SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.54 número160La seguridad jurídica en la ley tributaria colombiana índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Boletín mexicano de derecho comparado

versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.54 no.160 Ciudad de México ene./abr. 2021  Epub 07-Mar-2022

https://doi.org/10.22201/iij.24484873e.2021.160.15969 

Artículos

Aportes a la discusión sobre la regulación de la abogacía

Contributions to the discussion regarding the regulation of lawyers

Sergio Iván Anzola Rodríguez** 
http://orcid.org/0000-0002-4858-5947

Julieta Martin del Campo Nuñez*** 
http://orcid.org/0000-0002-7646-7980

** Coordinador de investigación en el Centro de Estudios sobre la Enseñanza y el Aprendizaje del Derecho (CEEAD). Correo electrónico: sergioar@ceead.org.mx.

*** Asistente de investigación en el Centro de Estudios sobre la Enseñanza y el Aprendizaje del Derecho (CEEAD). Correo electrónico: julietamc@ceead.org.mx.


Resumen

La propuesta de establecer la colegiación obligatoria parece gozar de consenso en la profesión jurídica mexicana. Si bien, coincidimos en la relevancia social que tiene el ejercicio de la abogacía y, por ende, en la necesidad de su regulación, consideramos necesario traer al contexto mexicano preguntas y advertencias que ya han surgido en otros lugares sobre la conveniencia de la regulación (como proyecto en sí mismo), los objetivos que persigue y la mejor forma de alcanzar esos objetivos.

De acuerdo con lo anterior, el presente artículo, más que constituirse como un aporte original, busca traer al contexto mexicano insumos básicos para una discusión más rica y compleja sobre la regulación de la profesión jurídica.

Palabras clave: ética profesional; abogados; colegiación obligatoria; barras de abogados

Abstract

The proposal to establish mandatory membership for mexican lawyers seems to enjoy consensus in the legal profession. Although we agree on the social relevance of the practice of law, and, therefore, on the need for its regulation, we consider necessary to bring into the mexican context questions and warnings that have already arisen elsewhere about the desirability of regulation (as a project in itself), the goals it pursues and the best way to achieve those goals.

In accordance with the above, this article, rather than being an original contribution, seeks to bring basic inputs to the mexican context for a richer and more complex discussion on the regulation of the legal profession.

Keywords: legal ethics and professional responsibility; lawyers; bar membership; bar association

SUMARIO: I. La discusión sobre la colegiación en México. II. Tres aportes a ladiscusión sobre la regulación a las y los abogados. III. Conclusiones. IV. Bibliografía.

I. La discusión sobre la colegiación en México

En el ejercicio profesional del derecho existe una amplia variedad de opciones para el desempeño de la profesión jurídica que van desde el notariado, la abogacía, la correduría pública, Ministerio Público, la academia y la investigación, entre otras (Darwin Clavijo Cáceres, 2015). Cabe destacar que, respecto al ejercicio profesional en México, cada estado del país cuenta con su propia ley que lo regula conforme al artículo 5o. de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Por ejemplo, en la Ciudad de México, las profesiones jurídicas tienen en común que para su ejercicio se requiere contar con un título legalmente expedido y registrado por una institución de educación superior autorizada para hacerlo, para posteriormente obtener una cédula profesional mediante trámite ante la Dirección General de Profesiones (Ley Reglamentaria del Artículo 5o. constitucional [Ley Reglamentaria], art. 25).

El título profesional tiene como función principal reconocer que la persona ha concluido los estudios correspondientes o que ha demostrado que cuenta con los conocimientos necesarios para ejercer profesionalmente (Ley Reglamentaria, art. 1). El poder para determinar qué persona tiene los conocimientos necesarios es un poder que yace entonces en las escuelas de derecho.1 La cédula profesional al ser expedida tiene efectos de patente para el ejercicio profesional y para identidad en el ejercicio profesional (Ley Reglamentaria, art. 23). Una vez realizado el trámite de título y la cédula profesional, dependiendo de la profesión jurídica elegida existirán distintos requisitos a cumplir para desempeñarse en la profesión.

La Dirección General de Profesiones, la cual depende de la Secretaría de Educación Pública, es la encargada de la vigilancia en el ejercicio profesional en general y posibilita la relación entre el Estado y los colegios de profesionales (Ley Reglamentaria, arts. 1 y 21). En la ley, se reconoce que esta Dirección tiene la facultad de registrar los títulos profesionales, llevar una hoja de servicios de cada profesionista, hacer la anotación en ella cuando se imponga alguna sanción a un profesional, autorizar el ejercicio de una especialidad, expedir cédulas profesionales, realizar una lista de los profesionales que no ejercen, cancelar el registro de los títulos profesionales cuando exista una condena de inhabilitación por vía judicial para el ejercicio de la profesión, entre otras (Código Civil Federal, art. 2104). En la práctica, existe una gama de regulaciones estatales en las que pareciera ser que la Dirección General de Profesiones no tiene facultad de investigar y sancionar a los profesionales por violaciones a la ley y más bien delega esa autoridad a la rama judicial y a los colegios profesionales. Su función parecería limitarse a una de tipo administrativo.

La Ley Reglamentaria en relación con el ejercicio de las profesiones en la Ciudad de México en su artículo 50, inciso r, señala como un propósito de los colegios de profesionistas: "Establecer y aplicar sanciones contra los profesionales que faltaren al cumplimiento de sus deberes profesionales, siempre que no se trate de actos y omisiones que deban sancionarse por las autoridades".

Respecto a las sanciones de las autoridades, la misma ley dedica su capítulo VIII para hablar de los delitos e infracciones que pueden cometer los profesionales por no cumplir la ley, además, toca temas como el conflicto de intereses individuales de los profesionistas y con la sociedad y el secreto profesional, ambos temas, relevantes para el ejercicio de la abogacía. En esta misma línea sobre las sanciones aplicables a quienes ejercen la abogacía, también puede encontrarse que se tipifica la revelación de secretos del cliente, alegar falsos a sabiendas y el conflicto de intereses. Además de la responsabilidad civil a la que igualmente pueden ser sujetos por incumplir el cumplimiento del mandato, y la responsabilidad por daños y perjuicios al procurador o abogado que revele a la parte contraria secretos de su cliente o proporcione documentos o datos que lo perjudiquen (Código Civil Federal, art. 2590).

Aun cuando existen estos controles al ejercicio profesional, en general, y aplicables al ejercicio de la abogacía en específico, de acuerdo con la Encuesta sobre la Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología (ENPECYT, se realiza cada dos años) realizada en 2017 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la respetabilidad de quienes ejercen la abogacía se encuentra en un 6.26 de una escala que va de 1 al 10, donde 10 es el nivel más alto de respetabilidad. De la encuesta también se observa que a mayor edad de las y los encuestados menor calificación se otorga a las y los abogados. Profesiones relacionadas con el sistema de justicia como lo son quienes ejercen la abogacía (6.26), jueces (6.03) y policías (5.32) se encuentran en los últimos lugares del ranking de un total de 17 profesiones. Los primeros lugares de la ENPECYT son ocupados por bomberos (9.34), inventores (9.005) y quienes se dedican a la enfermería (8.93). Ante esta percepción de parte de la ciudadanía, aunado a la necesidad social de acceso a la justicia, la seguridad jurídica, a un Estado de derecho, a mejores servicios profesionales y una defensa adecuada, han surgido propuestas para que los mismos profesionistas sean quienes den las soluciones mediante la auto regulación (Oscar Cruz Barney, 2020, p. 69). Es en este contexto donde ha surgido la propuesta de la colegiación obligatoria y la certificación. Un ejemplo de ello es el Informe de la Relatoría Especial sobre la independencia de los magistrados y abogados. Adición México (A/HRC7177307Add.3, 2011, párrafo 66). Uno de los argumentos recurrentes en favor de la implementación de la certificación y la colegiación obligatoria es que ésta ha rendido frutos en distintos países tanto europeos como americanos (Oscar Cruz Barney, 2020, p. 13).

Es importante hacer una distinción entre la colegiación y la certificación. La certificación se refiere al imperativo ético que existe para atender exclusivamente aquellos asuntos para los que se tiene conocimiento adecuado y suficiente mientras que la colegiación acredita el dominio profesional ( Oscar Cruz Barney, 2020, p. 70). En términos prácticos, la certificación podría consistir, por ejemplo, en satisfacer determinados requisitos mediante instrumentos específicos (esto es, cursos o exámenes) a fin de que una vez completados satisfactoriamente el o la profesional en derecho pueda calificarse a sí misma como "certificada".

La colegiación obligatoria, por otro lado, implica que, en el caso particular del derecho, todo abogado que quiera dedicarse a la práctica jurídica2 deba vincularse a un colegio profesional para poder hacerlo, es decir, sería un requisito adicional a los ya contemplados para poder ejercer. Por lo general, los colegios profesionales tienen como objetivo articular y velar por los ideales de la profesión (Oscar Cruz Barney, 2020, p. 71). Lo anterior implica que tendrían varias y diversas funciones: promover cursos de actualización, foros de discusión académica, proyectos para mejorar los servicios de los profesionales del derecho y la administración de justicia, diseñar códigos de ética profesional y velar por su cumplimiento entre otras.

Para los promotores de la colegiación obligatoria, ésta resulta ser una herramienta idónea tanto para garantizar el ejercicio profesional independiente como para asegurar la calidad de los servicios prestados por los profesionistas. Sus promotores argumentan que el hecho que no sea obligatoria dificulta la implementación de reglas generales3, 4 para el adecuado ejercicio profesional lo cual repercute en la calidad y en el control para el cumplimiento de las obligaciones de las y los abogados (Oscar Cruz Barney et al., 2013). La presunción acá es que una vez que exista la colegiación obligatoria, habrá estándares más altos de calidad, reglas más claras y precisas y, presuntamente, una mayor vigilancia a la forma en que se comportan quienes ejercen la abogacía ya sea porque los mismos colegios investigan y sancionan de oficio, o porque los usuarios acuden a ellos.5

Los colegios de abogados no sólo se preocupan por el bienestar de los usuarios, también tienen una preocupación acerca del cumplimiento de la misión de la profesión de dar asesoría y representación jurídica libre de presiones tanto del Estado, como de los clientes. Es decir, los colegios buscan preservar la autonomía de los y las abogadas la cual se considera imprescindible para un buen ejercicio del derecho (Juan Manuel Rozas Bravo, 2013, p. 57). Los promotores de la colegiación obligatoria consideran que la mejor forma de tener esa autonomía es por medio de la auto-regulación, es decir, que sean los mismos que ejercen la abogacía los que se vigilen entre ellos: ceder el control al Estado (por ejemplo encargarlo a los jueces) puede ser peligroso pues se corre el riesgo de que los jueces castiguen a las y los abogados arbitrariamente a fin de disuadirlos de representar causas que, por X o Y, la Judicatura o el Estado pueda considerar como "sospechosas" o "peligrosas". Oscar Cruz Barney (2013, pp. 80 y 81) aborda como la posición de la abogacía independiente y organizada mediante la colegiación puede que no sea necesariamente cómoda para el Estado; por otro lado, ceder el control a los clientes puede implicar no sólo, falta de experticia y conocimiento sobre cómo deben comportarse los y las abogadas, sino también, un potencial abuso de los clientes sobre los profesionales, en el sentido de exigir una práctica del derecho que desconozca los límites de lo legal y éticamente permitido en la representación y asesoría jurídica. Es decir, poner en riesgo la defensa de lo público a costa de la defensa de intereses privados (Oscar Cruz Barney, 2015, p. 100).

Cabe destacar, según la propia normatividad, que los colegios no intervendrán en política o religión (Ley Reglamentaria, art. 48) y si bien juegan un papel fundamental para la actualización de los profesionales no deben ser competencia para las universidades ya que no pretenden ser instituciones educativas superiores. Tampoco deben verse como un negocio pues su fin no es lucrativo.

II. Tres aportes a la discusión sobre regulación de las y los abogados

El impacto social que tiene el trabajo de los y las abogadas es indudable. Reconocer esto implica aceptar la necesidad de regular la forma en que llevan a cabo su trabajo. En este sentido compartimos plenamente la preocupación por construir y poner en marcha de manera pronta los mecanismos necesarios para balancear y proteger de la mejor forma posible todos los intereses que están en juego en el ejercicio del derecho.

Los aportes que haremos a continuación tienen como propósito invitar a ver el proyecto de regulación como uno complejo. Creemos que este proyecto necesita un análisis más cuidadoso y minucioso que el que se le ha dado hasta ahora. El ímpetu y el deseo por hacer un aporte mediante su implementación es clave para movilizar fuerzas que apoyen el proyecto; no obstante, estimamos que las buenas intenciones no pueden llevarnos a desconocer la complejidad del problema y los múltiples retos inmersos en él.

Como señalamos al inicio, los aportes que hacemos no son originales; son ideas y discusiones adelantadas por académicos estadounidenses entre 1980 y 1990. Aunque ya son reflexiones "viejas" en la academia jurídica estadounidense, son nuevas en la academia jurídica mexicana (y latinoamericana) que ha investigado muy poco sobre la regulación y la ética profesional de los y las abogadas. Los tres aportes que haríamos podrían entenderse mejor bajo tres preguntas. Cada una de ellas encontrando una respuesta determinada en cada autor que expondremos: ¿para qué regulamos a los y las abogadas? (Richard Abel, 1981), ¿De qué hablamos cuando hablamos de independencia de las y los abogados y cómo podemos perseguirla? (Robert Gordon, 1988) y, por último, ¿cuál es el mejor mecanismo para regular a los y las abogadas? (David Wilkins, 1992).

1. ¿Para qué regulamos a los y las abogadas?

La necesidad de regular el ejercicio profesional de las y los abogados dada su relevancia social es indudable. No obstante, es necesario observar cuidadosamente el proceso de profesionalización y regulación pues, sus fines originales pueden terminar siendo pervertidos en el proceso de implementación y la medicina puede terminar siendo peor que la enfermedad. La mirada crítica a los proyectos de profesionalización no es novedosa en la academia jurídica. Trabajos como el de Richard Abel, basado en la sociología de las profesiones de Magali Larson (1977), ya lo han hecho. Por ende, nuestro objetivo, como señalamos al inicio de este texto, no es desarrollar una mirada novedosa. Nuestro objetivo, más modesto, pero no por eso menos urgente, es traer a la discusión mexicana algunas ideas y argumentos que ya han sido advertidos en otros lugares.

Richard Abel (1981) formula una pregunta que puede parecer tonta, pero termina siendo crucial al momento de pensar en la profesionalización y las ideas que vienen aparejadas con ella como la colegiación y la certificación. Su pregunta es ¿por qué, en el caso de la profesión jurídica estadounidense, la American Bar Association (ABA) emplea tantos recursos, tiempos y esfuerzos promulgando reglas que apunten a promover la conducta ética de quienes ejercen la abogacía? La pregunta puede catalogarse como tonta porque su respuesta parece ser obvia: promover un ejercicio ético del derecho y así proteger mejor los derechos e intereses de los ciudadanos cuando interactúan con ya sea como sus clientes, contraparte o terceros no directamente implicados. Gran parte del trabajo de Richard Abel (1981), consiste entonces en demostrar que en realidad las normas jurídicas que pretenden regular las conductas de las y los abogados en realidad no logran hacerlo y tampoco buscan hacerlo.

Demostrado esto, la pregunta se hace más acuciosa. ¿Por qué entonces tanto empeño, esfuerzo y recursos en un proyecto que no logra lo que promete? Para Richard Abel, lo que persiguen las normas y el proyecto de profesionalización no es una práctica ética del derecho o una mayor protección a los derechos de los ciudadanos frente al poder que ostentan los y las abogadas y la asimetría de información que existe en la relación abogado-cliente. El objetivo real de la profesionalización y la proliferación de normas, comités regulatorios y demás, es legitimar el monopolio que quienes ejercen la abogacía tienen sobre la práctica jurídica y así asegurar un nicho de mercado (ingresos económicos) y un alto estatus social para la profesión jurídica (Richard Abel, 1981).

No desarrollaremos a detalle la argumentación de Richard Abel pues creemos que para esos efectos resulta mejor consultar su trabajo directamente, no obstante, explicaremos a grandes rasgos su argumento.

Richard Abel señala que es equivocada la creencia que asume que los códigos de ética, barras de abogados, procedimientos sancionatorios, tienen como fin garantizar una práctica "más ética" del derecho. Esto ocurre por tres distintas razones: porque las normas en realidad no indican a quienes ejercen la profesión jurídica cómo comportarse frente a los dilemas éticos con los que se cruzan, porque (incluso si dijeran cómo deben comportarse) no son interiorizadas por las y los abogados y porque (incluso si fueran interiorizadas) en los casos donde algún abogado o abogada se apartara de la conducta que exigen, éstas por lo general no acarrean una sanción aún a pesar que existen mecanismos y órganos facultados para sancionar estas conductas (Richard Abel, 1981). Es importante señalar que, el argumento que desarrolla Richard Abel se basa en el estudio empírico que ha hecho de la profesión jurídica estadounidense y la ABA.

Lo anterior implica dos cosas: primero que pensar que lo que ha ocurrido allá, ocurrirá necesariamente en cualquier otro país o contexto de manera idéntica no es necesariamente cierto pues son contextos diferentes; segundo, que a pesar de lo anterior, es necesario reconocer que en todo caso sí puede ser medianamente predictivo de lo que ocurrirá en otros lugares y proyectos similares al menos por dos razones: porque aun a pesar de variaciones en los sistemas procesales (sistemas inquisitivos, acusatorios o mixtos) el rol de quienes ejercen la abogacía y los dilemas éticos a los que se enfrentan son muy similares (Sergio Anzola Rodríguez, 2019) y porque una de las jurisdicciones que ha hecho mayores esfuerzos por regular la profesión es la estadounidense la cual ha desarrollado múltiples reglas, cánones, jurisprudencia, teoría y doctrina al respecto. El que haya sido una jurisdicción prolífica en la regulación de los y las abogadas y su estudio no quiere decir que sea mejor, pero sí quiere decir, por lo menos, que ha tenido más debates y más experiencia en el asunto, y sólo por eso, ya valdría la pena prestar atención a lo que allí ha ocurrido.

Richard Abel afirma que las normas no tienen un impacto real sobre la conducta de los y las abogadas por la forma en que están diseñadas y redactadas. Para que una norma incida en la conducta de una persona, ésta tiene que indicar de manera clara y concisa la conducta que se espera de esa persona cuando se encuentre frente a determinada situación. Entre más vaga y menos concreta sea la redacción de la norma, menos capacidad tendrá para incidir sobre la conducta de la persona a la que va dirigida. La gran mayoría de normas que regulan el actuar de las y los abogados se caracterizan precisamente por esa vaguedad y falta de precisión. Cuando se da el caso opuesto; es decir, cuando las normas parecen sugerir una conducta clara y discernible, el mismo código contempla una serie de estándares o calificativos que permiten reinterpretar la orden que, en un primer momento, pareció ser clara. Esto es, los códigos de ética parecen contener siempre una válvula de escape que no permite determinar de manera clara la conducta que se espera de un abogado (Richard Abel, 1981).

Otro problema propio de las reglas es que éstas no regulan situaciones, escenarios y roles donde hay muchísimos dilemas éticos. Si estos escenarios existen y todos somos conscientes de ellos, pero aun así las normas no los regulan, el argumento según el cual la promulgación de códigos y tribunales de ética apunta a proveer una abogacía "ética" es falso.6

Un problema adicional identificado por Richard Abel en el argumento de las normas como promotoras de una abogacía ética es la irrelevancia de las normas en la conducta de los y las abogadas. Para poder afirmar que una conducta determinada ocurre porque así lo ordena un código de ética, esa conducta debe obedecer no a la moralidad común sino, en realidad, a lo que ordena el código de ética. El problema en identificar esta causalidad (es decir que quienes ejercen la abogacía actúan éticamente porque el código de ética se los ordena y no por otra razón) se debe a que muchas disposiciones de los códigos de ética se limitan simplemente a señalar pautas de conducta obvias que deben regular no sólo la conducta de quienes ejercen la abogacía, sino de cualquier persona: no mentir, hacer el trabajo diligentemente, informar a mi cliente sobre los desarrollos de su caso, no sobornar ni coaccionar a otros para que hagan algo a favor mío o de mi cliente, etcétera (Richard Abel, 1981).

En resumen, el problema con el diseño y redacción de las normas de la ética profesional de las y los abogados es que pecan por defecto (lo que en inglés denominan underinclusive) al no regular todos los escenarios complejos, o al no indicar claramente la conducta que se espera, y pecan por exceso (lo que denominan overinclusive), es decir, simplemente son una moral común codificada, es decir, nos ordenan hacer cosas que ya tenemos interiorizadas y que obedecemos no porque sean derecho positivizado sino simplemente porque sus órdenes ya son parte de nuestra moral común.

Además de los problemas que Richard Abel encuentra en el diseño y redacción de las normas proferidas por la ABA, argumenta que, en el contexto estadounidense son pocos los esfuerzos por garantizar que los y las abogadas conozcan y aprendan dichas normas (Richard Abel, 1981). Por lo general, los cursos de ética profesional en las facultades de Derecho terminan siendo cursos de relleno y las reglas son memorizadas para contestar exámenes y posteriormente son fácilmente desechadas. Tampoco hay esfuerzos sistemáticos ni obligaciones reales de tomar cursos de actualización o de evaluar periódicamente el conocimiento que se tiene sobre estos temas.

Por otro lado, Richard Abel encuentra que los controles al cumplimiento voluntario y coercitivo no son efectivos.7 Aunque es un lugar común afirmar que las y los abogados tienen un interés por ser percibidos dentro del gremio profesional como practicantes éticos que cumplen con los valores y normas jurídicas que rigen el ejercicio profesional, la verdad pareciera ser que la profesión (o al menos sectores significativos de ella) ejercen presión social para que los y las abogadas actúen en contravía de ellas. Según Richard Abel (1981), las y los abogados no sienten una presión real para cumplir las normas de conducta, por el contrario, la presión que sienten parece llevarlos a querer hacer más dinero, ganar los casos a toda costa y ser percibidos como "ganadores" por sus colegas. La ética parece más etiqueta que convicción real.

Si el escenario del cumplimiento voluntario no es halagador, el escenario del cumplimiento coercitivo es aún más gris. Richard Abel (1981) encuentra que, en el contexto estadounidense, son pocos los casos investigados y las sanciones efectivamente impuestas a abogados y abogadas. Las conductas violatorias de las normas del código de ética son pocas veces percibidas por los ciudadanos lo que hace que haya pocos casos decididos pues hay muy pocas denuncias que activen los mecanismos de investigación. En los pocos casos que son estudiados, pocas veces se considera que efectivamente hubo una violación al código de ética, o, cuando se encuentra alguna conducta indebida, el mismo código, dada su vaguedad e indeterminación, termina encontrando alguna excepción o justificación a la conducta. Por último, cuando efectivamente se interpone una sanción, esta tiende a ser pequeña o insignificante.

En el caso norteamericano, la proliferación de reglas y estructuras tendientes a vigilar el profesionalismo y conducta ética de las y los abogados no obedece realmente a garantizar un mejor servicio y una protección a los derechos de los clientes como lo vería la sociología funcionalista de Parsons y Durkheim, sino simplemente a asegurar un control del mercado de los servicios jurídicos. Cualquier ocupación en un sistema capitalista buscará controlar los mercados a los que vende sus servicios (Richard Abel, 1981). Las profesiones aspiran a controlar la oferta de servicios controlando la producción de productores (es decir, la producción de quienes ejercen la abogacía) y la producción de servicios (es decir, la prestación de servicios jurídicos). Entre menos abogados y abogadas haya, y, entre menos oferta de servicios jurídicos exista, las y los abogados que se encuentren mejor posicionados al interior de la profesión asegurarán su trabajo y los altos honorarios que serán una consecuencia de la poca oferta junto con la alta demanda.8

Las normas sobre la ética profesional de los y las abogadas, además de tratar de asegurar un control de la prestación de servicios (cosa que en últimas logran apenas de manera parcial como el mismo Richard Abel señala) fungen una función importante como medio de legitimación, pues son un intento (fútil pero simbólicamente intento, al fin y al cabo) de las y los abogados de la élite para convencerse de que se han resuelto los dilemas éticos de la profesión y que pueden hacer el bien, mientras se hacen ricos (do well while doing good) (Richard Abel, 1981). En una profesión donde los dilemas éticos son ubicuos y donde la población general ve a los y las abogadas sino como sujetos inmorales, al menos sí como amorales, los códigos de ética tratan de convencer a los propios abogados y a los ciudadanos de que en realidad sí hay una voluntad por hacer las cosas bien y que esa voluntad no es sólo política, sino que se ve materializada en reglas jurídicas, barras y colegios de abogados que pueden aplicarlas y sancionar a los que se aparten de ellas.

El problema, en todo caso, es que la función es puramente simbólica pues los códigos de ética no solucionan los dilemas éticos, simplemente los describen recogiendo en sus normas todos los valores en tensión, pero sin indicar por cual se debe optar al momento de llegar a una situación dilemática. Que los dilemas éticos no se resuelvan en el código no es algo necesariamente malo, al fin y al cabo, puede resultar mejor dejar que el juicio sobre el cuál es la conducta correcta sea más contextual que categórico como sugiere William Simon (1988); lo que sí está mal, y hacia dónde se dirige la crítica de Richard Abel, es a atribuir a los códigos de ética, y en general a los proyectos de profesionalización, más de lo que son capaces de lograr sin reconocer el lado oscuro que puede esconderse detrás de ellos.

2. ¿De qué hablamos cuando hablamos de independencia de las y los abogados y cómo podemos perseguirla?

El fomento y garantía de independencia de quienes ejercen la abogacía es uno de los principales objetivos de los proyectos de colegiación obligatoria en México. Sus promotores consideran a los colegios de abogados como el medio idóneo para garantizar la libertad y la independencia en el ejercicio de la profesión ( Oscar Cruz Barney, 2020). Incluso, organizaciones internacionales que agrupan a los colegios de los profesionales del derecho, ponen en relieve como uno de sus objetivos, preservar la independencia de quienes ejercen la abogacía (Oscar Cruz Barney, 2020). La Propuesta de Ley General para el Ejercicio de la Abogacía menciona como uno de los derechos de quienes ejercen la abogacía recabar y contener de todos los órganos corporativos la protección de su independencia y lícita actuación profesional (Ley General para el Ejercicio de la Abogacía, art. 37, Oscar Cruz Barney, 2020) y, como una obligación, la de denunciar al colegio cualquier atentado a la libertad, independencia o dignidad de un profesionista o de cualquier miembro de su actividad profesional en el ejercicio de sus funciones (Ley General para el Ejercicio de la Abogacía, art. 38, Oscar Cruz Barney, 2020). Para los promotores de la ley la independencia y libertad de las personas que ejercen la abogacía redunda en beneficio de la sociedad y del adecuado ejercicio profesional del derecho (Ley General para el Ejercicio de la Abogacía, art. 66, en Oscar Cruz Barney, 2020).

Según lo anterior la independencia en el ejercicio profesional del derecho parece ser un valor fundamental para la profesión jurídica. Dada la centralidad de este concepto, y basándonos en discusiones y debates que ya han ocurrido en otros lugares y contextos, quisiéramos señalar que al hablar de manera genérica sobre la "independencia de los abogados y abogadas" podemos estar refiriéndonos a distintos tipos de independencias, distintos focos de amenaza a esas independencias, y cada aspiración por "independencia" puede obedecer a razones distintas y requerirá de estrategias o mecanismos distintos para su protección. Al final, puede ser que encontremos razones válidas para apoyar la independencia en cualquiera de sus múltiples variantes. No obstante, creemos que, para tener una mayor claridad conceptual y una discusión más rica alrededor de los proyectos de colegiación y certificación, es conveniente "desempacar" el concepto genérico de independencia y verlo en sus distintas facetas.

El texto en el cual nos basamos e inspiramos para invitar a esta observación minuciosa es el artículo seminal de Robert Gordon The Independence of Lawyers escrito en 1988. En este texto el autor hace un esfuerzo por descifrar a qué se han referido históricamente los y las abogadas estadounidenses al momento de hablar sobre su independencia profesional y cómo han tratado de perseguirla y fomentarla. El texto comienza señalando que bajo la sombrilla de "independencia" pueden caber por lo menos 3 fenómenos distintos: i) independencia regulatoria; ii) independencia sobre las condiciones de trabajo; iii) independencia política. La independencia que a él le interesa entender en su desarrollo histórico es la última, la independencia política de quienes ejercen la abogacía.

A continuación, nos referiremos brevemente a cada una de ellas a fin de mostrar la complejidad que puede subyacer a un término que en México puede estar leyéndose de distintas formas por distintos actores sin que nos percatemos de ello.

Siguiendo a Robert Gordon (1988), por independencia regulatoria nos podemos referir a la prerrogativa que tiene la profesión jurídica para regular sus propias prácticas de manera autónoma sin intromisión alguna de personas externas a la profesión. La independencia regulatoria puede entenderse como un intercambio de favores (no necesariamente justo o equitativo) entre el Estado y un grupo profesional: a cambio de que la profesión jurídica preste sus servicios a la sociedad, a ella se le otorga el beneficio público de autorregular sus prácticas. De esta forma a las abogadas y los abogados se les asigna (por medio de un monopolio que limita el acceso de los legos a las cortes o simplemente mediante la tecnificación de la disciplina jurídica que dificulta el acceso a las cortes para los legos) la responsabilidad de representar a las personas en sus asuntos jurídicos. A cambio de la prestación de este servicio (que no es gratuito y que, al contrario, lucra a los y las profesionales del derecho y sólo en situaciones muy específicas y limitadas se presta como un servicio público) el Estado permite que la profesión jurídica auto regule su práctica: en términos concretos que determine los controles de acceso (quién es abogado, qué requisitos deben cumplirse para ser abogado, qué se define como práctica jurídica, etcétera) y supervisión y permanencia (qué es una representación adecuada, qué entra y qué no entra bajo el secreto profesional, cómo se reparte la toma de decisiones entre abogado y cliente, qué tipo de sanciones deben aplicarse a los infractores de deberes profesionales, etcétera). Esta lógica se sostiene no sólo con base en el intercambio de favores, sino también bajo la idea según la cual, dada la asimetría de conocimiento frente al derecho entre los profesionales del derecho y las personas que no son abogadas, resulta difícil evaluar la calidad del servicio prestado por un abogado sin ser también abogado. El desempeño de un experto, los procesos de formación que deben seguir los que quieren ser expertos algún día, sólo pueden ser definidos y evaluados por los mismos expertos. En este sentido, la tecnificación del campo jurídico y la experticia requerida para desempeñarse en él termina justificando la independencia regulatoria. Permitir que personas no familiarizadas con el derecho determinen los requisitos para el ejercicio y la calidad en el ejercicio puede ser no sólo injusto (se juzgaría con estándares equivocados) sino además peligroso pues podría poner en riesgo el buen desempeño profesional.

Pasando al segundo concepto de independencia, nos referimos a la independencia o autonomía sobre las condiciones de trabajo, la ausencia de injerencia sobre la forma en que una abogada o abogado determina cómo llevar a cabo su trabajo ( Robert Gordon, 1988). Esta independencia supone entonces que si bien el cliente determina los objetivos que su abogada o abogado debe perseguir, el profesional es quien decide de manera independiente dos cosas: primero, si toma o no el caso (no está obligada por ley a llevar todos los casos que lleguen a su despacho), y decide, de manera independientemente, los medios adecuados bajo el marco de la ley para lograr el fin encargado por su cliente. Bajo esta luz, la independencia significa entonces, un espacio vedado a terceros donde la persona profesional del derecho decide libre de cualquier presión, cómo llevar a cabo su trabajo. Esta independencia protege su labor intelectual y el desarrollo de sus tareas materiales de interferencias del propio cliente, del juez, de superiores jerárquicos, de otros abogados o de barras de abogados o colegios de profesionistas. Esta independencia se materializa en la libertad que tendría el o la abogada para determinar, entre otras cosas, las pruebas a aportar, los testigos a interrogar, las preguntas a formular y los argumentos que se esgrimirán. Se supone que esta independencia es necesaria por el desconocimiento que tendría el cliente sobre los medios y técnica jurídica para alcanzar sus objetivos, y también porque personas externas a la relación abogado-cliente que no deberían conocer el caso, dada la confidencialidad y confianza que rige la relación abogado-cliente, no tendrían la información necesaria ni la autorización del cliente, para determinar cómo llevar a cabo la representación jurídica de sus intereses.

Para Robert Gordon (1988) es comprensible que la profesión jurídica persiga afanosa e insistentemente estos dos tipos de independencias. Tanto la independencia regulatoria como la independencia frente a las condiciones de trabajo otorgan a la profesión jurídica prerrogativas que les reportan beneficios significativos: tienen un monopolio en la prestación de servicios jurídicos que garantiza la protección de su mercado frente a competidores externos y, además, la misma profesión jurídica determina de manera exclusiva la manera en que debe evaluarse la prestación de sus servicios. Leído de esta forma, es decir, pensando exclusivamente en los beneficios que estas independencias reportan a los profesionales del derecho, la búsqueda de ellas puede verse con suspicacia pues dan demasiado poder a la profesión y la dejan exenta de supervisión externa. Atendiendo a esto, estas independencias también se justifican de cara a los intereses de los clientes sosteniendo que sin ellas se puede poner en riesgo, no sólo la prestación de servicios técnicos y expertos a los clientes, también el ambiente de confianza y confidencialidad que, se argumenta, es necesario para una adecuada representación de los intereses del cliente.

La tercera noción de independencia, la que desarrolla a fondo Robert Gordon (1988), es la independencia política de las abogadas y los abogados. Para él, esta independencia se caracteriza por los beneficios que reportaría, no sólo a abogados y clientes, sino en términos sociales y políticos a la sociedad en general. Para explicar lo que él entiende por independencia política, hace una descripción de dos visiones de la abogacía que permiten acercarse con mayor precisión a su definición de independencia política. La práctica de la abogacía puede verse desde dos visiones: una liberal que considera que la principal amenaza a la independencia de las y los abogados viene del Estado, y una visión pública que considera a los clientes como principal amenaza para la asesoría jurídica independiente.

En la visión liberal, se considera que la defensa de los derechos individuales de las personas, principalmente cuando es el Estado el que amenaza con vulnerarlos, requiere que las abogadas y los abogados puedan defender los derechos de sus clientes exentos de cualquier presión o control por parte del Estado. Como acertadamente indica Robert Gordon (1988), este argumento llevado al extremo carece de sentido. Cualquier persona que crea decididamente en la importancia de una defensa libre de controles y presiones del Estado, aceptará en algún punto, que el ejercicio de esa defensa debe hacerse dentro de un marco regulatorio y siguiendo determinadas reglas de la ética profesional. Por ende, la discusión no es una de libertad vs. regulación, sino sobre la forma y contenido de la regulación, porque esta es siempre necesaria.

Los partidarios de la visión liberal sugieren que la regulación debería permitir a quienes ejercen la abogacía (sobre todo a los abogados defensores en materia penal) un amplio margen de discreción para determinar por sí mismos qué tanto deben colaborar con la administración de justicia ( Robert Gordon, 1988). Esta visión supone que la mejor manera de proteger los derechos de todas las personas es por medio de una defensa parcializada de sus derechos donde el abogado de cada parte explota los errores del contrario, los vacíos y contradicciones de la ley y la interpreta de la forma que más beneficie a su cliente. La parcialidad de cada abogado, sumado al rol del juez que funge como garante del debido proceso e igualdad de armas garantiza, aparentemente, el resultado más justo. Para que esta visión pueda materializarse la injerencia del Estado sobre la labor de los abogados y las abogadas debe ser mínima. Las reglas que guían el actuar profesional deberían limitarse a prohibir las tácticas o actuaciones abiertamente ilegales como los sobornos, fabricación o destrucción de pruebas. De ahí en adelante, cualquier regulación adicional como, por ejemplo, una que contemple determinada obligación de compartir con el juez o la contraparte información relevante para el caso, sería vista como una injerencia sospechosa sobre la independencia requerida para el ejercicio profesional.

Del otro lado, la visión pública de la profesión considera que, dado que los abogados no son sólo representantes de sus clientes, sino también representantes del derecho ante sus clientes, la regulación que se les aplica debería asignarles obligaciones para colaborar en la administración de justicia y consolidación del Estado de derecho. Llevada a su extremo, esta visión también pierde poder prescriptivo pues cualquier abogado, por más leal que sea a su cliente, sabe que debe respetar y seguir determinadas normas que limitan lo que puede hacer por su cliente. De nuevo, la discusión no es sobre regulación vs. libertad, sino sobre cuál debe ser el contenido y forma de esa regulación, y cuál debe ser la actitud que los abogados y las abogadas adopten frente a esta regulación, si deben tomarla en serio y tener claro sus límites, o si es una regulación a la que podrían buscarle vacíos y contradicciones a ser explotadas para beneficio de su cliente.

Para la visión pública, la regulación del ejercicio profesional debería ir más allá de regular lo básico (prohibir sobornos, fabricación o destrucción de pruebas, etcétera) y debería regular de manera más concreta las tácticas y estrategias de quienes ejercen la abogacía: establecer la información que estarían obligados a revelar a la contraparte y al juez aun cuando ésta pueda perjudicar a su cliente, establecer límites claros a la forma en que se pueden interpretar las normas, delimitar claramente las demandas o recursos judiciales frívolos, etcétera. Esta regulación limitaría entonces lo que puede hacer un abogado por su cliente. Al estar obligado por la ley a comportarse de determinada manera en la defensa de los intereses de su cliente, el abogado estaría justificado en moderar la parcialidad e intensidad que exhibe en la defensa de su cliente, no por falta de interés o por convicciones personales, sino por respeto a la ley.

Tanto los abogados y las abogadas que simpatizan con la visión pública como los que simpatizan con la visión liberal, encuentran un punto de encuentro sobre la necesidad de mantener cierta independencia frente a sus clientes. Este punto de encuentro yace en la práctica y en el ejercicio cotidiano del derecho y se materializa en deberes, consejos o máximas del tipo: no desarrollar lazos emocionales con el cliente, no creer absolutamente todo lo que el cliente dice, etcétera (Robert Gordon, 1988). Esta independencia frente al cliente parece ser aceptada y poco problemática. Sin embargo, la idea de independencia que Robert Gordon quiere empujar es aquella que, en su opinión, está cristalizada en el numeral E de la Regla 3.4 del Model Rules of Professional Conduct de la American Bar Association (2020). La traducción al español del título de esta regla podría ser "Lealtad con la contraparte y su abogado". El numeral E dice lo siguiente:

Durante un juicio un abogado no debe aludir a cualquier asunto que el abogado no crea razonablemente que sea relevante o que no esté respaldado por evidencia admisible, afirmar el conocimiento personal de los hechos en cuestión, excepto cuando testifique como testigo, o expresar una opinión personal sobre la justicia de una causa, la credibilidad de un testigo, la responsabilidad de un litigante civil o la culpa o inocencia de un acusado. (Cursiva fuera del texto original)

A Robert Gordon (1988) le interesa de manera específica la obligación que tienen las abogadas y los abogados de abstenerse de expresar su opinión sobre la justicia de una causa, la credibilidad de un testigo o la responsabilidad de un litigante o inocencia de un acusado. Esta regla tiene un propósito evidente y es preservar la efectividad y credibilidad de los abogados y las abogadas como defensores de distintos clientes y distintas causas. Se supone que, para garantizar adecuadamente el acceso a la justicia y la representación y defensa de los derechos de todas las personas, las y los abogados no deben identificarse en exceso con sus clientes y causas. Se aconseja una cierta separación entre la causa, cliente y abogado. Si un abogado se identifica de manera muy estrecha con un determinado grupo de clientes o causas, esto puede mermar su capacidad para defender en un futuro a personas que podrían ser contrapartes de sus clientes.

Por ejemplo, un abogado laboralista dedicado la defensa judicial de un empleador, que manifieste como opinión personal (no como alegato jurídico o en su rol de abogado litigante) que su cliente siempre ha tenido la razón y que es víctima de ataques injustificados y falsos por parte de los empleados que lo demandan, comprometería su capacidad para defender de manera efectiva, en un futuro, los derechos de empleados no sólo de quien fue su cliente (el empleador), sino de otro tipo de empleados en general. Esto ocurriría porque su opinión sugeriría no sólo que prestaba sus servicios técnicos y jurídicos, sino que, además, tenía una convicción íntima y personal en la justicia de la causa de su cliente, y posiblemente (dependiendo del caso), de la causa de los empleadores como gremio. La expresión de esta convicción personal menoscabaría la prestación futura de servicios profesionales.

Lo que esta regla sugiere es que, si bien las capacidades técnicas y profesionales de los abogados y abogadas están a la venta, sus convicciones políticas y personales no lo están y no lo deberían estar (Robert Gordon, 1988). Los servicios de representación que compra el cliente se restringen al campo jurídico y su representación técnica. Las convicciones personales del abogado deben quedar a salvo de la comercialización a efectos de poder ser empleadas de manera adecuada, no sólo para otros clientes futuros, sino en la vida pública. Por ejemplo, cuando una reconocida abogada o abogado dedicada al derecho corporativo se identifica en exceso con su cliente y defiende sus intereses con ahínco no sólo por medio de su representación jurídica, sino también en la cotidianidad mediante pronunciamientos de índole personal, se corre el riesgo de que las convicciones personales de esa abogada o abogado sean devoradas por su rol profesional. De esta forma, por ejemplo, el o la abogada hipotética a la que hacemos referencia podría verse impedida de participar u opinar sobre asuntos regulatorios que tengan que ver con la línea de negocios de su cliente. Dicho impedimento no se limitaría a un plano legal como cuando se configura una inhabilidad o un conflicto de interés, sino que incluso podría implicar la pérdida de agencia de la o el abogado, la anulación de su "persona pública", su falta de interés en participar en la vida pública de la sociedad, o al menos, la suspicacia de que en realidad no habla basada en sus convicciones personales y su conocimiento técnico, sino en intereses económicos.

Robert Gordon (1988) alude a la independencia política de las y los abogados como la salvaguarda de esa esfera íntima y personal, a pesar de un ejercicio profesional que implica necesariamente la representación de intereses de terceros. Resulta vital que la vida profesional no impida o limite sobremanera su participación en la vida pública. La preocupación por la participación de los y las abogadas en la vida pública, como bien señala Robert Gordon, es herencia del movimiento federalista y las ideas de Tocqueville. La fe en los abogados y abogadas como una élite burguesa, racional y capaz de frenar los impulsos contradictorios de sectores dispares de la sociedad era una impronta del pensamiento de las abogadas y abogados federalistas.9 Traer dichos ideales a la práctica contemporánea del derecho resulta difícil por los cambios sociales ocurridos no sólo en la sociedad en general, sino también en la composición de la profesión jurídica. Además, el proyecto de concebir a las y los abogados como una élite ilustrada y con unas habilidades superiores al resto de los ciudadanos para participar de manera más intensa en la vida pública resulta antidemocrática. No obstante, tampoco es menos cierto que por la formación que reciben, por los trabajos que realizan y por las posiciones de poder y relevancia en el ámbito social, económico y político, aun hoy los y las abogadas siguen siendo actores sumamente relevantes no sólo para defender los intereses de sus clientes sino para dar respuesta a las necesidades y problemáticas sociales dejando a un lado las facciones e intereses comúnmente representados y defendidos en su trabajo jurídico.

Como demuestra esta descripción muy corta del artículo de Robert Gordon (al cual no hacemos justicia pues es mucho más rico de lo que acá podemos demostrar), es evidente que usar la palabra "independencia" de manera genérica no permite tener claridad conceptual sobre el fenómeno específico al cual nos queremos referir. Tener esta claridad y definir de manera clara, qué tipo de independencia es la que se busca promover facilitará el diseño de estrategias para alcanzarla, así como el análisis crítico. Este último punto, el del análisis crítico, es sumamente importante pues el lector cuidadoso y suspicaz, ya se habrá percatado, no sólo de las virtudes que pueden subyacer detrás de los tres conceptos de independencia, sino también de las críticas que pueden hacérsele a ellas. Creemos que esta distinción, que invita a hacer Robert Gordon, es urgente en el debate de la colegiación y profesionalización en México.

3. ¿Cuál es el mejor mecanismo para regular a los y las abogadas?

Por lo general, las iniciativas y discusiones respecto a la regulación del ejercicio profesional de la abogacía asumen que la única (o si no la mejor) forma de regular a los y las abogadas es mediante el establecimiento de un cuerpo de profesionales del derecho (en el caso mexicano, los colegios de abogados) que con base en su conocimiento interno de la profesión y unas reglas (código de ética) investigan a los colegiados con base en quejas formuladas por clientes, otros abogados y abogadas o, en algunos casos, terceros interesados.

Este lugar común es cuestionado por David Wilkins (1992), quien escribe desde un contexto donde, por el contrario, existen múltiples mecanismos de control al ejercicio profesional del derecho. El objetivo de David Wilkins es demostrar la importancia que tiene el contexto particular en el que los abogados y abogadas se desempeñan a fin de poder evaluar cuál de esos distintos mecanismos de regulación garantiza de mejor forma los dos elementos que toda regulación del ejercicio profesional de la abogacía persigue: independencia profesional (frente al Estado y frente al cliente) y cumplimiento de las normas que la regulan.

Si bien el contexto histórico en el que David Wilkins escribió su artículo pudo tener el efecto de identificar las virtudes y limitaciones de cada uno de los distintos mecanismos de control existentes, traer sus ideas al contexto mexicano puede resultar útil para expandir la imaginación y, con base en experiencias de otras latitudes, ver qué problemas resuelve de manera adecuada y eficiente la colegiación obligatoria, y qué problemas deja sin resolver, los cuáles nos obligarían a pensar en otra serie de mecanismos concurrentes que garanticen la prestación adecuada de servicios jurídicos en todos los contextos y para todo tipo de usuarios e interesados.

David Wilkins (1992) identifica cuatro mecanismos de control al ejercicio profesional en el contexto en el que él escribe:

  1. Controles disciplinarios. Este control se ejerce por las cortes federales de cada Estado con base en las reglas de responsabilidad y ética profesional adoptadas también por cada corte federal. Comúnmente, las reglas adoptadas por cada Estado se basan en las reglas modelo sugeridas por la ABA. Aunque con diferencias importantes, este control es el que más se asemeja al que ejercerían los colegios de abogados en México. Este control apunta a disciplinar a las abogadas y abogados mediante la imposición de sanciones que pueden ir desde amonestaciones formales hasta perder la licencia para practicar. Estas sanciones tienen como fin preservar un bien público (una profesión jurídica competente, ética y responsable) por medio de la disuasión y el castigo. Generalmente, estas investigaciones se adelantan con base en quejas que pueden interponer los clientes, otros abogados y abogadas o terceros interesados.

  2. Controles de responsabilidad civil. Este control se ejerce mediante demandas de responsabilidad civil por casos de mala praxis. La activación y uso de este control está limitado al cliente que decide demandar a su exabogado (y que cuenta con los recursos económicos, disposición y tiempo para hacerlo). En este caso lo que normalmente se busca es una indemnización por los daños causados.

  3. Controles institucionales. Este control es practicado por la institución con la cual el abogado interactúa. Dicho control se puede ejercer en y por distintos foros: por ejemplo, un juez laboral puede sancionar a un abogado que representa a una de las partes por considerar que actuó de mala fe. Asimismo, la agencia encargada de la recaudación de impuestos puede sancionar a un abogado que representa a un ciudadano en una reclamación por estimar que su interpretación de la ley fue un abuso del derecho. Este control tiene como objetivo garantizar el correcto funcionamiento del procedimiento (administrativo o judicial) con el fin de que se garantice una defensa técnica de los derechos de los ciudadanos, pero, dentro de los límites de la ley y sin trastocar o afectar la función social que está llamada a cumplir la entidad ante la cual el abogado ejerce la representación. Este control se ejerce de manera directa por una dependencia interna de la entidad ante la cual está operando el abogado.

  4. Controles legislativos. Cualquier otro tipo de órgano o entidad creada por la rama legislativa que tenga como fin ejercer vigilar la conducta de las y los abogados.

El trabajo de David Wilkins (1992) consiste entonces en analizar qué tan bien funciona cada uno de estos cuatro mecanismos a la luz de dos tipos de argumentos: la independencia que logran garantizar a los y las abogadas, y su efectividad para lograr cumplimiento (entendiendo que un alto índice de cumplimiento es deseable siempre y cuando los costos no superen los beneficios que se reporten).10 El punto importante que suma David Wilkins es la importancia del contexto a la hora de hacer dicha evaluación.

Hace ya bastante tiempo la profesión jurídica se diversificó. Esta diversificación se ha dado por cambios en el mercado de los servicios jurídicos. Las y los abogados pasaron de tener como clientes principalmente a personas naturales, a tener como clientes a personas morales. Estos nuevos clientes tienen otras características y requieren otros servicios: no son usuarios ocasionales de servicios jurídicos, sino que por el contrario son usuarios frecuentes, requieren servicios no sólo (o no principalmente) en la representación en pleitos judiciales sino en el desarrollo cotidiano de sus negocios, tienen una chequera más grande y además, por lo general, están más o menos familiarizados con el derecho y la asimetría de conocimiento entre ellos y sus abogados y abogadas es menor que la que existe entre un abogado y una persona natural que no interactúa frecuentemente con el derecho; incluso, dicha asimetría es casi nula porque muchas veces estos clientes contratan otro abogado (abogado in house), que es el encargado de administrar y evaluar el trabajo que prestan abogadas y abogados externos.

Esta diversificación de clientes, necesidades y servicios implica, a su vez, formas de relacionarse distintas entre quienes ejercen la abogacía y los clientes. No es igual, por ejemplo, la relación de una mujer que acude ante un abogado de familia por primera vez para demandar a su expareja por un tema relativo a la custodia de su único hijo; a la de un abogado in house de una multinacional petrolera que analiza un concepto emitido por un despacho de abogados tributaristas sobre el marco regulatorio en materia fiscal para los inversionistas extranjeros en México. David Wilkins (1992) señala que, ante la diversidad de relaciones existentes, es difícil pensar en un único mecanismo de control que logre garantizar independencia y cumplimiento simultáneamente. La diversidad de relaciones entre abogado y cliente implica, en opinión de Wilkins, diversidad de mecanismos de control sensibles y útiles a cada contexto.

Sumado al reto de la complejidad que se desprende de unas relaciones cada vez más diversas, está el reto estructural que yace en la figura del abogado: el de defender los intereses de su cliente mientras que al mismo tiempo colabora con la administración de justicia; es decir, el reto (en algunos casos más agudo que en otros) de deber lealtad a dos partes que pueden estar enfrentadas. En términos concretos, y ya directamente conectado con el tema de la regulación, este reto se traduce en la dificultad de encontrar un mecanismo de control al ejercicio profesional que prevenga y sancione faltas que cometa el abogado contra el cliente (problemas de agencia) como puede ser cobrar honorarios exorbitantes, no informar sobre el desarrollo del proceso, olvidar interponer un recurso o interponer un recurso equivocado; como faltas que cometa el abogado contra terceros o la misma administración de justicia (externalidades) como puede ser por ejemplo interponer una demanda frívola, hacer una interpretación de la norma que no sea acorde a sus fines, aportar una prueba falsa, etcétera (figura 1).

FIGURA 1. Matriz con las posibles interacciones abogado-cliente (David Wilkins (1992), p. 818).

Si bien no es nuestro propósito reproducir acá la totalidad de argumentos desarrollados por Wilkins en su obra, para sostener su tesis de que no hay un mecanismo de control que pueda garantizar por sí solo la independencia y cumplimiento de las disposiciones. Señalaremos muy brevemente algunos de los ejemplos que utilizó para mostrar la insuficiencia de los mecanismos frente a distintas situaciones.

En la figura 2, en los dos cuadrantes de la derecha se contemplan las situaciones en las que los y las abogadas pueden estar cometiendo una conducta que genera una externalidad, es decir, una afectación a terceros o a la administración de justicia (falsificar pruebas, esconder información, etcétera). Frente a estos dos cuadrantes los controles disciplinarios (aquellos que son activados principalmente por los clientes como las quejas ante los colegios de abogadas y abogados) pueden ser inútiles pues, bajo una visión instrumentalista pero en todo caso cándida, es poco probable que los clientes tengan un incentivo para denunciar una conducta de su abogado que en últimas tiene como objetivo beneficiarlos.11 Es decir, los controles disciplinarios fallan al no garantizar la independencia del abogado respecto de su cliente. Por el contrario, los controles institucionales (aquellos activados por los foros en los cuales las y los abogados están ejerciendo su trabajo) pueden ser sumamente útiles para detectar y sancionar conductas de este tipo y garantizar la independencia del abogado frente al cliente.12

FIGURA 2. Representación gráfica (David Wilkins (1992), p. 820).

Retornando a la figura 2, pero ahora en los dos cuadrantes de la izquierda, estos se enfocan en las actuaciones que pueden implicar una falla de agencia, es decir, actuar en contra de los intereses del cliente (cobrar honorarios exorbitantes, no mantenerlo informado, emplear una estrategia jurídica manifiestamente equivocada, etcétera). En estos casos pareciera entonces que es donde los controles disciplinarios (las quejas de parte de los clientes ante los colegios de abogados) serían más efectivos pues claramente todo cliente quisiera que se sancionará al abogado que ha actuado en contra de sus intereses. No obstante, David Wilkins (1992) argumenta que ese raciocinio tiene dos problemas.

En el cuadrante superior izquierdo, es decir, problemas de agencia cuando el cliente es una persona moral (pensemos el caso de una multinacional), los estudios empíricos de la sociología jurídica demuestran que los clientes pocas veces hacen uso de los controles disciplinarios; esto es, se abstienen de interponer una queja formal contra sus abogados. Esto ocurre principalmente porque la sanción más efectiva es el no volver a contratar sus servicios. Es una forma de autorregulación del mercado: a los malos prestadores del servicio, no se les contrata de nuevo. La decisión de no contratar de nuevo por lo general se disemina prontamente en el mercado. Esa información es valorada por otros potenciales clientes que, posiblemente, decidirán también no contratar a ese abogado en el futuro. Además de ser una sanción efectiva, también es una sanción que les ahorra costos pues no tienen que acudir ante el mecanismo disciplinario (supongamos el colegio de abogados) y gastar tiempo y recursos en la búsqueda de una sanción. En este sentido, para David Wilkins, los supuestos beneficios que reportaría un control disciplinario en ese cuadrante son superados por los costos de su operación (1992).

El cuadrante izquierdo, donde se presenta un problema de agencia con una persona natural, es posible que se piense que en este caso sí se hará uso del control disciplinario. No obstante, David Wilkins (1992) cree que tampoco en estas situaciones se da ese caso. Hay dos razones para ello: la primera es que en los mecanismos disciplinarios no hay un incentivo material, es decir, el cliente que presenta una queja contra su exabogado no obtendrá ninguna indemnización por el daño causado por su exabogado; a lo sumo obtendrá la satisfacción moral de lograr una sanción contra la persona que lo defraudó. La segunda, y más importante, es que es muy posible que al cliente individual que interactúa por primera vez (o supongamos por segunda vez) con un abogado le será muy difícil percatarse de cuándo ha sido afectado por una conducta irresponsable de su abogado. Dada la asimetría de información que existe entre él (supongamos un obrero que contrata un abogado para demandar a su empleador, o un ingeniero que demanda a la empresa que se apoderó injustamente de un invento suyo) y el abogado respecto del conocimiento jurídico, va a ser muy difícil que pueda detectar el momento y la acción precisa en la que su abogado le falló.

En conclusión, como bien señala David Wilkins (1992):

(...) none of the four enforcement systems will efficiently control lawyer misconduct falling within each quadrant of the matrix. Disciplinary controls are unlikely to deter externality problems by either individual or corporate lawyers. Liability controls will fail to prevent misconduct that does not produce probable damages that outweigh transaction costs. Institutional controls generally ignore- and perhaps for individual clients even exacerbate agency problems. Legislative controls will either replicate the problems of disciplinary enforcement if they rely on complaints from injured parties or dramatically increase enforcement costs if the institute an active program of monitoring and independent investigation.

El punto de David Wilkins (1992), compartido por nosotros, no es renunciar o demostrar la imposibilidad de regular la conducta de los abogados. Su punto es reconocer que existen: distintos tipos de conductas que se quieren controlar (problemas de agencia y problemas de externalidades), que cualquier mecanismo de control que se quiera implementar tiene unos costos para el Estado, los usuarios y los propios abogados, y que existen distintos tipos de clientes (corporativos/personas naturales, clientes con más poder/clientes con menos poder) y por ende distintos tipos de relaciones entre abogados y clientes. Al observar todos estos factores, como lo hace Wilkins con mucho esfuerzo y paciencia, es posible apreciar las falencias y virtudes que tiene cada mecanismo de control, para cada cuadrante de la matriz. Esto debe entenderse entonces no como una crítica demoledora, sino como una invitación a ver la complejidad del problema, atender a los intereses y necesidades de las personas implicadas en él, y pensar creativamente en diversos modelos de regulación que permitan alcanzar los proteger los intereses en juego sin incurrir en costos excesivos e innecesarios.

III. Conclusiones

Como hemos reiterado a lo largo del texto, compartimos la preocupación por establecer mecanismos de regulación al ejercicio del derecho. Los abogados particulares desempeñan un papel fundamental en la consolidación del Estado de derecho. Desafortunadamente, la pregunta por cómo deberían comportarse los abogados (es decir, la pregunta por la ética profesional) y cómo garantizamos que se comporten de esa manera (es decir, la pregunta por los mecanismos institucionales encargados de operativizar los mandatos de la ética profesional) han sido poco explorados no sólo en México sino en general en Latinoamérica. Tal vez nuestras comunidades jurídicas sigan depositando aún mucha fe en las reformas a las normas e instituciones perdiendo de vista que al final esas normas serán interpretadas y operadas por los abogados.

No obstante, consideramos que el proyecto de regular a la profesión jurídica es más complejo de lo que comúnmente se asume. Los trabajos de Richard Abel (1981), Robert Gordon (1988) y David Wilkins (1992) lo demuestran. Pasar por encima de los retos y advertencias que ellos hacen de manera rigurosa, pueden debilitar el proyecto de la regulación y hacer que, así como Richard Abel ve con mucha suspicacia el proyecto de regulación en los EE. UU., el mismo proyecto empiece a tener fuertes detractores en México, y con suficiente razón. Aunque causa preocupación el hecho de que México no cuente actualmente con una regulación efectiva al ejercicio de la profesión, esa carencia de regulación puede ser vista como una gran oportunidad pues no hay tabús. No hay ideas o propuestas que no se puedan hacer y no hay intereses instalados que sean difíciles de combatir. Tenemos el campo abierto y dispuesto ante nosotros. Por ahora, creemos, es necesario tratar de aprender de los debates y discusiones que han ocurrido en otras latitudes y a partir de ellas nutrir nuestras discusiones internas (que sin duda cada vez serán menos localistas y tendrán que dar cabida a las voces de actores internacionales si nos tomamos en serio la globalización del derecho y las prácticas jurídicas transnacionales). Este escrito no busca entonces ser un aporte original ni novedoso, sino simplemente un ejercicio que nos invite a mirar hacia otros lugares.

VI. Bibliografía

Abel, Richard (1981). Why Does the ABA Promulgate Ethical Rules? Texas Law Review (59), pp. 639-688. [ Links ]

American Bar Association. Fairness to Opposing Party and Counsel. Text of the Model Rules of Professional Conduct, https://www.americanbar.org/groups/professional_responsibility/publications/model_rules_of_professional_conduct/model_rules_of_professional_conduct_table_of_contents/. [ Links ]

Anzola Rodríguez, Sergio (2019). El malestar en la profesión jurídica: tensiones entre la ética personal y profesional de los abogados. Universidad de los Andes. [ Links ]

Auberbach, Jerold (1976). Unequal Justice. Oxford University Press. [ Links ]

Centro de Estudios sobre la Enseñanza y el Aprendizaje del Derecho (2019). Las escuelas de derecho en México. Ciclo académico 2019-2020. Informe Anual 2019. http://www.ceead.org.mx/assets/informe_2019.pdf. [ Links ]

Clavijo Cáceres, Darwin (2015). El enfoque de competencias en la formación del abogado para el siglo XXI. Justicia. (27), pp. 185-212. [ Links ]

Código Civil Federal, 2020. [ Links ]

Código Penal Federal, 2020. [ Links ]

Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, 2020. [ Links ]

Cruz Barney, Oscar (2020). El ejercicio de la abogacía en México, una propuesta de reordenación: el proyecto de ley general para el ejercicio de la abogacía. UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas. [ Links ]

Cruz Barney, Oscar (2015). Defensa a la defensa y abogacía en México. UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas-Ilustre y Nacional Colegio de Abogados de México. https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/8/3878/14.pdf. [ Links ]

Cruz Barney, Oscar, Ibáñez Mariel, F. y Lozano Díaz, J. A. (2013). Lineamientos para un Código Deontológico de la Abogacía Mexicana. UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas. [ Links ]

Cruz Barney, Oscar (2013). La colegiación como garantía de independencia de la profesión jurídica: la colegiación obligatoria de la abogacía en México. Cuestiones Constitucionales. Revista Mexicana de Derecho Constitucional (28), pp. 75-101. http://www.scielo.org.mx/pdf/cconst/n28/n28a3.pdf. [ Links ]

Gordon, Robert (1988). The Independence of Lawyers. Yale Law School Legal Scholarship Repository (2), pp. 1-83. [ Links ]

Instituto Nacional de Estadística y Geografía (2017). Encuesta sobre la Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología (ENPECYT). https://www.inegi.org.mx/programas/enpecyt/2017/default.html#Documentacion. [ Links ]

Kronman, Anthony (2000). The list lawyer: failing ideals of the legal profession. Belknap Press of Harvard University Press. [ Links ]

Ley Reglamentaria del Artículo 5o. Constitucional, Relativo al Ejercicio de las Profesiones en la Ciudad de México. [ Links ]

Larson, Magali Sarfatti (1977). The rise of professionalism: a sociological analysis. University of California Press. Naciones Unidas (2011). Informe de la Relatora Especial sobre la independencia de los magistrados y abogados. Adición Misión a México (A/HRC/17/30/Add.3). http://www.acnur.org/t3/fileadmin/Documentos/BDL/2015/10052.pdf?view=1. [ Links ]

Rhode, Deborah (1990). The Delivery of Legal Services by Non-Lawyers. Georgetown Journal of Legal Ethics (2), pp. 209-234. [ Links ]

Rozas Bravo, Juan Manuel (2013). El alcance del derecho de defensa y la libertad de expresión de los abogados en el debate forense en España. Juriste International (4), pp. 56-60. https://issuu.com/unionintavocats/docs/juriste_international_2013_4. [ Links ]

Simon, William (1988). The Practice of Justice: AT theory of Lawyer's Ethics. Harvard University Press. [ Links ]

Wilkins, David (1992). Who Should Regulate Lawyers. Harvard Law Review (4), pp. 801-887. [ Links ]

** SNI Nivel I, doctor en Derecho y abogado por La Universidad de los Andes; maestro en Derecho con concentración en Derecho internacional Público por la Universidad de Helsinki; actualmente es coordinador de investigación en el Centro de Estudios sobre la Enseñanza y el Aprendizaje del Derecho (CEEAD). Correo electrónico: sergioar@ceead.org.mx.

*** Licenciada en Psicología por La Universidad Nacional Autónoma de México y estudiante de derecho en la Licenciatura en Derecho en la misma institución. Actualmente es asistente de investigación en el Centro de Estudios sobre la Enseñanza y el Aprendizaje del Derecho (CEEAD). Correo electrónico: julietamc@ceead.org.mx.

1 Para febrero de 2019 México contaba con aproximadamente 1,900 escuelas de derecho (Centro de Estudios sobre la Enseñanza y el Aprendizaje del Derecho, 2019).

2 No sobra decir que la definición de qué es y qué no es práctica del derecho es problemática en sí misma pues puede implicar cerrar un nicho de trabajo a personas que no sean abogadas (Deborah Rhode, 1990).

3 No obstante, como señalamos anteriormente, ya existen disposiciones tanto en las leyes generales de profesiones de cada Estado, como en el Código Nacional de Procedimientos Penales que imponen obligaciones y deberes éticos similares a los que contendrían los códigos de ética promulgados por los colegios de abogados. Además de estas normas, no sobra recordar que la relación abogado-cliente se rige por un contrato de prestación de servicios el cual debe cumplirse de acuerdo con los términos en él pactados, lo cual sugiere que el régimen de responsabilidad civil contractual también permite en la actualidad la regulación del ejercicio profesional del derecho.

4 La preocupación por contar con normas generales aplicables a todos los abogados la compartimos (aunque con matices como expondremos más adelante cuando nos adentremos en los aportes de Wilkins). Sin embargo, queremos advertir que precisamente la colegiación obligatoria, la cual no implica necesariamente la creación de un único colegio nacional con un único código de ética profesional, puede afectar la pretensión de generalidad pues cada colegio tendría la capacidad de darse su propio código de ética. Lo anterior implicaría, por ejemplo, que dependiendo del colegio profesional del que sea parte el abogado, la forma en que se regulará, por ejemplo, el secreto profesional podrá ser diferente.

5 No obstante, este argumento parece no tener sustento empírico al menos en el caso de Estados Unidos y en el caso colombiano señalados en Richard Abel (1981) y Sergio Anzola Rodríguez (2019).

6 Esto se conecta con el argumento de David Wilkins (1992) quien aboga por reconocer la amplia diversidad que existe en el ejercicio de la práctica jurídica y por ende la necesidad de contar con diversos mecanismos de control pues no hay un único mecanismo que pueda regular de manera adecuada a toda la profesión jurídica. En este punto es evidente que hay una tensión, al menos prima facie, entre Richard Abel y David Wilkins. Abel pareciera ser un escéptico de la capacidad de las normas mientras que Wilkins sí parece tener más fe en el poder de las normas, siempre y cuando éstas sean sensibles a los distintos contextos. Señalamos que esta tensión es prima facie pues puede ser que Abel sea menos escéptico de las normas si éstas atienden a las advertencias de Wilkins.

7 Este hallazgo coincide con el de Sergio Anzola Rodríguez (2019).

8 La teoría que Richard Abel (1988) desarrolla en abstracto es narrada históricamente por Jerold Auerbach (1976).

9 Esta visión es respaldada por Anthony Kronman (2000).

10 Dentro del concepto general de costos Wilkins (1992) agrega tres tipos: 1) costos administrativos propios de la operación del mecanismo (salarios, oficinas, computadores, etc.,) 2) costos de participación que son en los que incurren las personas directamente implicadas en un proceso (por ejemplo, es plausible que el cliente que quiere poner una queja contra su ex abogado deba pagar a un abogado para hacerlo, por su parte, el abogado necesitará también un abogado que lo defienda) 3) costos sociales que son cualquier otro tipo de costo que deban asumir personas que no están directamente implicadas en el proceso pero que se pueden ver afectadas por lo que se decida en él.

11 Al menos en el corto plazo pues al largo plazo se corre el riesgo de comprometer incluso la responsabilidad jurídica del representado y también afectar su reputación.

12 No obstante, también puede hacerse el contraargumento de que los controles institucionales pueden llegar a afectar la independencia del abogado respecto del Estado pues unos controles demasiado estrictos pueden hacer que los y las abogadas sientan temor de litigar y defender enérgicamente los intereses de sus clientes. El mismo David Wilkins (1992) hace este contraargumento pero, con base en la experiencia propia y el desarrollo de algunos casos y situaciones en el contexto norteamericano argumenta que cuando los controles institucionales han impuesto sanciones a abogadas y abogados esto no ha implicado una merma en la defensa de sus clientes, es decir que sería exagerado argumentar que darle determinado poder al Estado para sancionar a quienes ejercen la abogacía implica inevitablemente afectar su independencia y por ende los derechos de los ciudadanos.

Recibido: 18 de Mayo de 2020; Aprobado: 27 de Enero de 2021

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons