 2008).

En este marco, la significación de los actos de habla depende de su función para lograr el acuerdo entre los participantes de la comunicación y el lenguaje se considera el ámbito donde se puede alcanzar el consenso entre los integrantes de una comunidad que, en última instancia, tiene alcance universal. Habermas defiende un concepto de racionalidad inherente a la intersubjetividad que surge en los procesos de interacción comunicativa de los sujetos socializados y posee un carácter situado, ya no omnipotente (cfr. Habermas 1990a, pp. 38-63). El sustrato en el cual se origina la acción humana racional no es el sujeto o la conciencia -en cuanto garantes metafísicos del conocimiento o de la verdad-, sino una intersubjetividad que posee un carácter lingüístico: las experiencias y el mundo son inseparables del horizonte que traza el lenguaje en nuestra comprensión. La actividad lingüística tiene un carácter metainstitucional y se convierte en la más propia del género humano1 y, a su vez, esta actividad tiene una función que le es inherente y predomina sobre cualquiera de las otras funciones que puede llevar a cabo: el entendimiento.

La pragmática universal habermasiana tiene por objetivo la reconstrucción sistemática de las estructuras generales de los actos de habla pero, además, busca el establecimiento de las condiciones de posibilidad para el logro de todo acuerdo posible en el lenguaje ordinario; de allí que sea un estudio reconstructivo y normativo en términos universales:

la pragmática universal tiene como tarea identificar y reconstruir las condiciones universales del entendimiento posible [...]. Parto, pues [...] de que otras formas de acción social, por ejemplo, la lucha, la competencia y en general el comportamiento estratégico, pueden considerarse derivados de la acción orientada al entendimiento. (Habermas 1994a, p. 299)2

Así pues, la teoría de la acción comunicativa (TAC) se configura como la propuesta mediante la cual Habermas busca alcanzar un doble objetivo reconstructivo: por un lado, el replanteamiento de las competencias comunicativas y las pretensiones de validez presentes en los actos de habla; y por el otro, la reconstrucción de la lógica evolutiva que guía los procesos de modernización social occidentales (cfr. Habermas 1981, pp 9-44 y 131-180). Desde el punto de vista habermasiano -y de modo esquemático-, la TAC puede entenderse nada más y nada menos que como el resultado de la conjunción de estos dos amplios objetivos teórico-metodológicos en relación con el interés por instaurar una sociedad emancipada en la que se integren la acción y la autodeterminación solidarias de sus integrantes.

Según Habermas, la vinculación entre el lenguaje y los procesos de institucionalización presenta una doble imbricación: el lenguaje contribuye a través de sus usos a los procesos de institucionalización de las diferentes esferas de acción y, a su vez, la institucionalización de la racionalidad moderna especifica las funciones del lenguaje y libera sus potencialidades comunicativas. Así, el interés de Habermas está en la relación específica entre el lenguaje y las instituciones legadas por la modernidad, es decir, en la interrelación entre la función del lenguaje como reaseguro de la racionalidad ya destrascendentalizada y los procesos de institucionalización que son producto de la modernización occidental. Habermas deja en claro que, para asegurar niveles crecientes de racionalización, es necesario que se formen y consoliden instituciones nuevas que se estructuren a partir de las esferas comunicativas del mundo de la vida. La posibilidad de erigir las instituciones que contrarresten la colonización producida por los sistemas de acción está en total dependencia de la capacidad del lenguaje de coordinar las acciones a través del entendimiento y el acuerdo, es decir, de la institucionalización de los ámbitos en que dicha capacidad pueda plasmarse, lo que significa la institucionalización de la racionalidad comunicativa. Por ello, las instituciones del mundo de la vida son las que actúan como el soporte necesario de los procesos de institucionalización de la racionalidad (cfr. Habermas 2003b).3

Para Habermas, la acción comunicativa desempeña una función trascendental no en el sentido de que sus presuposiciones y condiciones sean inviolables, sino de que, de no cumplirlas, se incurre de manera inevitable en formas patológicas o distorsionadas de comunicación. La acción comunicativa se desenvuelve aquí como un medio de institucionalización de la racionalidad y como el mecanismo de integración y coordinación social por excelencia; no existen otros usos del lenguaje o elementos que puedan cumplir estas funciones de modo similar porque carecen de las condiciones y capacidades estructurales para alcanzar el entendimiento, la cooperación y la solidaridad:

mientras sólo se utilice el lenguaje como medio para la transmisión de informaciones y de “redundancias”, la coordinación de la acción discurre a través del influenciamiento mutuo de actores que operan los unos sobre los otros con el fin de conseguir cada uno sus propios fines. Pero en cuanto las fuerzas ilocucionarias de los actos de habla asumen un papel coordinador de la acción, es el lenguaje mismo el que aparece como fuente primaria de integración social. Sólo en este caso ha de hablarse de “acción comunicativa”. (Habermas 1998, p. 79)

Así, el lenguaje, antes que ser un medio de transmisión de información, es fuente de integración social y su paradigma son las actividades comunicativas orientadas al entendimiento, las cuales se distinguen de los usos estratégicos del lenguaje básicamente por presentar pretensiones universales de validez susceptibles de fundamentación y crítica (verdad, rectitud y veracidad) y por poseer un interés emancipatorio (cfr. Habermas 2003a). Si bien Habermas otorga un carácter de interacción auténtica tanto a la acción estratégica como a la acción comunicativa, establece una división y confrontación tajantes entre ambos modelos al punto de reservar para la acción comunicativa todas las propiedades que se ligan a la ampliación de la racionalidad y la emancipación y entiende la acción estratégica sólo como una forma defectiva de aquélla, comprensible sólo a partir de la carencia de ciertos elementos constituyentes de la primera y ligada a instancias de coacción para la imposición de intereses particulares:

obtenemos así el modelo de interacción estratégica cuando, partiendo del caso de acción comunicativa, vamos eliminando por pasos todas las presuposiciones del empleo del lenguaje orientado al entendimiento [...] en la medida en que las interacciones no quedan coordinadas a través del entendimiento, la única alternativa es la violencia que los unos ejercen contra los otros [...]. No es otra cosa lo que quiere decir la distinción tipo-lógica entre acción comunicativa y acción estratégica. (Habermas 1994a, pp. 456-459)

Por ello, Habermas mantiene enfrentados de manera estricta los planos de la racionalidad comunicativa y la racionalidad con arreglo a fines, de la acción comunicativa y la acción estratégica, del mundo de la vida y el mundo sistémico, aunque reconoce que ambos tipos de acción se presentan por lo general en forma conjunta y que sólo es válido -y conveniente- separarlos en el análisis (cfr. Habermas 1990b, p. 309).

Habermas entiende la acción estratégica como una acción social que se presenta como un caso límite de la acción comunicativa, ya que es a la que se recurriría si en el lenguaje no tuviera lugar el reconocimiento de las normas intersubjetivamente válidas, por lo que ya no podría servir como un medio de entendimiento y pasaría a emplearse como un medio para influir o disuadir a los demás hablantes con base en una actitud egocéntrica y objetivante. Ambos tipos de acción se presentan como irreductibles y enfrentados en el plano teórico y como alternativas incompatibles para los participantes en el plano práctico. Es evidente que, antes que atender a la forma efectiva en que se entablan las acciones lingüísticas, una confrontación tan notoria entre ambas esferas de acción responde más bien a las exigencias teóricas que se le presentan a la TAC, que necesita reservar el uso fundamental y prototípico del lenguaje sólo para las acciones que se orientan hacia el entendimiento y hacer depender de ellas toda posible ampliación de los niveles de estructuración racional y emancipación de la sociedad. Al colocar en la base de su concepción del lenguaje la distinción entre la esfera de las acciones estratégicas y la de las acciones comunicativas, Habermas cuenta con una herramienta eficaz para explicar que el progreso técnico no equivale al aumento de comportamientos racionales ni de relaciones sociales libres de dominación; sin embargo, esta distinción deviene en una división abrupta y oposición lineal que dificulta la comprensión del entramado que ambas esferas de acción constituyen en las prácticas cotidianas e introduce desde el inicio una idealización y una separación abismal que imposibilitan que cualquier tipo de interconexión no se considere perniciosa y avasallante en los niveles posteriores de análisis en que estas acciones participan (interacción y trabajo, mundo de la vida y sistemas de acción, sociedad civil y esfera productiva, etcétera).

La concepción del lenguaje de Habermas tiende a hipostasiar la función del entendimiento cuando ésta se propone como criterio de base para comprender y evaluar todo acto de habla: cualquier acción lingüística será más o menos válida según incorpore en mayor o menor medida los elementos propios del habla comunicativa que se orienta hacia el entendimiento, estipule la acción comunicativa como el único modelo válido de acción lingüística y conciba como desviación patológica toda institucionalización de la modernidad que no se sustente de manera exclusiva en el modelo universal del habla comunicativa o que no esté estructurada con base en él. Como Habermas considera que las acciones comunicativas son el único criterio válido para el análisis y la comprensión de las demás, los otros tipos de acción se reducen a modelos defectivos de interacción, ligados a generalizaciones indebidas con base en acciones de validez y racionalidad parcializadas, ante lo cual se vuelve problemático el hecho que el lenguaje en su totalidad -no sólo el uso comunicativo- contribuya a la institucionalización de los distintos ámbitos de racionalidad (cognitivo-instrumental, estético-expresivo y jurídico-moral) y a que se puedan institucionalizar los diversos usos del lenguaje, no sólo el comunicativo. Al tomar para sus análisis una función del lenguaje como la única función paradigmática y válida de modo excluyente (los demás tipos aparecen como formas defectivas y desviadas de la función comunicativa), Habermas comete con el lenguaje, aunque en dirección conceptual inversa, una sinécdoque similar a la que les había atribuido a los primeros francfortianos: tomar un tipo de razón, la instrumental, como la forma de la racionalidad moderna.

Si bien Habermas, en sintonía con la perspectiva pragmática, entiende la intersubjetividad y la capacidad realizativa como componentes básicos del análisis del lenguaje, sus elecciones metodológicas y la hipóstasis de la función comunicativa del lenguaje conducen a lo que podemos denominar depotenciación crítico-pragmática. La depotenciación se origina al considerar la pragmática lingüística sólo en términos formales-reconstructivos y retomar las dos principales fuentes de la TAC (la teoría crítica y el pragmatismo lingüístico, tradiciones en las que se inscribe y de las que, al mismo tiempo, se distancia) de tal modo que sus indagaciones queden desprovistas de las herramientas metodológicas y conceptuales adecuadas para abordar la manera en que los factores comunicativos interactúan con las condiciones contextuales, lo que dificulta desde luego el establecimiento de una conexión más estrecha entre su vastísimo registro teórico y el contexto de situaciones e intereses no discursivos. La TAC considera como modelo único los actos de habla en que se cumplen las pretensiones universales de validez y, por lo tanto, se desinteresa en general del entrelazamiento de estas formas lingüísticas idealizadas con las demás formas de acción e interacción y prescinde de analizar en profundidad las condiciones fácticas que hacen posible la realización de los procesos discursivos. Por ello, las conexiones entre su bagaje conceptual y las situaciones y los usos reales se ven muy debilitadas, de manera que la pragmática lingüística queda encorsetada en líneas formales reconstructivas que la orientan con exclusividad hacia un uso discursivo-deliberativo del lenguaje, el cual sólo se da en esferas limitadas que, además, no dependen para su instauración sólo de factores discursivos, sino también de factores extradiscursivos y del modo en que éstos se integran con las prácticas discursivas.

Como colofón de esta primera sección, ofrezco algunas puntualizaciones acerca del modo específico en que Habermas retoma las teorías de Wittgenstein y de Austin.

La influencia wittgensteiniana en las reflexiones de Habermas se manifiesta sobre todo en la vinculación de la racionalidad con el ámbito de la lingüisticidad y la intersubjetividad, la remisión del sentido a la capacidad basal de seguir reglas comunitariamente -no a la esfera de la intencionalidad ni de la conciencia privada- y la oposición a la existencia de una razón trascendente y de procesos de argumentación o crítica con pretensiones de fundamentación última. Además, para Habermas también el lenguaje ordinario es el ámbito de la intersubjetividad que hace posible la interacción, el entendimiento y la comprensión mutua y, debido a su reflexividad, constituye su propio metalenguaje y es el marco de referencia para la interpretación del mundo histórico. Asimismo, Habermas encuentra en Wittgenstein los desarrollos pioneros en dos puntos de suma importancia para su propio sistema teórico: a) la inclusión de la dimensión pragmática del empleo de las oraciones en la teoría del significado como uso, y b) la sustitución del paradigma de la conciencia por el del lenguaje, con la consecuente reducción de la importancia de la intencionalidad en favor de las propiedades del lenguaje.

Ahora bien, Habermas considera que el fin inmanente del lenguaje es el entendimiento y la producción de acuerdos discursivos, y para ello se basa en las reflexiones de Wittgenstein: “con Wittgenstein estoy convencido que ‘lenguaje’ y ‘entendimiento’ son conceptos cooriginarios, conceptos que se explican mutuamente” (Habermas 1994a, p. 417), o bien: “Wittgenstein se ha percatado de que el concepto de acuerdo reside en el concepto de lenguaje. [...] Todo acuerdo se acredita, tal y como nosotros decimos, en un consenso racional; de lo contrario no es ningún acuerdo ‘real’ ” (Habermas 1987, p. 29). Sin embargo, en esta reapropiación es posible identificar un error fundamental: para el segundo Wittgenstein el concepto de acuerdo no reside en el lenguaje, sino que, por el contrario, el funcionamiento del lenguaje únicamente puede entenderse con base en los acuerdos ya dados en las formas de vida compartidas: son éstas las que sirven de fundamento para los acuerdos que se reflejan en el lenguaje o, a lo sumo, que el lenguaje ayuda a formar. En todo caso, para Wittgenstein los que son cooriginarios son el acuerdo y las formas de vida; justo la posibilidad de entendimiento y de consensos dentro del lenguaje se basa en la coincidencia de las formas de vida.4 Habermas identifica todo consenso con el cumplimiento de las pretensiones universales que se expresan en forma paradigmática en la situación ideal de habla, pero con esto produce una reducción lingüística de los consensos a todas luces indebida si partimos de los principios wittgensteinianos según los cuales el consenso puede expresarse en el lenguaje, pero no necesariamente parte del lenguaje y de sus pretensiones de validez. Esta interpretación forzada de Wittgenstein no es casual en las reflexiones habermasianas, sino que se emparenta con su afán de establecer la prioridad de la función del entendimiento sobre cualquier otra y su erección como único modelo válido de acción lingüística.

En lo que respecta a la teoría de los actos de habla, Habermas la toma como fundamento para sus reflexiones sobre el lenguaje y considera el acto de habla como la unidad básica de la comunicación. Ahora bien, aunque se basa en Austin y Searle, sostiene que éstos todavía están influidos por la perspectiva de la semántica filosófica y, por lo tanto, se aparta de su comprensión en diversos puntos. Para elaborar su TAC, Habermas corrige en parte la distinción entre actos ilocucionarios y perlocucionarios que introduce Austin, ya que entiende que el fin perlocucionario de ejercer influencias a través de un acto de habla sólo puede darse si se cumple el fin ilocucionario de que se comprenda lo dicho; aquí los actos perlocucionarios/estratégicos se subsumen en los actos ilocucionarios/comunicativos, por lo que los efectos perlocucionarios se corresponden con una clase de interacciones estratégicas, pues caen en el uso teleológico del lenguaje. Ésa es la razón por la cual para el entendimiento en la acción comunicativa sólo deben considerarse los actos en que los hablantes no buscan nada más que fines ilocucionarios; es decir que los múltiples efectos ilocucionarios del lenguaje que propone Austin dejan aquí su sitio al modelo único del entendimiento:

cuento, pues, como acción comunicativa aquellas interacciones mediadas lingüísticamente en que todos los participantes persiguen con sus actos de habla fines ilocucionarios y sólo fines ilocucionarios. Las interacciones, en cambio, en que a lo menos uno de los participantes pretende con sus actos de habla provocar efectos perlocucionarios en su interlocutor, las considero como acción estratégicamente mediada lingüísticamente. (Habermas 2003a, p. 378)

2. Bourdieu: la fuerza pragmática del lenguaje y las condiciones sociales de su rendimiento simbólico

A Bourdieu no le interesa brindar una teoría general del lenguaje, sino que sólo se aboca a presentar una teoría de las prácticas y los intercambios lingüísticos, pero es a partir de ésta que se pueden establecer los principios que constituyen su concepción del lenguaje. La clave de su aproximación teórica se da en el entrelazamiento entre las prácticas lingüísticas y las demás prácticas sociales y la relación que aquéllas entablan con la distribución desigual de capitales y con las luchas -tanto de fuerza como simbólicas- que surgen en torno a ello. Así se plasma en el ámbito lingüístico su visión no consensualista y agonística de todas las prácticas, además de su oposición a la filosofía de la conciencia y al reinado de las categorías cognitivas ligadas a la noción de sujeto (en la que retoma la crítica austiniana a la scholastic view enunciada en Sense and Sensibilia). En la teoría de Bourdieu, el campo lingüístico presenta los mismos rasgos que los demás campos con base en la homología estructural que comparten y, de modo congruente con el giro pragmático, el agente se hace, entre otras prácticas, junto con las prácticas lingüísticas, lo cual desplaza los fundamentos mentales y representacionales en favor de los componentes relacionales y disposicionales, así como de los condicionamientos sociales. La vinculación constante entre los elementos del mundo lingüístico-simbólico y los del mundo social hace que toda relación de fuerza sea también una relación simbólica y, del mismo modo, toda fuerza debe reconocerse para que actúe de manera eficaz y todo reconocimiento simbólico se basa en la distribución dispar de fuerzas en el espacio social (cfr. Bourdieu 1980, 1982, 1994, 1997).5

La concepción agonística, historicista e inmanente que Bourdieu atribuye a la esfera social, y por lo tanto también a las prácticas lingüísticas, hace que el lenguaje se presente como un factor tanto de comunicación y conocimiento como de poder y dominación. A través del lenguaje se buscan beneficios simbólicos debido al valor social y a la eficacia simbólica que posee, por lo que el análisis del lenguaje debe tener en cuenta la conexión estrecha que éste mantiene con las condiciones y relaciones sociales en que tiene lugar. Todo lenguaje conlleva una jerarquización y una dominación, por eso para Bourdieu las funciones de legitimación y reproducción de las relaciones de fuerzas presentes en el espacio social -y que tienen expresión en el lenguaje- ocupan un lugar primordial; de aquí que se centre sobre todo en la economía de las prácticas lingüísticas y en el modo en que contribuyen a la dominación simbólica, política y económica.

El lenguaje posee una lógica práctica que no se guía de manera exclusiva ni primordial por principios economicistas ni de cálculo racional, sino que se remite a prácticas que se realizan sin la necesidad de que sean efectivamente conscientes o de que se dirijan a objetivos preestablecidos; lo que predomina es la comprensión incorporada en los habitus de los agentes y objetivada en las instituciones. El habitus lingüístico forma parte del habitus como sistema general de disposiciones constitutivas, por lo que es resultado de la introyección generada por la posición, las condiciones y las relaciones del agente en el espacio social. Es el producto de la transformación de las necesidades y presiones grupales en elecciones y virtudes individuales y se incardina férreamente en el cuerpo: “el lenguaje es una técnica del cuerpo, y la competencia propiamente lingüística, y muy en especial la fonológica, es una dimensión de la hexis corporal en la que se expresan toda la relación del mundo social y toda la relación socialmente instruida del mundo” (Bourdieu 1982, pp. 89-90). El cuerpo y el habitus se ligan doblemente al lenguaje y a las instituciones tanto porque las disposiciones incorporadas del habitus son las que mantienen vivos y revitalizan los sentidos depositados en el lenguaje y las instituciones, como porque las estrategias de adquisición del poder simbólico que emanan de la legitimidad de las prácticas lingüísticas e institucionales toman la forma del sentido práctico con que los agentes se desenvuelven en el lenguaje y las instituciones, y los utilizan.

El lenguaje participa en la integración cognoscitiva y social a un orden desigual y desempeña un papel importante en la sumisión dóxica necesaria para la eficaz tarea de la dominación simbólica, la cual se caracteriza por presentarse deformada, eufemizada e irreconocible y que, al no poderse reconocer como tal, puede trabajar de manera libre y obtener su mayor rendimiento. Esta dominación se impone gracias a las condiciones estructurales que favorecen a los grupos dominantes, pero para llevarse a cabo necesita la aceptación y el apoyo de los grupos dominados. Es en esta dimensión simbólica donde el orden establecido adquiere sentido: “la dominación simbólica [...] se basa en el desconocimiento y, por lo tanto, en el reconocimiento de los principios en nombre de los cuales se ejerce” (Bourdieu 1994, p. 187). Por ello, para Bourdieu, todas las relaciones cognitivas y comunicativas son a la vez relaciones de violencia y de poder simbólicos en cuanto que en ellas se plasman las relaciones inequitativas entre los integrantes de la sociedad; esas relaciones desiguales permanecen disimuladas, ocultas y justificadas tras el carácter compartido, multidireccional y legitimado de los intercambios simbólicos.

Con esto, Bourdieu se opone a las teorías de corte comunicacional, las cuales considera representadas sobre todo por Austin, Searle y Habermas, y busca complementarlas con la incorporación del entramado social de donde surge la fuerza ilocucionaria de las palabras. Así, la performatividad de una emisión depende aquí del poder delegado que posee quien la enuncia. Si el lenguaje funciona es porque existe un reconocimiento -implícito, olvidado, irreconocible- de la autoridad y superioridad del emisor, por lo que es infructuoso postular, aunque sea en términos ideales, situaciones abstractas de igualdad y consenso en el lenguaje. Debido a que el lenguaje conlleva jerarquización y sumisión, cuanto más establecida e institucionalizada esté la jerarquía con que cuenta el emisor, mayor será la eficacia simbólica de su enunciación. Bourdieu lo expresa casi en el tono de una ley física: “la eficacia del discurso performativo que pretende hacer advenir lo que enuncia en el acto mismo de enunciarlo es proporcional a la autoridad de quien lo enuncia” (Bourdieu 1982, pp. 140-141).

La eficacia simbólica surge de la relación entre las propiedades del discurso, del portavoz, de la institución que lo autoriza a pronunciarlo y de la configuración de fuerzas del espacio social. Con esto Bourdieu subraya el carácter institucional de los actos realizativos y la importancia de las condiciones sociales en el funcionamiento del lenguaje.6 El poder simbólico se incardina en el reconocimiento institucional de las palabras y, sobre todo, del emisor indicado a partir de relaciones y distribuciones desiguales, y no en el propio lenguaje ni en las fuerzas ilocucionarias por sí mismas:

el poder simbólico como poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo y, por ello, la acción sobre el mundo [...] no reside en los “sistemas simbólicos” bajo la forma de una “illocucionary force”, sino que se define en y por una relación determinada entre los que ejercen el poder y los que lo sufren, es decir, en la estructura misma del campo donde se produce y se reproduce la creencia. (Bourdieu 2005, pp. 71-72)7

La Realpolitik de la razón de la que es partidario Bourdieu toma la forma, en el campo lingüístico, de Realpolitik del lenguaje y los intercambios simbólicos. Con este posicionamiento Bourdieu resalta la necesidad de ir en contra de la jerarquización y dominación presentes en el lenguaje y la presión que ejercen las condiciones asimétricas de adquisición y producción simbólica entre los diferentes agentes. Antes que centrarse en la fuerza ilocucionaria de las palabras o plantear situaciones ideales de habla, para esta Realpolitik lingüística es necesario actuar políticamente sobre las estructuras sociales objetivas y subjetivas que se presentan como obstáculos específicos para la comunicación racional. La introducción de principios racionales y de mayores niveles de equidad en las prácticas lingüísticas no pasa por invocar las potencialidades racionales que puedan yacer en el lenguaje o en las capacidades de sus fuerzas ilocucionarias, sino ante todo por las luchas simbólicas que buscan defender las realizaciones históricas de la razón y el acceso a ellas en mayores condiciones de igualdad; cuestiones en las que, en el campo lingüístico, los análisis que incorporan las estructuras y dinámicas de las relaciones de poder simbólico se encuentran en ventaja respecto de los que las excluyen o minimizan en sus investigaciones. Por ello, Bourdieu aboga por la concreción de una pragmática sociológica en los estudios del lenguaje que busque reincorporar las propiedades formales de los discursos, las cuales son objeto de la preocupación exclusiva de los estudios analíticos, pero sin caer en la deformación en que estos enfoques incurren por desatender los factores sociales que actúan en el lenguaje (cfr. Bourdieu 2001, pp. 328-330). En esta propuesta de pragmática sociológica se manifiestan con claridad tanto las preocupaciones de Bourdieu por la inclusión y el análisis de las condiciones sociales que intervienen en el rendimiento simbólico del lenguaje en detrimento de los enfoques internalistas y comunicacionales, como el espíritu científico que lo anima en sus indagaciones sociológicas y lingüísticas, en el sentido de privilegiar y abogar por la ampliación de la autonomía y los efectos del conocimiento científico respecto de su contexto sociopolítico de producción.

En el análisis de las prácticas lingüísticas de Bourdieu permanece la impronta de las elecciones epistemológicas que realiza con el propósito de plasmar un sistema teórico que integre la base y la fuerza pragmáticas de las expresiones lingüísticas junto con los procesos de violencia y dominación simbólicas que actúan y colaboran en la configuración del espacio social. La clave de la crítica que Bourdieu hace a los planteamientos formalistas, analíticos y comunicacionales reside en que éstos pasan por alto la dimensión fundamental del lenguaje como relación de poder simbólico, y lo conciben en esencia como una relación de conocimiento o de comunicación, sin incluir en sus análisis las estructuras y las dinámicas propias de las relaciones de poder y la forma transfigurada en que se presentan en las prácticas lingüísticas. Ante esto, Bourdieu critica la teoría habermasiana porque se desinteresa de las condiciones económicas y sociales que posibilitan la instauración de la deliberación pública y la acusa de caer en una ilusión epistemocéntrica al desconocer las condiciones fácticas de acceso e intervención en la esfera pública y de incurrir en una doble reducción mal justificada: primero reduce las relaciones de las fuerzas políticas a relaciones de comunicación y luego éstas a relaciones sólo de diálogo racional, lo cual resulta en el desconocimiento de las condiciones sociales y políticas del rendimiento simbólico (cfr. Bourdieu 1997, cap. II).8 En resumen, las principales críticas de Bourdieu a la TAC se dirigen contra el desacierto de hacer residir en el lenguaje estructuras universales independientes de las demás prácticas sociales y atribuirles una racionalidad transhistórica, y en favor de la idea de que la comunicación no es la función paradigmática del lenguaje, sino que éste actúa antes que nada como caja de resonancia de las fuerzas que atraviesan el espacio social.

Para cerrar esta segunda sección quisiera, al igual que en la anterior, abordar la reapropiación de Bourdieu de los dos autores señeros del giro pragmático que ya mencioné. En cuanto a Wittgenstein, es evidente su influencia en el enfoque antimentalista y antirrepresentacionista con que Bourdieu piensa las prácticas sociales y simbólicas y el seguimiento de reglas, clave para la elaboración de su concepto de estrategias. Ahora bien, Bourdieu no recurre al bagaje conceptual que propone Wittgenstein (no hay una utilización específica de conceptos como “juegos de lenguaje”, “formas de vida”, “parecidos de familia”) y faltan varios ejes de la concepción bourdieusiana del lenguaje en los escritos wittgensteinianos (el carácter agonístico, la relación entre lenguaje, relaciones de poder y fuerzas macrosociales, etc.). Por lo tanto, más que tratarse de una reapropiación de la filosofía wittgensteiniana, sus reflexiones sobre el lenguaje consisten en una continuación sui generis de ella, que no invoca en forma constante su letra, sino que se ampara en el espíritu que la imbuye. Esto, a fin de cuentas, lo que hace es exigir una lectura que la entienda más como complemento de la teoría wittgensteiniana que como una interpretación de ella; una tarea de ampliación en la que los puntos de conexión entre ambos autores son en algunos casos fuertes y, en otros, mucho más lábiles.9

En lo que concierne a la teoría de los actos de habla de Austin, se aprecia con mayor claridad lo que Bourdieu considera apropiado y retoma y lo que juzga erróneo y desecha. Sus reflexiones sobre el lenguaje se fundan en la capacidad realizativa del lenguaje y la vinculación que ésta posee con la esfera pragmática y con el modo de emplear las emisiones al que recurren habitualmente los hablantes, todos ellos aspectos que estudió originalmente Austin. Sin embargo, Bourdieu critica en forma reiterada el reduccionismo en que incurre el filósofo inglés al centrarse sólo en los componentes lingüísticos que aseguran el cumplimiento y la eficacia de los actos de habla y descuidar las condiciones sociales (extralocucionarias) que actúan sobre la fuerza ilocucionaria de las emisiones lingüísticas:

la fuerza ilocucionaria [illocucionary force] de las expresiones no puede encontrarse nunca en las palabras mismas, ni en los “performativos”, en los cuales aparece indicada o, mejor, representada [...]. Tal es el principio de ese error cuya expresión más cabal nos proporciona Austin (o Habermas después de él) cuando cree descubrir en el propio discurso, es decir, en la sustancia propiamente lingüística -si se nos permite la expresión- de la palabra, su principio de eficacia. (Bourdieu 1982, pp. 103-105)

Bourdieu considera que el enfoque inicial que guía el proyecto austiniano es correcto y debe retomarse, pero que hay que abandonar el embelesamiento que sufre ante el poder descubierto en las palabras; según esto, Austin estaría preso de una visión ingenua de la capacidad realizativa del lenguaje que lo lleva a entender los actos de habla como entidades con capacidades cuasiautónomas y atender sólo a las cuestiones del contexto que atañen en forma directa al funcionamiento de las emisiones lingüísticas particulares.

Ahora bien, esta crítica de Bourdieu no se justifica del todo porque Austin también contempla e incluye en su teoría las condiciones sociales e institucionales que deben estar presentes para la concreción exitosa de los actos de habla; en la visión austiniana, no todo el poder de las palabras reside en el propio discurso. De todos modos, la preocupación del británico se centra casi con exclusividad en las condiciones del contexto que están presentes en forma efectiva en los intercambios lingüísticos o bien en las condiciones institucionales que están en relación directa con ellos, por lo que es posible reconducir la crítica hacia un plano más apropiado y señalar que el déficit de la teoría de Austin residiría en no mirar más allá de las condiciones y convenciones ligadas a determinados factores institucionalizados y grupos sociales particulares, lo que lo lleva a desatender los efectos que causan las fuerzas y los procesos sociales más generales sobre el complejo que constituye cualquier acto de habla. Las condiciones sociales estructurales necesarias para el rendimiento eficaz del lenguaje tienen una presencia mucho mayor en la teoría de Bourdieu que en la de Austin. Al énfasis microsocial, institucional y con ánimos de formalización del primero se le opone la perspectiva macrosocial, agonística y esquiva a los formalismos del segundo. Más allá de estas divergencias, es evidente que a Bourdieu le interesa retener la fuerza pragmática de la teoría austiniana y avanza en la línea que traza la teoría de los actos de habla; de aquí que haga explícita su admiración y deuda tanto con Austin como con Wittgenstein (cfr. Bourdieu 1987, “Fieldwork in Philosophy”).

3. Reflexiones finales: en busca de la fuerza pragmática ¿perdida?

Tanto el pragmatismo universal y la TAC propuestos por Habermas como la pragmática sociológica en el constructivismo estructuralista de Bourdieu implican ampliaciones de la perspectiva pragmática inicial hacia nuevos ámbitos y líneas teóricas, aunque, claro está, en diferentes direcciones, por lo que sus interpretaciones de los lineamientos del giro pragmático originado en Wittgenstein y Austin son divergentes. Ofreceré en esta última sección una apreciación crítica breve de las propuestas de cada autor y luego compararé los aspectos centrales que abordan ambas teorías.

En el análisis de las relaciones entre el lenguaje y las instituciones de Habermas, la introducción decisiva de la intersubjetividad como base y ámbito de la capacidad realizativa del lenguaje y la incorporación de elementos y procesos macrosociales (sistemas de acción, mundo de la vida, modernización social, etc.) sitúan este enfoque teórico en un nivel de mayor complejidad y amplitud que el que se refleja en el pragmatismo anglosajón, lo que sin duda ofrece nuevos relieves y desafíos a los análisis pragmático-institucionales del lenguaje. Ahora bien, dado que la TAC se dirige sólo al análisis de los actos de habla propiamente comunicativos, tiende a no atender en forma suficiente, desde la óptica exclusiva del incumplimiento de requisitos normativos en las interacciones mediadas lingüísticamente, los modos en que el lenguaje cumple de manera efectiva sus muy variadas funciones y encara las diferentes dificultades e impedimentos que provienen de estructuras sociales, económicas y políticas muy desiguales. La perspectiva habermasiana hace retroceder los aspectos fácticos, situacionales e históricos en favor de condiciones ideales y elementos universales ligados a la reconstrucción racional y a la teoría formal de la comunicación y considera que la acción comunicativa es el modo original y arquetípico de interacción. Lleva hasta tal punto la oposición entre ésta y los demás tipos de acción -reservándoles sustratos, intereses, racionalidades y funcionamientos diferentes- que termina por desfigurar sus posibles interrelaciones, y cualquier conexión entre sus esferas se presenta sólo como algo que avasalla u obstaculiza los procesos comunicativos. Así, la manera en que se enfoca para centrarse sólo en un modo de interacción lingüística mediante la abstracción e idealización de las condiciones y pretensiones comunicativas mina la posible potencialidad propositiva de su perspectiva respecto de los múltiples usos del lenguaje.

Si bien Habermas reconoce que los distintos tipos de acción se imbrican en la realidad e introduce en diferentes pasajes precisiones respecto del modo en que las prácticas comunicativas toman forma en los procesos sociales tras la modernización, su decisión inicial de limitar las indagaciones dentro de un molde reconstructivo formal les resta buena parte de la fuerza pragmática que podrían obtener por otras vías. Como teoría que se plantea en términos procedimentales reconstructivos, la TAC carece de las herramientas teóricas y metodológicas apropiadas para abordar las cuestiones ligadas al establecimiento de las condiciones fácticas que posibilitan los procesos discursivos y para dar cuenta de las limitaciones que poseen los elementos discursivos para explicar su propio surgimiento y aplicación. Habermas mismo reconoce, respecto de este punto crítico, lo siguiente:

ni la disponibilidad ni la capacidad de considerar las cuestiones morales desde la perspectiva a la vez hipotética e imparcial de un participante en discursos prácticos caen del cielo; son resultado de intereses que sólo se forman bajo determinadas condiciones sociales, así como de procesos de formación y de experiencia que sólo son accesibles a los grupos sociales en determinadas situaciones. Lo mismo cabe decir de las nuevas interpretaciones que hacen aparecer nuestras necesidades e intereses a una luz distinta y con ello abren nuevas oportunidades de consenso. Sea cual fuere la forma como surgen estas innovaciones, no alcanzan fuerza de convicción y difusión a través de discursos, sino a través de movimientos sociales. (Habermas 1994a, p. 440)10

El carácter netamente crítico-reconstructivo de su teoría es una opción metodológica con la que busca no cargar con las hipotecas que atribuye a la filosofía de la historia y asegurar el carácter procedimental de la racionalidad que emerge de su TAC, pero que imposibilita una conexión más directa entre el amplio bagaje conceptual de su teoría y el entramado de situaciones e intereses en el cual ese bagaje actúa o está destinado a actuar.

Por su parte, Bourdieu también brinda un análisis en el que el lenguaje incorpora los procesos institucionales como elementos necesarios y vitales para concretar sus propiedades realizativas, pero lo vincula en forma directa con las desigualdades contextuales, el carácter agonístico y la dominación simbólica. Resalta además la relación ineludible entre el lenguaje y las instituciones y el modo en que cada uno refuerza su performatividad en colaboración con el otro: por un lado, el lenguaje adquiere mayor eficacia cuanto más institucionalizadas estén la posición y las condiciones de los hablantes y, por el otro, las instituciones logran disimular la violencia simbólica que yace en ellas en buena medida gracias a las propiedades del lenguaje. No considera que las relaciones estructurales de poder y las fuerzas asimétricas sean opuestas a las relaciones lingüísticas, sino que se desempeñan como condición de posibilidad para que el lenguaje actúe en forma normal y cumpla sus funciones simbólicas en forma eficaz. Por ello, Bourdieu incorpora en todo momento la preocupación por la participación del lenguaje en los fenómenos de legitimación y dominación simbólicas. En esto reside la especificidad de la reapropiación pragmática bourdieusiana, ya que se abre a las relaciones con un contexto social que no se reduce a los elementos de la intersubjetividad directa ni se considera un factor distorsionante con base en propiedades ideales del lenguaje, sino que intenta combinar los fundamentos teóricos de la perspectiva pragmática con las condiciones y los factores micro y macrosociales que intervienen en la formación de las prácticas sociales lingüísticas, lo cual también significa volver a encauzar las bases pragmáticas hacia categorías y esferas de mayor amplitud que las que por lo común se abordan en la tradición analítico-pragmática.

En correlación con sus intereses teóricos, Habermas encara los estudios sobre el lenguaje con la pretensión de definir las estructuras y normas racionales, universales, formales y procedimentales que fundarían los procesos sociales y que se encuentran expresadas de modo paradigmático en las acciones comunicativas. Por su parte, Bourdieu se acerca a los estudios sobre el lenguaje a partir de una concepción historicista, sustantiva e inmanente de las acciones sociales, que lo conduce sobre todo a la búsqueda de las condiciones y los factores extralocucionarios que hacen posible el funcionamiento y la eficacia del lenguaje. Por ello, la aproximación de Habermas exige un distanciamiento de los actos lingüísticos concretos y una escisión entre la forma de éstos y su contenido y los emisores, mientras que la de Bourdieu hace hincapié en el análisis de los procesos efectivos y vuelve improcedente cualquier intento por establecer divisiones radicales entre las diferentes esferas y los tipos de acción y por separar la forma de los actos de habla de las emisiones y hablantes particulares, pues dichos actos forman un entramado que actúa en conjunto con los mecanismos extralocucionarios.

Resulta clave también la apreciación dispar de ambos sobre las funciones y los alcances de la racionalidad que se expresa en el lenguaje. Si bien los dos autores comparten una oposición a los enfoques relativistas y antirracionales (la visión ilustrada, encarnada sobre todo en la teoría habermasiana, no es ajena a la visión de Bourdieu) y defienden y apuestan por la racionalidad propia de las prácticas lingüísticas, lo hacen de manera distinta e irreconciliable. A partir de diferenciar la dinámica evolutiva de la lógica evolutiva en los procesos sociales y desligar su procedimiento reconstructivo de la dinámica histórica evolutiva, Habermas universaliza la razón comunicativa y obtiene estructuras trascendentales para el lenguaje en general, por lo que las condiciones sociohistóricas que posibilitan la liberación de las fuerzas racionales ínsitas en los procesos comunicativos quedan en un plano muy secundario frente a la lógica que sigue ese desarrollo y las condiciones idealizadas que actuarían como presupuesto de todo acto de habla. Esta reconstrucción procedimental y universalización de la razón comunicativa es absolutamente ajena a la visión de Bourdieu, quien subraya la particularidad y desigualdad propias de los contextos en los que surgen y predominan los intereses y procesos racionales comunicativos. Para Bourdieu, el lenguaje no encarna ni depende de estructuras o lógicas transhistóricas independientes de las condiciones contextuales y sociales, sino que obtiene sus propiedades y funciones de la configuración histórica del espacio social que hace posible tanto la ampliación universal de la racionalidad como la estructuración desigual de los campos y la legitimación de la violencia y la dominación. Por ello, el autor francés aboga por un enfoque histórico de las prácticas sociales, racionales y lingüísticas vinculado con las desigualdades estructurales de sus contextos de desarrollo y utilización y, por lo tanto, opuesto a idealizaciones o divisiones abstractas abruptas.11 En este sentido, considero que las críticas de Bourdieu son congruentes en buena medida con lo que denomino depotenciación crítico-pragmática en las reflexiones de Habermas -aunque he recurrido a líneas de argumentación no análogas-.

En cuanto al carácter institucional del lenguaje, tanto Habermas como Bourdieu proponen análisis en los que el lenguaje aparece como una institución íntimamente vinculada con las demás prácticas y procesos institucionalizados; sin embargo, también en esto toman caminos bien diferenciados. Según Habermas, el lenguaje es una metainstitución comunicativa que se basa en su capacidad de servir como soporte de las acciones orientadas hacia el entendimiento y se vincula en forma exclusiva con las instituciones estructuradas comunicativamente cuyos ámbitos propios de realización son la sociedad civil y la opinión pública (cfr. Habermas 1994b). Por su parte, Bourdieu opina que el lenguaje es una institución permeada por relaciones tanto de comunicación y conocimiento como de poder y dominación, que obtiene gran parte de su rendimiento simbólico debido a la posesión de capitales y a la posición institucionalizada de los hablantes; asimismo, tiene la capacidad de contribuir en forma eficaz a la institucionalización de las acciones y distribuciones que estructuran los diferentes campos.

En lo que se refiere a sus respectivas reapropiaciones del pragmatismo lingüístico, Habermas busca a través de la suya enmendar los excesos que encuentra en la crítica hiperbólica de la teoría francfortiana y superar las consecuencias negativas atribuidas a la modernización por Weber. Para ello recurre a una lectura que desestima las múltiples capacidades de las fuerzas ilocucionarias del lenguaje que señala Austin, en favor del modelo paradigmático de entendimiento y somete la interpretación de Wittgenstein a un patrón consensualista. Por su parte, Bourdieu, con el objetivo de resaltar, por un lado, la interdependencia de las funciones simbólicas del lenguaje y las estructuras y dinámicas sociales retoma la gran capacidad realizativa del lenguaje y sus variados modos de empleo presentes en la teoría de los actos de habla -aunque, como se vio, incurre en cierta interpretación parcial de la dimensión ilocucionaria en ella- y, por el otro, se vale del modelo antirrepresentacionista de cuño wittgensteiniano que conjuga las acciones lingüísticas con las prácticas institucionales y el seguimiento colectivo de reglas. Contra los enfoques comunicacionales y formalistas al estilo habermasiano, Bourdieu otorga prioridad al análisis de los mecanismos sociales que afectan el rendimiento simbólico del lenguaje; es infructuoso tratar de comprender las prácticas lingüísticas sin incluir sus conexiones y condicionamientos mutuos en el conjunto de las prácticas sociales, las estructuras objetivas y las disposiciones socialmente incorporadas. Bourdieu se reapropia de los núcleos conceptuales de Wittgenstein y Austin de un modo radicalmente distinto al que lo hace Habermas ya que vincula la potencia de la perspectiva pragmática con los condicionamientos y las fuerzas sociales que permean las prácticas simbólicas.

La reapropiación pragmática de cada uno coloca el acento en esferas muy diversas, lo que resulta en visiones contrapuestas del lenguaje: o bien como el medio por excelencia para la comunicación y el entendimiento o bien como caja de resonancia de las posiciones y distribuciones dentro del espacio social y componente fundamental de los procesos de violencia y dominación simbólicas. Por ello, la elección de una u otra base teórica implica redimensionar la fuerza pragmática del lenguaje a partir de diferentes condiciones y funciones e identificar para ella distintas posibilidades y obstáculos en cada caso. El pensamiento bourdieusiano está en tensión permanente con las dinámicas que impregnan los modos efectivos de producción simbólica, además de que incorpora de manera importante las desigualdades y jerarquías que actúan como vectores y configuran toda práctica lingüística concreta sin tomar como paradigma una función del lenguaje, ni una forma de institucionalización, en detrimento de las demás. En este sentido, la potencia heurística propia de los inicios del enfoque pragmático-institucional encuentra en esta teoría una continuidad más apropiada que las sucesivas abstracciones a que se somete en las reflexiones de Habermas tras la separación irreconciliable que éste establece entre los distintos tipos de acción, y que hace que los demás usos del lenguaje sólo aparezcan como defectivos en el modelo de la acción comunicativa y la función comunicativa del lenguaje se plantee como modelo y única vía para las interacciones humanas válidas. La propuesta de Habermas -si bien presenta ciertos desafíos y diagnósticos que no carecen de interés- aborda los rasgos de las distintas esferas de acción sólo según el criterio de la acción comunicativa y de las pretensiones normativas-reconstructivas de su teoría, por lo que los elementos, intereses y funciones de aquéllas sólo se presentan como factores que obstaculizan las interacciones válidas antes que como componentes imprescindibles en la producción de los variados actos de habla. Desde un enfoque pragmático es más importante precisar el modo en que las acciones comunicativas se entrelazan y relacionan con los factores del contexto -que se constituyen sólo en parte en forma comunicativa-, pero la TAC tiende a obliterar este camino y a considerar los demás factores sólo como elementos que entorpecen las acciones comunicativas y que surgen de usos desviados o parasitarios. De aquí que termine alejándose del espíritu pragmático que vincula el lenguaje y la racionalidad en forma directa con los múltiples usos y prácticas que tienen lugar en los diferentes ámbitos.12

Si consideramos, con los presupuestos del giro pragmático en mente, que la fuerza ilocucionaria no surge de las propiedades internas del lenguaje, sino de la multiplicidad de usos y realizaciones que permite y de su conjugación con factores extralocucionarios -que pueden actuar en forma directa e incardinarse de manera expresa en la intersubjetividad reducida o bien actuar en forma general y funcionar de modo estructural y colectivo en un sentido extendido-, entonces todo análisis pragmático-institucionalista debe contemplar las distintas condiciones que hacen posible que el lenguaje posea la eficacia realizativa que lo distingue. Esta articulación entre diferentes dimensiones es la que da como resultado el establecimiento normativo e institucionalizado de los usos del lenguaje. Por ello, los enfoques teóricos que prestan una atención especial a esta interrelación brindan principios explicativos más enriquecedores y congruentes con la perspectiva pragmática inicial. En definitiva, para entender mejor el funcionamiento efectivo del lenguaje es necesario dar cuenta de los variados modos en que se emplea el lenguaje y de la interacción entre los factores locucionarios y extralocucionarios micro y macrosociales que intervienen; en esto reside una parte ineludible del legado pragmático y la posibilidad de que un análisis institucionalista pueda retomar de manera fecunda el potente impulso que introdujo la perspectiva pragmática en los estudios sobre el lenguaje.13

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1Si bien el carácter metainstitucional del lenguaje se infiere de sus diferentes textos, Habermas lo hace explícito ya en un artículo de 1967 en un pasaje en que discute la concepción del lenguaje en Gadamer: “no es descabellado entender el lenguaje como una especie de metainstitución de la que dependen todas las instituciones sociales. Pues la acción social sólo se constituye en la comunicación en el lenguaje ordinario” (Habermas 1988, p. 257).

2Es reconstructivo en cuanto que busca volver a plantear las presuposiciones necesarias para el funcionamiento del lenguaje a través de un análisis pragmático-formal de los usos y las competencias comunicativas con base en la noción de lenguaje como habla (como proceso, no como estructura) y en la acción orientada al entendimiento; y es normativo porque establece cuáles condiciones y pretensiones deben estar presentes para que se cumpla el entendimiento (considerado el uso original y el fin propio del lenguaje), por lo que esas condiciones y pretensiones son constituyentes de la acción comunicativa y, a su vez, sirven como criterio para evaluar si se alcanza o no el entendimiento.

3Según Habermas, si bien la dinámica evolutiva (el modo efectivo en que se desarrollaron las formaciones y los hechos históricos concretos con su dinámica propia) de la modernización ha conducido a la colonización del mundo de la vida y a sus consecuencias patológicas, la lógica evolutiva (la lógica de desarrollo de corte formal neto que puede abstraerse del desarrollo histórico y que se expresa en estructuras cognitivo-racionales) de la diferenciación estructural moderna no implica necesariamente que deba desembocarse en ellas. La dinámica podría desarrollarse de otra manera y para que no sea patológica debería recurrirse a las potencialidades racionales y autónomas de la acción comunicativa liberadas también por el proceso de modernización. La conocida defensa del legado de la modernidad y de las posibilidades que ha abierto, presente en diferentes textos de Habermas, dio lugar a numerosas publicaciones; entre éstas resultan en particular ricas —por la profundidad y sintonía de sus participantes—: Honneth, McCarthy, Offe y Wellmer 1992a; Honneth, McCarthy, Offe y Wellmer 1992b; Passerin y Benhabib 1997.

4Cfr., en especial, Wittgenstein 2004, § 241, § 23; Wittgenstein 1991, § 559.

5Esta relación indisoluble entre lo lingüístico y lo social hace patente el carácter histórico, dinámico e inmanente de las acciones y de las producciones lingüísticas y conduce a que Bourdieu critique los planteamientos de corte ahistoricista, que asocia en particular con Saussure y Habermas: “no existen, sin duda, por más que piense en ello Habermas, universales transhistóricos de la comunicación; pero existen ciertamente formas socialmente constituidas de comunicación que favorecen la producción de lo universal” (Bourdieu 2005, p. 126). En relación con esto, para C. Calhoun la diferencia principal entre Habermas y Bourdieu, más allá de ciertas similitudes que encuentra, está en el rechazo de Bourdieu a los enfoques de tipo teorético encarnados en la TAC y en el desinterés de Habermas por el dominio práctico y las estrategias de los agentes en los procesos sociales (cfr. Calhoun 1993).

6Igual vale recalcar que Bourdieu no reduce toda la capacidad simbólica del lenguaje a su actuación institucional: si bien la performatividad del lenguaje encuentra en las condiciones institucionalizadas su mejor campo de acción, también puede funcionar sobre bases menos sólidas, aunque esto siempre restringirá su eficacia y necesitará de una institucionalización posterior para consolidar su efecto performativo (cfr. Bourdieu 1979, p. 560).

7Ya en Esquisse d’une théorie de la pratique, de 1972, Bourdieu asentó con claridad la importancia de los factores extradiscursivos para los análisis lingüísticos (cfr. Bourdieu 2000, p. 246).

8Que el quid de las teorías encontradas de Bourdieu y Habermas sobre el lenguaje reside en la inclusión por parte del primero de la dimensión del poder simbólico en los intercambios lingüísticos es algo que también advierte el propio Habermas, quien en una nota al pie señala que los trabajos de Bourdieu representan un tipo de estudio sobre las acciones orientadas al éxito y que son un ejemplo de análisis del ejercicio del poder a través del lenguaje, de lo cual se desprende un “concepto de sociedad articulado en términos de teoría del poder” (Habermas 1994a, p. 487). Por ello reduce los análisis de Bourdieu al campo de las acciones estratégicas y, por lo tanto, los considera ciegos en relación con el mundo de las acciones comunicativas.

9En su conocido artículo “To Follow a Rule”, Charles Taylor hace hincapié en las conexiones entre ambos y realiza una lectura wittgensteiniana de Bourdieu en la que termina por asociar en forma indisoluble ambas teorías (cfr. Taylor 1995).

10En este punto específico Habermas se refiere a las críticas que recibió de Seyla Benhabib y Steven Lukes en un volumen colectivo dedicado a su teoría (cfr. Thompson y Held 1982).

11Vale señalar que la vinculación de las prácticas discursivas con el interés por la racionalidad es un ámbito en el que Bourdieu debe lidiar con ciertos aspectos que conciernen a la relación con lo universal y que la teoría habermasiana ya encuentra resueltos de antemano en su matriz teórica. Si la instauración e institucionalización de los ámbitos ligados a la racionalidad dependen más de la estructuración y distribución de las fuerzas presentes en ellos que de la capacidad discursiva, queda en entredicho el modo en que el sujeto de la enunciación científica obtiene su posición y reconocimiento y la defensa que pueda hacer de la vinculación de sus argumentos y valoraciones con algo que vaya más allá de su propia ubicación en el campo del conocimiento. El privilegio argumentativo que atribuye al propio discurso —o a las leyes del propio campo— encierra en sí una concesión epistemocéntrica en el sentido de que confía en la fuerza argumentativa del discurso científico y en la legitimidad de su conexión con la totalidad del espacio social y las prácticas simbólicas, concesión en la que se basa en parte la viabilidad de su propuesta de una pragmática sociológica.

12La crítica no es que Habermas no incorpore esos factores, pues de hecho lo hace en diversas partes de sus análisis, sino que se dirige contra la explicación que ofrece de ellos, debido a que los ubica en un plano secundario y les otorga sólo funciones distorsionantes. En su pretensión de rehabilitar de modo exclusivo la socialización comunicativa del mundo de la vida, no tiene reparos en arrancar sus componentes de todas las demás esferas en que se desenvuelve la vida humana, con lo que pierde la posibilidad de ahondar en las interconexiones y los procesos similares que se dan entre ambos planos —no sólo negativos o de colonización—.

13En este sentido puede entenderse el célebre dictum austiniano de que “ciertamente, pues, el lenguaje ordinario no es la última palabra [...]. Pero recordemos, es la primera palabra” (Austin 1962, p. 133): las condiciones y los usos efectivos del lenguaje nunca deben dejar de considerarse eje de las reflexiones, pues, de ser así, no sólo desaprovecharíamos lo que tienen para ofrecernos, sino que además tenderíamos hacia análisis sesgados desde el punto de vista pragmático.

Recibido: 18 de Marzo de 2015; Revisado: 27 de Enero de 2017; Aprobado: 26 de Junio de 2017

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