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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versión impresa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.32 no.96 Ciudad de México ago. 2010

https://doi.org/10.22201/iie.18703062e.2010.96.2310 

Libros

 

Intersected Identities. Strategies of Visualization in Nineteenth-and Twentieth-Century Mexican Culture, Erica Segre

 

Xóchitl Munguía

 

Nueva York, Berghahn Books, 2007

 

Intersected Identities es un exhaustivo y profundo análisis de la interdisciplinariedad, los préstamos, las asociaciones, las continuidades y los olvidos de las estrategias de visibilidad, el cine, las artes gráficas y la fotografía, en su búsqueda por construir, o deconstruir, una identidad que refleje lo nacional o, al menos, alguna de sus facetas en México.

La autora genera un rico compendio de prácticas ejemplares a las que asocia con literatura, filosofía y mitología, todo en el marco de un breve, pero conciso, contexto histórico.

Debido a la división por décadas en algunos de los capítulos y los temas, al final del libro parecen haberse olvidado algunos de los momentos de la historia de México más significativos en la tarea de la construcción nacional —como la década de los sesenta, cuya intrigante omisión me hace pensar que por sí sola podría ser objeto de un estudio de las mismas dimensiones que el aquí comentado.

El libro presenta el contraste como estrategia de análisis, y se centra en el aspecto creativo de la producción artística, más que en el de la recepción, tal vez debido a la suma importancia que la autora asigna a los objetos.

La investigación da para seguir muchas líneas, detalladas con claridad, como el vestigio, la identidad indígena, lo rural, la ciudad o la mujer, aunque sobre todo alienta a seguir el rastro del sujeto en la imagen: primero visto desde la perspectiva individual de una necesidad comunitaria en el costumbrismo, o como mito creado por el cine de oropel, perdido en lo urbano y vuelto a encontrar en las telas que sugieren su presencia, o completamente desdibujado en los actos trascendentales de la experiencia individual en lugares impersonales, en los que el sujeto es sólo tangible en sus huellas.

La primera parte del libro se dedica a desmadejar el tejido del costumbrismo como estrategia de construcción nacional vertida en los periódicos literarios del siglo XIX, inmersos en una sociedad en estado transitorio donde los editores y colaboradores expresaron la interrogante sensibilidad fomentada por la inestabilidad de un periodo en que todo cambiaba y era objeto de escrutinio, en busca de una colectividad que podría adscribirse a la nacionalidad y al territorio representados en icónicas imágenes gráficas y exhaustivas tipologías descriptivas difundidas en las páginas de la prensa cultural.

A modo de apartados, la autora trata diferenciadamente cómo el género fisiológico y la observación social, el panorama, la tradición figurativa del arte popular mexicano, la cámara oscura, la daguerrotipia y la linterna mágica, la literatura viajera y lo pintoresco confluyeron en la constitución del costumbrismo con el objetivo de forjar homogeneidad cívica e intelectual, haciendo un llamado a la regeneración cultural como un primer paso para construir lo autóctono.

La autora señala los problemas a que se enfrentó la literatura costumbrista, con Guillermo Prieto y Manuel Payno como sus principales exponentes. Era difícil visualizar con fidelidad lo aparentemente dispar y discontinuo y responder a la necesidad de unir a un país dividido, de población heterogénea, cuya diversidad étnica y polaridades culturales cuestionaban de entrada la verosimilitud del término pueblo en el discurso político e histórico. La solución la encontraron jugando repetidamente con numerosas analogías pictóricas que pusieron en perspectiva un punto de vista particular para prever una completa pero facetada reproducción de la cultura y sociedad mexicanas, representada en los cuadros de costumbres, encantados por la teatralidad de lo local en un perturbado orden poscolonial, y así ilustraron una identidad común en tiempos de crisis.

A diferencia de Prieto, que expresó su populismo a través de la celebración de lo mestizo vernacular y en contra de los nacionalistas que trataron de homogeneizar la cultura y la identidad racial fomentando la amnesia colectiva entre las personas indígenas, los escritos literarios de Ignacio Manuel Altamirano, apoyados en lo autóctono nacional, no predicaron la suposición de la homogeneidad cultural y se resistieron explícitamente a la noción de híbrido acuñada por la generación precedente de escritores costumbristas. Promotor de la autonomía cultural mexicana, su proyecto consistió en hacer aparecer la cultura indígena sobre un fondo de imágenes limitadas y estereotípicas, encontrando en la fotografía la evidencia de un orden social cognoscible cuya diferenciación no se ajustaba al mito de una integración colectiva alcanzada, prototipo homogéneo promovido por la administración porfiriana.

Aun cuando la autora señala bien que los compendios fotográficos antropológicos propiciaron la fosilización de las culturas indígenas contemporáneas, que fueron subsumidas como reliquias arqueológicas, resalta la importancia de la fotografía en la obra de Altamirano que priorizó la necesidad de la veracidad empírica y buscó emular en sus escritos "el detalle evidente de la exactitud fotográfica".

En un periodo en que proliferó una cultura visual y se impuso el predominio de paradigmas oculares en relación con las interrogantes de identidad nacional, Altamirano fue tratado como la encarnación de una etnicidad abstracta, conmemorada en el discurso nacionalista y caricaturizada por sus oponentes, que optaron por a una práctica recurrente de la época, en la que la imaginería arqueológica de objetos prehispánicos se utilizaba para desacreditar o ridiculizar figuras de autoridad con ascendencia indígena, de las cuales la autora señala numerosos ejemplos. Esta exaltación de la etnicidad en su persona determinó un discurso dentro de la propia exégesis de su identidad nahua en que se expresa un sentimiento de desplazamiento y orfandad cultural.

Sobre estas bases, la obra de Ignacio Manuel Altamirano se preocupa por términos de principio, ruptura y linaje; intenta distinguir semánticamente lo originario y lo original en la discusión de la autonomía cultural; redefine el término indígena como sinónimo de indio y nativo, al contrario de su uso como designación de una fisionomía racial genérica, y rinde tributo a la cultura indígena y al orden anterior a la Conquista en su adhesión a la idea de Tierra Patria, que restaura el vínculo con la tierra y exalta simbólicamente la importancia de la memoria en la articulación de una identidad colectiva, despolitizando el discurso cultural. Lo anterior refuerza el argumento en que la autora se basa para señalar a este personaje como el principal crítico de la arraigada tendencia a homogeneizar la identidad étnica en la era poscolonial.

Los siguientes dos capítulos, centrados en el cine nacional, se dedican a la revisión de casos específicos a partir de una fuerte argumentación teórica sobre el papel del cine en la construcción de la identidad durante un periodo de 20 años, dividido diferenciadamente por décadas para resaltar cómo la imagen cinematográfica salta de lo bucólico-rural —en las películas de 1930 a 1940— a la realidad urbana —en las producciones de la siguiente década— y sus interacciones con las artes gráficas y visuales.

En el contexto del debate político sobre la problematización del concepto de identidad nacional, en el que la imagen cinematográfica probó ser una potente extensión de la polémica, surgió en la década de 1930 el cine indígena, centrado en un idílico espacio rural invulnerable al cambio social del México posrevolucionario, que proveyó estilos visuales y alegorías influidos ideológicamente, al mismo tiempo que absorbía temas de actualidad y omitía al pueblo "bajo" en la pantalla.

En una digresión importante, la autora señala el papel de las producciones de Hollywood como proveedoras de una imaginaria esencia cultural extranjera capaz de crear y reciclar estereotipos que, paradójicamente, establecieron el estándar iconográfico para un cine mexicano preocupado por la ejemplificación de lo autóctono.

El aspecto central del análisis fílmico de esta década se orienta a señalar la influencia de las artes gráficas en la imagen cinematográfica, sus analogías con el muralismo en boga y su homenaje póstumo a la plástica neomexicana.

En la propuesta fílmica de la época, Erica Segre encuentra una expresión de la "estética de la solidaridad", en que muralistas, fotógrafos y grabadores surgidos durante el despertar de la Revolución hicieron del "calzón y el sombrerazo" una insignia internacionalmente reconocida.

El flujo de imágenes icónicas del lenguaje pictórico de artistas de la Escuela Mexicana —que evidenció la prominencia de la fisonomía indígena, la imagen mundana del trabajador pobre, el primitivismo de paisajes ancestrales y la abstracción de artefactos tradicionales—, las simples y estilizadas composiciones del grabado, la paralizada realidad fotográfica que dio permanencia a la experiencia colectiva y la tradición pictórica de los cuadros de costumbres que ofrecieron escenas tradicionales emblemáticas de la teatralidad de lo local en un universo descentralizado sirvieron de telón de fondo del cual el cine nacional tomó numerosos paradigmas formales.

En estas interacciones, las películas de Emilio El Indio Fernández son un ejemplo del éxito y las limitaciones de un estilo pictórico, así como de los riesgos de una estética nacionalista que construyó un indigenismo personal, sobre el que propuso una simbólica identidad indígena y una cultura campesina en un México rural sin tiempo.

Como director, Fernández comparó su trabajo con el de Diego Rivera en el sentido de la búsqueda de la reconquista espiritual de México. El muralismo de Rivera había revelado el eterno corazón del país, que Fernández sabía escondido en lo rural. Su asociación con Gabriel Figueroa significó un refinado ojo estético sobre el que soportó sus apasionadas alegorías. Tal colaboración coincidió con una admiración profundamente arraigada por el ámbito social y estético del arte gráfico de la época, que incorporaron a la pantalla en los murales gráficos de Leopoldo Méndez para cinco películas de Fernández, quien había previsto una dinámica interacción entre la proyección de los grabados y el público, mientras que Méndez ofreció un fuerte compendio visual de los temas gracias a los cuales la audiencia reaccionaría a la tragedia de la mente cívica sobre lo desplegado en la pantalla. Sus murales dramatizaron las ideas abstractas para el lector común, y su inserción en la pantalla marcó la fusión de una estética popular con la primacía de la composición fotográfica del cine.

En sus películas, Fernández y Figueroa se interesaron por repetir el espectáculo de la piedad laica de Rivera y Siqueiros, que hacían un llamado emocional a la mente de la gente ordinaria.

En la pública autentificación de la cultura nativa de Fernández, que buscaba un posible mexicanismo genuino, ambos cineastas construyeron un particular concepto de autenticidad que, en sus mestizos de oropel, inundó la pantalla con el atuendo simbólico de la identidad nacional.

A este respecto, Segre concluye que las películas de la mancuerna Fernández-Figueroa se basaron parcialmente en una analogía con las artes gráficas y con una tradición pictórica no cinematográfica, y produjeron imágenes representativas de identidad nacional que llegaron a ser fetichizadas a la manera que ellos arduamente desearon prevenir. Asimismo, Segre señala que la posterior visita del neomexicanismo a las imágenes de la época de oro del nacionalismo cultural mexicano revela una lectura errónea, ampliamente difundida, de la retórica pictórica generada en la década de los treinta en el cine y el arte, que falla al ver más allá de las a menudo artificiosas composiciones en blanco y negro, donde la búsqueda cinematográfica de momentos esculturales describió una estrategia de defensa, más que de despreocupada reafirmación.

En la siguiente década hubo un desplazamiento de la imagen en la pantalla del ámbito rural a un precipitado espacio urbano en camino a la modernización. En el viaje circular del centro a la periferia de la ciudad de México de Esquina bajan...!, (Alejandro Galindo, 1947), la autora aprecia los fehacientes signos de la retórica triunfalista propia del acelerado desarrollo de un tiempo donde la industria cinematográfica mexicana disfrutó el apoyo del Estado, ejemplificando un problemático aprendizaje inserto en la ideología del desarrollismo que pronto adquirió especificidades topográficas y arquitectónicas.

Como impulso y expansión, la película de Galindo constituyó el inicio de la imagen de la capital basada en la experiencia del cambio económico y social en una ciudad que se constituye entonces en el umbral para los desplazados y el teatro de lo transitorio, así como también el pasaje a la modernidad.

La autora del libro aquí reseñado insiste en el papel decisivo de la nueva arquitectura de la ciudad en la codificación visual de la capital en los medios y las artes, donde la configuración de panoramas urbanos pone en evidencia una creciente receptividad a los paradigmas arquitectónicos modernos.

El papel de la arquitectura en el desarrollo nacional abrió el debate sobre la modernización del espacio, que provocó el cuestionamiento sobre la conciencia nacional y la identificación. Este contexto se manifestó en un proceso de caracterización emblemática que seleccionó monumentos de interés actual, como el hospital de la Raza, el puente de Nonoalco en Tlatelolco y la Ciudad Universitaria, que ejemplificaron la incongruencia de la realidad social de la restructuración urbana, proceso que se reflejó en las construcciones visuales del fotorreportaje, el grabado y el cine.

En esta dinámica, el cine mexicano de la década de los cuarenta continuó siendo receptivo a la explotación del folklor nacional relacionado con un tipo de celebración de la ascendencia como forma de arte folklórico. Los directores buscaban restaurar el nexo entre la imagen estática, de la fotografía y el grabado, y la evolución de la imagen en movimiento del cine, predicada en los paradigmas dibujados por el dominio de la cultura popular, decididos, quizá, a historizar la cultura vernácula contemporánea mediante la negación del modernismo fílmico, mientras confirmaban el papel del cine como vehículo de intertextualidad, ejemplo de lo cual son las películas de Ismael Rodríguez, que explotaron la incredulidad popular de la idea de regeneración de Mario Pani, con el multifamiliar como hipótesis arquitectónica de las modernizadas "patrias chicas" o aldeas, en que también se refleja la presentación oficial del nuevo complejo arquitectónico —el Multifamiliar Alemán en ¡Maldita ciudad!, 1954—, que une artificiosamente el emblemático espectáculo folklórico y el ambiente modernista en un conjunto compositivo que refleja la crisis del desplazamiento del campo a la ciudad, ejemplos éstos del tipo de confluencia estética que caracterizó la interacción entre arquitectura y cine en el discurso de la modernización y sus pretendidos paradigmas exhibidos.

A modo de reflexión, Segre señala el contrapunto entre una colectividad concebida verticalmente y la articulación de la vida civil nivelada de manera horizontal, que proporcionó un modelo de perspectiva basado en la intersección y la interpretación de estrategias relacionales que hicieron hincapié en la experiencia contemporánea del cambio, la mutabilidad del orden cultural y social emblemáticamente configurado en el espacio público, en el que la fotografía urbana se centró para inspirar la identificación colectiva, mientras en ella el espectador podía experimentar el desplazamiento y la transición en un esfuerzo para ver lo transitorio a través de —más que en— imágenes estáticas de la realidad urbana, principalmente captadas por el lente de Nacho López.

Los últimos capítulos de la obra se dedican a una extensa reflexión sobre la fotografía como práctica estética y estrategia de visualización construida en el conjunto de imágenes recolectadas que la autora dispuso sobre su mesa de trabajo sin orden aparente, a la manera de trampantojo o archivador de cartas del siglo XVIII que contenía también un aire de la alegórica mordacidad de las costumbristas mesas revueltas del siglo XIX y de las llamativas desuniones del collage o montaje surrealista. Este punto de partida llevó a Erica Segre a preguntarse sobre la interconexión entre ciertas técnicas y géneros de figuración y de estrategias representacionales adoptadas por fotógrafas mexicanas cuyo trabajo parece situarse en los intersticios abiertos entre disciplinas, y a reflexionar sobre el momento funcional de exposición en la fotografía que produce un inmediato memento mori, problematizado en los trabajos que se enfocan en las comunidades indígenas.

El capítulo "Alegoría, autorreflexividad e ironía: una genealogía fotográfica" ofrece un estudio contextual comparativo del interrogante trabajo de Mariana Yampolsky y Graciela Iturbide en relación con sus predecesores Nacho López y Lola Álvarez Bravo, haciendo referencia, en contraste, al por demás ambivalente trabajo de Flor Garduño.

Es por demás importante el seguimiento que Erica Segre hace de la práctica fotográfica en México. La autora explica que, desde su introducción, la cámara ha desempeñado un papel decisivo al apuntar y corroborar las taxonomías de la diferencia racial y cultural, como modelos para visualizar y reproducir, lo que la lleva a conceptuar la fotografía como instrumento de definición superficial y descubrimiento crítico, y a señalar que ambas facetas ayudaron a circunscribir la identidad visual y a interrogar la construcción de dicha imaginería.

Segre rastrea la imagen del indígena como emblema diferenciador de lugar, mercancía, artículo de costumbres o curiosidad exportada y exhibida en las tarjetas postales producidas en grandes cantidades con imágenes de indígenas de Tehuantepec producidas a principios del siglo XX por C.B. White, en las que confluyen imagen y texto como preservada tradición decimonónica. En la década de 1920-1930, la autora encuentra que la fotografía se inclinó crecientemente hacia la tendencia homogeneizadora del nacionalismo cultural y analiza tres ejemplos diferenciados de elementos muy particulares que caracterizan la época. En el trabajo de Enrique Díaz, fotorreportero publicitario del show de cabaret, encuentra la noción de mexican curious, en que la fotografía sale a relucir como facsímil de objetos, de arte objeto y de diferentes formas de representación. La concepción de la fotografía como arte de la naturaleza, más que como diseño humano, la remite a la imagen de Edward Weston, en que percibe potentes referencias múltiples e interpenetradas con formas de reproducción y representación. Por último, con la obra de Guillermo Robles Callejo demuestra que la fotografía sirvió para corroborar la ingeniosa decepción trágica predicada en la incredulidad del ojo y la alegorización del género. A mediados del siglo, la sistematización de metodologías "objetivas" para el conocimiento dio lugar a la problematización de lo pintoresco y el folklor. Así, fotógrafos como Nacho López —cronista de la modernidad desarticulada— y Lola Álvarez Bravo —que acuña "lo popular" como defensa— estuvieron consecuentemente comprometidos, renegociando los criterios de visibilidad y las modalidades de visualización.

Ante tales precedentes, la obra de Mariana Yampolsky y Graciela Iturbide derivó en un sutil estudio de la disminución interdisciplinaria entre el arte pictórico, el periodismo testimonial, la etnografía fílmica y las tradiciones populares del memento mori como espectáculo y artefacto, mientras que la obra de Flor Garduño implicó la inclinación alegórica de una realidad compuesta del sujeto indígena, predicada en una muy personal forma de descontextualización etnográfica.

En "La poética de la piel: superficie e inscripción en la fotografía contemporánea", Segre alude a la formulación temática interesada en la textualidad del cuerpo como superficie, donde la importancia de la piel se concibe como el lugar de inscripción y adición de lo cultural y lo étnico, en un contexto de TLC/ EZLN/globalización en que la fotografía de los noventa tiende a desbaratar lo ya representado, más que a romper lo visible. Su objetivo consiste en explorar las relaciones entre epidermis, superficie y fisonomía en la fotografía contemporánea mexicana, comprometida con la tarea de problematizar la exploración formal y temática de la identidad en un periodo postexistencialista, donde también irrumpe la construcción digital de la imagen. La fotografía de los noventa significa, según la autora, un cambio de la fijeza de la imagen, como nostálgica recuperación o exposición definida de deshumanizaciones figurativas o documentales, a la gestación interpretativa, en que la imagen fotográfica es consciente de su materialidad como "rostro desencarnado" o "caparazón gastado" en los trabajos de Mariana Yampolsky, Gerardo Suter, Pedro Meyer, Maruch Sántiz Gómez, Jorge Camarillo, Silvana Agostoni, Adriana Calatayud, Tatiana Parcero, Mauricio Alejo, Federico Gama y Laura Cohen.

Estas "poéticas de la piel" en cierto modo resultan desdibujadas por "Las hermenéuticas del velo en la fotografía: de rebozos, sábanas, huipiles y lienzos de Verónica", en donde el velo como sudario, mortaja o envoltura significa una larga lista de características que la autora acumula en parejas de contrarios: revelación y ocultamiento, transparencia y opacidad, encarnación e inmaterialidad, liminal y universal, esencia y apariencia, temporal e infinito, profundo y efímero, para hacer latente su presencia como un exceso de contenido, siempre inferido, pero, también, siempre aplazado. Para la técnica fotográfica, la aparición del velo tiene un doble significado: como membrana y como contemplación de su propia adhesión membranosa a la superficie de las cosas.

Este capítulo promete entrar imaginativamente en una transacción con sus escenarios y exposiciones para poder evaluar el carácter de su duradera fascinación, en espera de mostrar que el potencial de reflexión de los velos y telones en la fotografía mexicana es complementado por la metaforización de algunas posturas rituales de sus propias prácticas tradicionales, como la interacción de presencia y ausencia que caracteriza su formal enredo con la fotografía y el arte pictórico, o su papel de barrera escénica para "evocar el transporte de la ilusión". Sobre este análisis, sábanas, rebozos, huipiles y lienzos de Verónica se configuran como los velos arrancados del uso cotidiano por la creación fotográfica para recodificarlos al convertir algo común en un elemento significativo, ya sea como testigo de la precaria situación de lo humilde —el rebozo—, como textil vacío de contenido corporal —la sábana—, como fisonomía velada o extraviada —el huipil— o como reliquia consagrada que legitima el culto a las imágenes y dignifica la fascinante y absorbente cualidad de la fotografía.

Finalmente, este recorrido de Identidades cruzadas y estrategias de visualización culmina con "Un estudio comparativo de la arqueología en la fotografía contemporánea y el arte multimedia " en el modernismo y el posmodernismo, donde la noción de fragmento se desborda en el "poder generador de lo incompleto". Con base en su investigación, la autora afirma que "lo roto, mutilado, dislocado y cortado corren juntos dentro de un lamento visual en la transitoria y corrosiva naturaleza del hombre", ofreciendo una dramaturgia arqueológica de descubrimiento y reclamación marcada por la destrucción y la pérdida.

El fragmento, inserto en la fotografía, la convierte en una realización tardía, en la que lo no visto, invocado por la imaginación, engrandece la magnitud de lo perdido.

El capítulo rastrea los orígenes del cruce de la arqueología y la práctica artística para sentar las bases de un profundo análisis de la obra de Silvia Gruner y Gerardo Suter, en que los detritos corporales, al lado de restos de dioses, prueban una arqueología representativa donde la cultura y la naturaleza se compenetran. En la exposición de la presencia material y sus significados inferidos, sus instalaciones aparentemente desconocen los mitos de la epistemología arqueológica y sus asociaciones ultranacionalistas, buscando calibrar las falsedades de la memoria mientras ayudan a la producción de futuras ficciones.

Silvia Gruner manifiesta su afinidad con la arqueología a través del aparentemente impersonal sitio, que concibe como vestigio empírico o huella de la presencia humana. Gruner revisualiza el artefacto, la huella, y el momento, el fetiche, el vestigio, superficies todas de inscripción temporal que hablan no tanto de identidades irreparables como de actos trascendentes de la experiencia individual, a la que se responde con un acto de reparación.

Por el contrario, la fascinación de Gerardo Suter por la propia arqueología de los fragmentos de la fotografía mexicana lo lleva a vislumbrar el potencial de contigüidad simbólica entre sujeto y proceso y a recordar que tales técnicas y materiales tienen su propia poética extendida en la historia. Sus imágenes de esculturas precolombinas y códices proveen la plataforma para un proceso de asimilación visual y modificación personal en que sus reliquias arqueológicas arquetípicas transfieren algunas cualidades de lo roto y lo usado a cuerpos "asumidos como ruinas de un mito" y a sus representaciones en los discursos de construcción nacional.

Alentada, Segre concluye que "quizá nada regresa definitivamente al polvo, no porque sea recordado totalmente, sino porque es recordado a medias", acto que bien podría describir el proceso de identidades cruzadas de un México que siempre recuerda, pero que elige olvidar.

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