Sumario: I. Introducción. II. Planteamiento del tema. III. Acerca de la excelencia y la originalidad de la Constitución de Cádiz. IV. Antecedentes históricos: una España en crisis en el inicio del siglo XIX. V. Influencia de la Constitución de Cádiz en el constitucionalismo universal. VI. La Constitución de 1812 y el constitucionalismo luso-brasileño. VII. Las Cortes de Cádiz y la vigencia de la Constitución. VIII. El liberalismo inglés y asturiano de la Cortes gaditanas. IX. La nación española: concepto clave en la Constitución de Cádiz. X. Conclusión. XI. Bibliografía.
I. Introducción
El bello Oratorio de San Felipe Neri, en Cádiz -que hemos tenido la fortuna de visitar hace pocos meses, mientras escribíamos estas líneas-, acogió los debates de los diputados que idearon y firmaron la carta magna de 1812.
Aquel documento inauguró el liberalismo político, fundando el principio de soberanía nacional, y legitimó la transformación de súbditos en ciudadanos, ayudando a iluminar un mundo dominado por las tinieblas del absolutismo.1
Este artículo pretende prestar tributo a la Constitución de Cádiz de 1812 por medio del análisis de su importancia para el constitucionalismo universal y, especialmente, el de Portugal y el de Brasil.
En el país sudamericano, la Constitución gaditana es escasamente conocida, probablemente como resultado de una propaganda antiespañola ideada por los regímenes republicanos que se instalaron en América a partir de los varios gritos de independencia en el primer cuarto del siglo XIX. Sumada a la vieja leyenda negra española, tal propaganda se implicó en difundir la falsa imagen de una España cruel, astuta y expoliadora,2 perfil incompatible con un país capaz de elaborar un texto con la calidad de la Constitución de 1812,3 marco histórico fundamental del acervo constitucional iberoamericano.
II. Planteamiento del tema
La importancia del tema -que se inserta en una discusión muy actual sobre la originalidad y las continuidades de la Constitución de Cádiz de 1812- la respaldan trabajos como los llevados a cabo por el equipo de investigación HICOES (Historia Cultural e Institucional del Constitucionalismo en España) (Garriga, 2010; Garriga y Lorente, 2007), formado por personal de diversas universidades y centros de investigación europeos y americanos.
Para ese grupo, no se trata de “cuestionar que se dieron cambios significativos” (Garriga y Lorente, 2007: 62) o de “rebajar la entidad de los cambios constitucionalmente relevantes que se sucedieron a partir de 1810” (Garriga, 2010: 18), sino de “ponderar la verdadera entidad de las transformaciones” (Garriga, 2010: 18), de “recordar que la composición política resultante se atuvo a los cánones jurisdiccionales y así se mantuvo” (Garriga y Lorente, 2007: 62).
Los estudios del grupo HICOES se inscriben en la línea de investigación que examina el proceso de tránsito del Antiguo Régimen al orden liberal hispano -por español y americano- en los territorios de la monarquía española, desde las nuevas perspectivas en la historia del derecho -que, según él, se apartan de una mirada estatalista- y del proceso revolucionario en Hispanoamérica en el marco de la nueva historia política.4 En otras palabras, ese grupo entiende la Constitución de Cádiz como un artificio que “vino a reformular en términos constitucionales el jurisdicionalismo característico del Antiguo Régimen” (con cursivas en el original); una mera “relectura jurisdiccional” o “la reformulación constitucional de los viejos dispositivos jurisdiccionales de la monarquía para construir una nación católica con forma de Estado”.
Lo citamos aquí, repetimos, para situar el trabajo en el presente debate acerca del proceso de tránsito del Antiguo Régimen al orden liberal en los territorios de la monarquía española (transición entre el antiguo y el nuevo régimen político) y que se inserta en las discusiones de las que también participaron Mónica Quijada Mauriño (2008: 2) -entre otros del Grupo de Estudios Americanos (GEA)-, Manuel Chust y José Antonio Serrano (2008), cuya perspectiva defiende la singularidad de la Constitución de 1812 en el marco del ya célebre monográfico sobre “Liberalismo y Doceañismo en el mundo Ibero-Americano”.5
Tres son las contribuciones que, para el debate antes citado, creemos poder traer con este trabajo.
Primeramente, señalamos las particularidades del proceso constituyente gaditano -que no copió el constitucionalismo francés, rompedor del orden anterior, sino que recogió elementos del Antiguo Régimen español- respetuoso con la tradición histórica de España, en palabras de Karl Marx, sobre cuyos estudios acerca del proceso revolucionario español (y de la Constitución que le sigue) se apoya en buena parte este artículo.
Además, estudiamos el influjo de la Constitución de 1812 sobre el constitucionalismo luso y brasileño, en general tan olvidado.
Last, but not least, traemos a colación algo que nos parece fundamental: el concepto de “nación” del filósofo Gustavo Bueno, que explica sus acepciones étnica, histórica y política -esta inaugurada por la Constitución de Cádiz-, acepciones sin las cuales es difícil comprender el real significado del tránsito del Antiguo Régimen al orden posterior, cuando “el concepto mismo de «nación» sufrió una revisión radical en la cultura internacional” (Annino, 2014), sin que la mayor parte de los juristas pudieran aclararlo, como lo hace el filósofo.
III. Acerca de la excelencia y la originalidad de la Constitución de Cádiz
No es, la de Cádiz, una Constitución cualquiera. No es ella, como mucho se ha dicho, una mera copia de la Constitución francesa de 1791.6 Y no lo es, primero, porque, si la Constitución gala fue el fruto de una revolución interna, que tenía por objetivo derrocar el sistema social y político y acabó instaurando una república (1792), la carta magna española fue el fruto de un proceso completamente distinto.7
España había sido invadida por un ejército extranjero y su pueblo estaba enredado en una doble resistencia. Combatía, por las armas, por todo el territorio -y, en cierta medida, con ayuda británica-, los soldados enemigos.
El combate de ideas, que tenía lugar en una ciudad sitiada -Cádiz-, tenía por finalidad elaborar un documento autóctono que arrostrara la imposición napoleónica plasmada en el Estatuto de Bayona, una suerte de Constitución que pretendía someter el pueblo español a la autoridad del imperador francés.
La Constitución de Cádiz nació, así, del deseo del pueblo español de mantener su soberanía. De no someterse, nunca más, a la dirección de ninguna autoridad, ni monárquica, ni republicana. Bien lo prueba el discurso del conde de Toreno en las Cortes de Cádiz, el 28 de agosto de 1811:
¿Qué es la Nación? La reunión de todos los españoles de ambos hemisferios: y éstos hombres llamados españoles, ¿para qué están reunidos en sociedad? Están reunidos como todos los hombres en las demás sociedades... para su conservación y felicidades. ¿Y cómo vivirán seguros y felices? Siendo dueños de su voluntad, conservando siempre el derecho de establecer lo que juzguen útil y conveniente al procomunal. ¿Y pueden, por ventura, ceder o enajenar este derecho? No; porque entonces cederían su felicidad, enajenarían su existencia, mudarían su forma, lo que no es posible no está en su mano... Así, me parece que queda bastantemente probado que la soberanía reside en la Nación, que no se puede partir, que es el super omnia (de cuya expresión se deriva aquella palabra) al cual no puede resistirse, y del que es tan imposible se desprendan los hombres y lo enajenen, como de cualquiera de las otras facultades física que necesitan para su existencia (Fernández, 2006: 24).
Y, si los constituyentes tuvieron la oportunidad de optar por esta forma de gobierno -la república -, prefirieron dar continuidad a la monarquía, pero reconociendo, a partir de entonces, un papel muy limitado al rey. En el nuevo régimen de separación de poderes -principio reconocido en la Constitución-, las funciones del ausente Fernando VII quedaban reducidas prácticamente a dar cumplimiento a las leyes emanadas de las Cortes, representantes de la nación.8
Lo comentan, con maestría, Chust y Serrano (2008: 46):
El liberalismo doceañista tuvo una singularidad que le hizo “distinto” a otros “liberalismos” coetáneos. En su plasmación política el Estado que establecieron fue una monarquía que se vertebraba desde parámetros y características hispanas al integrar a las provincias americanas y sus habitantes en calidad de igualdad de derechos y libertades dentro de la nación española. Esta formación constitucional del nuevo Estado que surgió en Cádiz arrebató a Fernando VII, como rey absoluto, los territorios, los súbditos y las rentas de las posesiones americanas -tierras, impuestos, minas, tributos, gabelas, privilegios- que como Patrimonio Real tenía desde su conquista y colonización. Ahí radica uno de los enfrentamientos con el rey y la condición revolucionaria de la Constitución gaditana. Enfrentamiento antagónico. Completado y reforzado con los artículos que hacen referencia al veto del rey -sólo dos veces puede el monarca impedir una ley a las Cortes-, la Constitución contempla la convocatoria automática de las Cortes -para evitar la obstrucción de la corona para convocarlas como hasta ahora-, la creación de la categoría ciudadano y del derecho de ciudadanía, el sufragio universal indirecto, la reglamentación y unificación de la justicia, la convocatoria de elecciones a Cortes, la creación del poder político-administrativo en la provincia con las diputaciones provinciales y del local con los ayuntamientos, etcétera.
Por otro lado, España tuvo su propia crisis del Antiguo Régimen, que muy poco tenía que ver con la crise de l’Ancien Régime de los franceses.9
Hizo su propia y peculiar revolución,10 que comenzó el 2 de mayo de 1808 y quedó conocida como la “Guerra de la Independencia”.
Finalmente, elaboró su propia Constitución, la de 1812, que fue un legado de aquella revolución. Y se la conoció como la Constitución de Cádiz. Según ella, el pueblo estaba constituido por todos los españoles del imperio, tanto los peninsulares como los de ultramar, siendo, por ello, posible afirmar que la Constitución de Cádiz es aún más universal que la francesa (Cohnen, 2008).
Aunque la Revolución Francesa y el apogeo de Napoleón hayan tenido una gran influencia en España, la cadena de actos insurgentes llevada a cabo por los españoles -a partir de 1808 y que culminó en 1812- de ninguna manera modeló una Constitución que se pueda adjetivar de mera reproducción del espíritu galo.11 Y eso es reconocido por uno de sus más grandes estudiosos, Karl Marx:
La Constitución de 1812 ha sido tachada, por un lado... de ser una mera imitación de la francesa de 1791, trasladada a suelo español por visionarios, sin tener en cuenta las tradiciones históricas de España... Lejos de ser una copia servil de la constitución francesa de 1791, fue un vástago genuino y original de la vida intelectual española, que regeneró las antiguas instituciones nacionales, que introdujo las medidas de reforma clamorosamente exigidas por los autores y estadistas más célebres del siglo XVIII, que hizo inevitables concesiones a los prejuicios populares (Marx y Engels, 1998: 136-139).
Marx y Engels tuvieron gran interés por España, conocían su historia.12 Marx empezó a estudiar español en 1850 o 1852 y leía directamente autores españoles, como Jovellanos, Blanco White o José María Toreno. Escribió, como cronista político, una serie de artículos (Spain Revolutionary) en el periódico norteamericano New York Daily Tribune, que era el más influyente de Estados Unidos13 entonces y superaba, en tirada, los más prestigiosos del mundo, como el Times, de Londres.
De hecho, “entre mayo y septiembre de 1854 la dedicación a España pasó, en palabras del propio Marx, de ser una «ocupación secundaria» a ser «mi estudio principal»” (Marx y Engels, 1998: 18); de ahí que no se puede dejar de traer aquí la opinión de una de las mentes más ilustres del pensamiento revolucionario, que estuvo firmemente decidida a dejar publicada una crónica de las luchas insurrectas que tuvieron lugar en suelo español.
Relevante es decir también que importa, y mucho, tomar en serio el interés que tuvo el pensador alemán por el estudio del proceso revolucionario que desembocó en aquel texto constitucional:14 “en el sexto artículo comienza a ocuparse de la Constitución de Cádiz, a la que dedica un análisis bastante minucioso” (Marx y Engels, 1998: 43). Estudiando el tema, se quedó tan entusiasmado que escribió:
No es exagerado decir que no hay cosa en Europa, ni siquiera en Turquía, ni la guerra en Rusia, que ofrezca al observador reflexivo un interés tan profundo como España en el presente momento… Acaso no haya otro país, salvo Turquía, tan poco conocido y erróneamente juzgado por Europa como España (Marx y Engels, 1998: 18).
Si, en la misma España, la obra de Marx sobre “la España revolucionaria” ha tardado cerca de tres cuartos de siglo en darse a conocer - desde la publicación de aquella serie, en 1854, hasta 1929, año en el que, por primera vez, es traducida al castellano por Andreu Nin, transcurren nada menos que 75 años (Ribas, 1998: 17)-, se puede imaginar el grado de ignorancia acerca de aquellos textos en Brasil, pues, salvo engaño, no fueron hasta hoy traducidos al portugués.
Ya era hora, pues, de hacer un análisis de la Constitución de Cádiz, tomando en consideración, entre otros, el punto de vista de Karl Marx, quien la consideró “una Constitución moderna, que pone a España a la cabeza de Europa en varios aspectos legislativos” (Ribas, 1998: 43).
IV. Antecedentes históricos: una España en crisis en el inicio del siglo XIX
No es posible comprender el significado de la Constitución de Cádiz sin una previa contextualización que ayude a explicar las circunstancias históricas en que fue elaborada.
Durante la Revolución Francesa, la España monárquica absolutista intentó al máximo evitar el contagio de las peligrosas ideas revolucionarias del país vecino. Sin embargo, con la llegada al poder de Napoleón Bonaparte, quien, con planes imperialistas, se enfrentaba a Inglaterra por el dominio de los mares -el poder marítimo español había sido debilitado en la Batalla de Trafalgar (1805) -, el rey Carlos IV y su ministro, el valido Godoy, no tuvieron más salida que la de dejar de lado la neutralidad y tomar partido.
Como Inglaterra era una fuente inagotable de problemas para las posesiones españolas en América, España acabó adhiriéndose a la Francia republicana y, en 1807, Godoy firmó con Bonaparte el Tratado de Fontainebleau,15 por el cual se permitía la entrada de las tropas francesas en territorio español (donde serían alimentadas y mantenidas), con la finalidad de invadir Portugal, aliado de Inglaterra.
La política de Godoy, quien, con sus intentos de reformas, ya venía amenazando los privilegios de la aristocracia, hizo nacer un tal descontento en el clero y la nobleza, que no tardó en provocar el surgimiento de una oposición dispuesta a convencer al príncipe Fernando para conspirar contra el rey, su padre.
Los más de cien mil soldados franceses que habían sido autorizados formalmente a instalarse en el país empezaron a dar muestras de que no se retirarían. El pueblo en Madrid y en otras ciudades, como Pamplona, Burgos, Valladolid, San Sebastián y Barcelona, se desesperaba con aquella presencia indeseada y hostil, con el coste que acarreaba. Luego quedó claro que la situación representaba una auténtica ocupación militar.
Godoy, a esa altura, preparó su huida con la familia real española hacia Andalucía. Pero la nobleza insurgente desbarató los planes del ministro, aplicándole un verdadero golpe de Estado, el Motín de Aranjuez (17 y 18 de marzo de 1808), que terminó con su destitución y la abdicación forzada de Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII, príncipe de Asturias.
Menos de dos meses después, el 2 de mayo de 1808, el pueblo, viendo que toda la familia real abandonaba el palacio, comenzó, al grito de “¡traición!, ¡traición!”, una sublevación contra los franceses. Se frustró la actuación de Murat, lugarteniente de Napoleón, el cual, sin embargo, no fue capaz de impedir que, por todo el país, se levantara una escalada de violencia popular contra las tropas francesas,16 lo que marcó el inicio de la Guerra de Independencia (1808-1814).
Napoleón Bonaparte, aprovechando el enfrentamiento entre padre e hijo, les había llamado (exigiendo la presencia de la familia real au complet)17 a Bayona, donde les forzó a abdicar el 5 de mayo de 1808, en favor de su hermano José Bonaparte. Con el vergonzoso episodio, que pasó a ser conocido como las “Abdicaciones de Bayona”, los Bourbon, sin la más mínima oposición, transfirieron a Napoleón sus derechos dinásticos. Después de eso, se instalaron, los padres, en la compañía de Godoy, en Compiègne. Y los hijos, Fernando VII y sus hermanos, en el Castillo de Valençay. Francia pasó a ser la morada de la familia real española, rehén de Napoleón.
Para dar un carácter de legitimidad a sus actos y contando con la simpatía y la colaboración de una parte de los españoles, que fueron apodados “los afrancesados”, Napoleón Bonaparte otorgó una carta constitucional, concediendo al pueblo un régimen político de principios moderadamente liberales. El 7 de julio de 1808, tras jurar aquella Constitución, el “Estatuto de Bayona”,18 José I inició su reinado español.
Por otro lado, los oponentes a la dinastía de Bonaparte ya venían reuniéndose desde mayo de 1808 en juntas soberanas en varias ciudades españolas.19 Eran organismos compuestos por aquellos que, no habiendo aceptado la forzada abdicación de los Bourbon, consideraban que la existencia de un vacío de poder -en la ausencia del legítimo Fernando VII- les legitimaba a autoproclamarse ciudadanos soberanos.
La primera Junta fue organizada en Asturias -y aquí tenemos un ejemplo de esa tradición de lucha por la cual se caracteriza esa región española-: los “patriotas” destituyeron del poder a las autoridades legalmente constituidas, por medio de una confrontación que duró más de quince días.
Reunidos el 25 de mayo de 1808 en la sala capitular de la Catedral de Oviedo, hicieron la lectura pública de un documento mediante el cual se establecía una “suprema Junta de gobierno con todas las atribuciones de la soberanía”, que se comprometía a luchar por la libertad e independencia de la Nación, contra la infame agresión del emperador de los franceses.20 “La soberanía reside siempre en el pueblo”, decía el documento, que así deslegitimaba la lucha por el poder entre familias o dinastías, entre los Bourbon y los Bonaparte (Pérez, 2012: 31-32).
Subvirtiendo el orden político, las diversas juntas provinciales, casi todas denominadas “supremas”, se organizaron, en septiembre de 1808, para formar la Junta Central Suprema,21 acumulando los nuevos poderes Ejecutivo y Legislativo de España, ocupada por el enemigo francés en ausencia del deseado Fernando VII.
Sin embargo, en el forcejeo entre las dos fuerzas políticas, la de los Bonaparte y la de las Juntas, hubo total dominio de los franceses, lo que fue fundamental para que los españoles, no soportando ser tratados como nación conquistada, decidieran reunirse en Cortes a partir de septiembre de 1810, a fin de forjar una Constitución propia.
Así, la Junta Central -que de ningún modo era un grupo homogéneo, siendo compuesta por absolutistas, liberales y reformistas moderados-22 convocó reunión de Cortes Generales y Extraordinarias en Cádiz, reducto al que las tropas de José I no habían conseguido llegar. Esas no serían Cortes estamentales, y sí nacionales,23 una vez que fue la Nación -así, con N mayúscula-, sin estamentos, que dio el grito de libertad (Pérez, 2012: 51). No habría diferencias de clase o territorio, y ellas serían compuestas por representantes de la España peninsular e insular (incluidas las Filipinas) y de sus dominios en América.24
V. Influencia de la Constitución de Cádiz en el constitucionalismo universal
Hechas las consideraciones acerca de los antecedentes históricos de la Constitución de Cádiz, es necesario situarla en el contexto del constitucionalismo de la época en que nació para conocer la irradiación de su influencia.
No se restringió a España, a Filipinas y a toda la América Española. Su modelo fue adoptado en Portugal, en Brasil, en Rusia,25 en Noruega,26 en el Reino de las Dos Sicilias (Piamonte y Sardeña), por citar sólo algunos ejemplos. Fue la cuarta Constitución que surgió en el mundo, después de la Constitución de los Estados Unidos (1787),27 de Francia (1791) y de Suecia (1809), pero la primera en importancia y la que en más países influyó.28
En un excelente trabajo comparativo entre la carta gaditana y las cartas magnas norteamericana29 y francesa30 (Quijada Mauriño, 2008: 15-31) parte del principio de que la gran particularidad de la Constitución de Cádiz fue que ninguna otra Constitución surgida del impulso de las revoluciones atlánticas propuso una estructura política como la asumida por ella, en cuya construcción participaban, en igualdad de condiciones, la metrópolis y los territorios de ultramar (América y Filipinas), que fueron invitados a enviar representantes a las Cortes, al mismo tiempo que se negaba su condición de colonias y se afirmaba ser “parte esencial e integrante de la monarquía española”.
Ni la Constitución de 1776 (un texto escrito por los representantes de las trece colonias que, confederadas, fundaron los Estados Unidos de América, en un claro acto de rebelión que las separaba definitivamente de la metrópolis británica), ni la Constitución francesa de 1791,31 hicieron cualquier esfuerzo para abarcar, bajo el mismo concepto de nación y ciudadanía, los pueblos (incluidos los indios) de ambos los hemisferios, como lo hizo la Constitución gaditana.32 Francia -que también tenía posesiones fuera de Europa- tampoco aprovechó las otras cinco oportunidades constituyentes, en la estela del momento revolucionario, para retirar de la condición de colonia aquellos territorios. Al contrario, mantuvo su status de dependencia en relación a la metrópolis (Quijada, 2008: 18).
La autora hispanoargentina dice que las cartas constitucionales francesas posteriores excluyeron los aspectos positivos de la de 1795 y que habría “que esperar a 1946 para que la Constitución francesa promulgada ese año hiciera desaparecer de sus contenidos el término colonia” (Quijada, 2008: 18).
Además, la de Cádiz fue una Constitución poco monárquica y anti-aristocrática, por lo que se alejó de la Constitución británica, pese a los muchos simpatizantes del liberalismo inglés entre los constituyentes gaditanos. Fue considerada non grata por los monárquicos europeos debido a su carácter excesivamente democrático (Quijada, 2008: 19).
Las monarquías europeas, sintiéndose amenazadas por los principios liberales que vivió el continente entre 1820 y 1825 -el germen, la semilla, el modelo de todos sus males-,33 no ahorraron esfuerzos en los ataques virulentos a la revolución española y a su texto constitucional.34
Fue precisamente el temor de las monarquías a los principios liberales en su versión gaditana... lo que llevó a la Francia que había sido revolucionaria, pero que tras Napoleón se había asumido como gran campeona del monarquismo conservador, a poner fin al experimento liberal español mediante la nueva invasión representada por las fuerzas tradicionalistas de Los Cien Mil Hijos de San Luis. Acción apoyada por Austria y Rusia y que contó con el beneplácito de Inglaterra, en el mismo momento en que el término español “liberal” iba adquiriendo en toda Europa el matiz más concreto de liberalismo (Quijada, 2008: 19).
VI. La Constitución de 1812 y el constitucionalismo luso-brasileño
Tal vez constituya una sorpresa para muchos saber que la Constitución de Cádiz estuvo vigente en Brasil, aun antes de la Constitución de 1824, y que tuvo importante influencia sobre el constitucionalismo de los países de lengua portuguesa.
El 21 de abril de 1821, en Río de Janeiro, don João VI juró la Constitución de Cádiz y la publicó por decreto. La revocó al día siguiente, en circunstancias muy bien documentadas por Barreto y Pereira.35
Este estudioso del derecho constitucional brasileño se encuentra con que la mayoría de las obras sobre el tema hacen tabula rasa de ese dato, que lejos está de ser banal.36 Y, cuando no, lo citan en passant,37 marginalizando el influjo de la Constitución de 1812 en el proceso constitucional portugués y brasileño.
En el poco nutrido grupo de aquellos que señalan la Constitución española de 1812 como principal fuente de la portuguesa, se encuentra Jorge Miranda; no obstante, cuando, en su famosa obra sobre el constitucionalismo liberal luso-brasileño, se refiere a la igualdad de derechos que las Cortes Constituyentes portuguesas adoptaron al elaborar la Constitución de 1822, se olvida de comentar que el modus operandi tuvo origen en la Constitución de Cádiz, diez años antes:
La Constitución de 1822 fue obra de las Cortes Constituyentes elegidas en Portugal, en Brasil y en los territorios portugueses de África y de Asia, de acuerdo con una regla de proporcionalidad entre el número de electores y el número de Diputados a elegir -lo que era muy significativo del principio de igualdad de derechos y del concepto de Nación que los hombres de 1820 adoptaban- (Miranda, 2001:13).
Aunque diga, poco después, que “la Constitución de 1822 tiene por fuente directa y principal la Constitución española de 1812, la Constitución de Cádiz”, parece equivocarse al comentar en seguida: “y, a través de ella o subsidiariamente, las Constituciones francesas de 1791 y 1795. En su origen se encuentra, por tanto, la difusión de las ideas liberales venidas de Francia” (Miranda 2001, 14).
Sabido es, a esta altura, que la Constitución de Cádiz fue original con relación a la francesa y a cualquier otra, además de haber sido la que inauguró el llamamiento de territorios situados fuera de Europa para formar Cortes Constituyentes -elemento presente en la Constitución portuguesa-, que sólo pudo tener origen en la Constitución gaditana. Así, no podría ella ser considerada, como hace pensar el comentario del jurista portugués, un mero medio de transporte de las ideas albergadas en la Constitución francesa. La afirmación hecha más arriba, de que los autores marginan la influencia de la Constitución gaditana sobre el constitucionalismo luso-brasileño, encuentra respaldo, aun, en el hecho de que el autor portugués cita, en un pie de página, lo siguiente: “Por curiosidad, recuérdese que la Constitución de Cádiz llegó a ser puesta en vigor en Brasil por el Decreto del 21 de abril de 1821 (revocado al día siguiente...). Y también en Nápoles y en el Piamonte, por esa época, se quiso aplicarla” (Miranda, 2001: 14).
Referencia tan sucinta a una Constitución que hizo correr ríos de tinta entre los estudiosos del derecho constitucional comparado tienen el peligroso poder de deslustrar el texto en el cual viene apuntada como sencilla nota de pie de página, a que se da el peso de una mera curiosidad.
El autor insiste en los orígenes franceses de la Constitución portuguesa, sin conferir cualquier importancia a la Constitución gaditana, y reitera: “Se pretende, en lo esencial, crear instituciones políticas moldeadas por el constitucionalismo emergente de la Revolución francesa” (Miranda, 2001: 15).
Instituciones políticas, no se puede dejar de decir, que nacen de los trabajos de una Corte Constituyente portuguesa cuya formación se asimila en demasía a aquella gaditana, como para que se pueda evitar buscar en ésta el origen de aquélla.38 A la Constitución de Cádiz cabe, sin duda, la autoría de lo que acaba plasmado en la Constitución portuguesa: “La Constitución de 1822 mantiene esta unión real luso-brasileña, estableciendo que la nación portuguesa es «la unión de todos los portugueses de ambos hemisferios» (artículo 20), e instituyendo un sistema complejo de organización del poder” (Miranda, 2001: 18).
Fue la Constitución de Cádiz la que primero utilizó esa fórmula, en 1812, diez años antes, al decir, abriendo el articulado del primer título y del primer capítulo, las siguientes palabras: “Artículo 1. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. No cabe duda de que la Constitución portuguesa de 1822 copió la formulación de la Constitución gaditana.39
Todo parece indicar que el autor portugués reivindica para la Constitución portuguesa de 1822 esa primacía: “Pero esta unión real -tal vez la primera formalizada en una Constitución de tipo francés- debería considerarse imperfecta, por faltar, por lo menos, una asamblea electiva que funcionara junto a los órganos del poder ejecutivo brasileño” (Miranda, 2001: 19).
Es verdad que, en los últimos años, han surgido voces que comienzan a llamar la atención sobre la influencia de la Constitución de Cádiz en el constitucionalismo brasileño. La conmemoración del bicentenario y el mayor acceso a la información que la revolución digital ha permitido, han sido probablemente los dos eventos responsables de tales aproximaciones, que ayudan a hacer justicia después de tanto tiempo.40
De todos modos, esas voces aún son minoría. Y la mayoritaria ausencia, a que arriba se hace referencia, incita los espíritus atentos al especial peso de la Leyenda Negra41 española sobre la historiografía de los países iberoamericanos a una pregunta: si también sobre la historiografía constitucional de Brasil y de Portugal no hizo ella sus estragos, impidiendo el amplio reconocimiento de un hecho -la influencia de la Constitución de 1812 sobre el constitucionalismo universal- que juristas de las más diversas nacionalidades consideran indiscutible.
Llama la atención, en lo que se refiere a aspectos de las historias luso-brasileñas y española importantes para el tema aquí estudiado, el fragrante carácter timorato con que se manifiestan los reyes. Y las diversas reacciones que presentan el pueblo portugués, de un lado, y el español, del otro.
El primer suceso hace referencia al traslado de la Corte portuguesa para Brasil. Cuando el rey João VI, en 1808, rehúye la obligación de defender su pueblo contra las tropas de Napoleón y abandona el país a su propia suerte, llevando su Cohorte para Brasil, el pueblo portugués no muestra el valor y el espíritu de lucha que el español42 demuestra, en similar abandono por Carlos IV y deseoso de Fernando VII.
Portugal protagonizó el episodio de la “Súplica Constitucional de 1808” al “grande Napoleão”, que consideraba ser “más padre que soberano” suyo, así relatado por el jurista brasileño Bonavides (2004: 201 y 202):
En Portugal, reino invadido y ocupado, [tuvo lugar] la Súplica de los portugueses a Napoleón, rogándole que le otorgara una Constitución... La Masonería y los áulicos afrancesados de Junot, el sargento de Napoleón que ambicionaba ceñir la corona lusitana, se coaligaron con el propósito de enviar al Emperador francés una petición donde requerían fuera concedida a Portugal una Constitución, semejante a la otorgada al Gran-Ducado de Varsovia.
Como reconoce el jurista luso Gomes Canotilho (Bonavides, 2004: 202), la “Súplica” contenía un pecado original, una vez que era el pedido al “rey invasor” de una carta constitucional otorgada.
Por más revolucionario que fuese el deseo portugués de regirse por formas gubernativas liberales, de ningún modo buscó forjar entonces por sí mismo un documento constitucional que reflejara su idea de libertad. De ahí no ser insensato encontrar en la Constitución portuguesa de 1822 más de un indicio de que su ideal fue copiado de aquellos de la Constitución gaditana, principalmente cuando se toma en cuenta que Europa vivía entonces un periodo liberal claramente sembrado por los vientos de la revolución liberal española y de su Constitución de 1812, resucitada con el “pronunciamiento de Riego”, en 1820, evento que tuvo importantes ecos en Portugal (González, 2012).
Cuatro años después de la llegada de João VI a Brasil, cuando, como resultado de su firmeza de ánimo, España promulga la Constitución de 1812, otra vez la postura de la realeza portuguesa da muestras de su acobardamiento y pusilanimidad. El entonces Príncipe Regente, João VI, pensando en las consecuencias que pudieran tener en Portugal las ideas liberales españolas, decidió encargar al conselheiro Silvestre Pinheiro Ferreira un estudio que, al final, vino a llamarse Memórias Sobre os Abusos Gerais e Modo de os Reformar e Prevenir a Revolução Popular, redigidas por Ordem do Príncipe Regente no Rio de Janeiro em 1814 e 1815.
Aquellos consejos, sin embargo, no fueron seguidos, puesto que, con la vuelta de Fernando VII a España, tras la derrota de Napoleón, el absolutismo volvía a instalarse en la península ibérica. Y al futuro rey, João VI, le pareció que el peligro de procesos revolucionarios había pasado y la reforma de la monarquía ya no era necesaria (Duzentos Anos da Constituição de Cádiz, 2012).
Gran equívoco, pues la Constitución de Cádiz acabó informando, cerca de un lustro más tarde, una importante conflagración en el país vecino. La Revolución de Oporto (Revolução do Porto), que tuvo inicio en octubre de 1820 y de la que resultó la independencia de Brasil y sus separación de Portugal, estuvo fuertemente influida por el modelo liberal de la carta gaditana (Barreto y Pimentel, 2011).
VII. Las Cortes de Cádiz y la vigencia de la Constitución
El 24 de septiembre de 1810, en la Isla de León, se reunían los diputados españoles de ambos hemisferios -España, América y Asia- en Cortes Generales y Extraordinarias.43 A su paso, en comitiva, para una misa previa en la iglesia de San Pedro y después para el teatro del lugar, donde comenzaría su reunión inaugural, una gran multitud acogía con aplausos, vivas, flores y panfletos, y con canciones patrióticas.
Menos de seis meses después de comenzados los trabajos constituyentes, el 20 de febrero de 1811, las Cortes se mudaron para el Oratorio de San Felipe Neri, en la ciudad de Cádiz, que ofrecía mejores condiciones de seguridad ante el supuesto peligro de inminente bombardeo de la isla por el ejército invasor napoleónico.
Finalmente, en un día lluvioso de inicios de primavera, se proclamaba la nueva, esperada y ansiada Constitución (Solís, 1969: 220 -259). Era el 19 de marzo de 1812. Siendo día de San José, los españoles la recibieron con fiestas y alegría, bajo gritos de “Viva la Pepa” -equivalente femenino de Pepe, apodo de aquellos que se llaman José-.
De vida bastante breve (1812-1814), pero fecunda, la Constitución contó, en su elaboración, con la participación de dos grupos ideológicos: liberales y absolutistas.44
Sin embargo, el 4 de mayo de 1814, Fernando VII, de vuelta de Francia, disolvía, por decreto, las Cortes, y derogaba la Constitución, enviando al exilio los liberales y empezando un reinado conocido como Sexenio Absolutista (1814-1820).
El 1o. de enero de 1820, los militares perpetraron un golpe de Estado (el Pronunciamiento de Riego) en la localidad de Cabezas de San Juan, durante el cual el comandante Rafael de Riego promulgó otra vez aquella Constitución.
Fernando VII tuvo que aceptarla y jurarla, dando inicio al Trienio Liberal (1820-1823).45 Durante aquellos tres años, estuvo otra vez en vigor la Constitución de 1812.
Sin embargo, el antes “deseado” Fernando VII, cuyos actos le granjearon la fama de “rey felón”, traidor y desleal al pueblo, conspiraba, rompiendo sus promesas de fidelidad a la Constitución. Recurrió a la Santa Alianza (Rusia, Austria, Prusia y Francia), que, con la ayuda aun de Inglaterra, vino en su auxilio para instalar otra vez un gobierno absolutista, la Década Ominosa (1823 -1833), en el que no cabía aquella carta constitucional y que duró hasta el fin de sus días.
Muerto Fernando VII, y mientras se preparaba la Constitución posterior, otra vez la “Pepa” tiene un corto periodo de vigencia (1836-1837).
VIII. El liberalismo inglés y asturiano de las Cortes gaditanas
Lo que más llama la atención en la lectura atenta de la Constitución de Cádiz es el mensaje de libertad que ella trae. Es un texto innovador que, de algún modo, rompe con la tradición -aunque no falte a quien le parezca muy poco rupturista- e inaugura una nueva era en la vida política del país. Según Sánchez Agesta, el mismo diputado Agustín Argüelles, miembro de la Comisión Constituyente, se refirió a esa ruptura: “Una convulsión universal, simultánea y violenta cual jamás agitó a ningún país civilizado, desencadenando todas las pasiones, aniquiló a un mismo tiempo las autoridades, las leyes y cuantas barreras podían contener el ímpetu de un pueblo enfurecido” (Sánchez, 2011).
Sin embargo, es necesario señalar, también, que no se partió completamente de cero para la elaboración de la Constitución. Las palabras iniciales del Discurso Preliminar corroboran esa afirmación: “Nada ofrece la Comisión en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española”. Y las finales rematan en el mismo sentido: “Las bases de este proyecto han sido, para nuestros mayores, verdades prácticas, axiomas reconocidos y santificados por la costumbre de muchos siglos”.46
Es apasionante constatar que aquellos hombres reunidos en Cádiz hayan tenido el coraje y la perseverancia de crear un nuevo orden jurídico (fundado en los principios de doctrina clásica españoles), asumiendo formalmente, por primera vez, la autoría de su propio destino como nación y dando el paso decisivo del Antiguo Régimen para el moderno liberalismo.
Al comentar la reacción del pueblo como espectador de los debates de la Asamblea Constituyente reunida en la sesión de 14 de octubre de 1811, el diputado Antonio de Campmany apuntó:
En cuanto a la opinión que se debe tener del Congreso, contaré un hecho: A los quince días de haberse instalado las Cortes, un caballero inglés, literato, erudito y diplomático, y hombre que ha recorrido todo el mundo, asistió a tres o cuatro sesiones, y salió tan enamorado de la libertad, orden y espíritu verdaderamente nacional que reconoció en ella, que en buen francés dijo delante de los coroneles ingleses y de mí: “me da vergüenza de ser miembro del Parlamento de Inglaterra...” (Solís, 1969: 242).
El origen de tal liberalismo, presente en el espíritu de la mayor parte de aquellos diputados, vertido en el texto constitucional en forma de liberalismo político, se va a encontrar en el hecho de que no pocos de ellos habían estado en Inglaterra, cuna del liberalismo económico de Adam Smith, David Ricardo y otros. La posición geográfica de Asturias, situada al norte del país, a las orillas del Mar Cantábrico, facilitaba el contacto de sus intelectuales con Gran Bretaña.
Muchos de aquellos constituyentes eran asturianos. En verdad, no se puede hablar de las Cortes de Cádiz sin referirse a Asturias.
Fernández Sarasola presenta los discursos de siete asturianos entre los Padres Fundadores del venerado Código de 1812. Ejercieron un papel fundamental de protagonistas privilegiados en las Cortes de Cádiz, que hubieran sido otras sin su presencia (Sanjurjo, 2012: 13). “Liberales unos, realistas otros, unos adeptos al modelo británico, otros al francés, unos más apegados a la tradición nacional, otros más atentos a las novedades europeas” (Sanjurjo, 2012: 9).
Joaquín Aréstegui realza la importancia de los asturianos en las Cortes, citando en especial el imprescindible liberal Gaspar Melchor de Jovellanos (Aréstegui, 2010).
El Principado de Asturias ya había ejercido otro gran papel en la historia española, resumido por el dicho popular según el cual “Asturias es España, y lo demás, tierra conquistada”, que se explica por su resistencia a las invasiones moriscas, a la que se dio el nombre de Reconquista.
En la Batalla de Covadonga (722 d.C.), don Pelayo había derrotado los árabes, comenzando el proceso de Reconquista. Europa respiraba; Hispania se transformaba en España. Los reyes asturianos emprendieron una nueva etapa, que culminó en el siglo XV con los reyes católicos.
Si los constituyentes de Cádiz se empaparon del liberalismo de la democracia parlamentaria inglesa, ésta, en verdad, bebió, a su vez, de fuente española. La cuna de la democracia parlamentaria no es Inglaterra, como inadvertidamente aún se cree, sino el Reino de León, en España. En 1188, el Rey Alfonso IX otorgó lo que se puede llamar la primera carta magna española, bastante anterior a la Magna Carta inglesa de Juan Sin Tierra (1215):
La carta magna hispana se dirigía a un pueblo que no conocía el régimen feudal, sino una organización beneficiaria y vasallática, a un pueblo cuya aristocracia laica y clerical sólo había logrado una fuerza limitada, a un pueblo articulado en grandes municipios libres, y fue por ello más liberal y democrática que la de Juan Sin Tierra. Los procuradores de las ciudades o villas de los reinos asistieron desde entonces a las Cortes. Y en la segunda mitad del siglo XII no sólo llegaron a dominar en ellas, sino que hicieron de la monarquía castellano-leonesa una monarquía parlamentaria limitada, como ninguna otra en Europa por entonces.47
IX. La nación española: concepto clave en la Constitución de Cádiz
Otra gran innovación de la constitución de Cádiz, en comparación con las Constituciones a ella anteriores (la francesa, la norteamericana y, menos conocida, la sueca), está en el concepto de nación política que ella inaugura.48
Título I
De la Nación Española y de los Españoles
Capítulo I
De la Nación Española
Artículo 1. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.
Artículo 2. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.
Artículo 3. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
Artículo 4. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen (España, 2012: 112).
Todo ese articulado fue innovador entonces.49 Aunque el debate sobre la titularidad de la soberanía ya fuera un acontecimiento presente en la realidad española desde el final del siglo XVII, fue el vacío de poder el responsable de que él saliera de las sombras en que se trababa para exponerse abierta y apasionadamente en las Cortes de Cádiz. Finalmente, la soberanía fue reconocida como principio en la Constitución (Sanjurjo, 2012: 21).
Acabó plasmada en el artículo tercero, según el cual la auténtica soberanía pertenecía esencialmente (y no radicalmente, como querían los realistas) a la nación, a quien correspondía con exclusividad el derecho de establecer sus leyes fundamentales.50 A final de cuentas, fue el pueblo español, en su lucha encarnizada y sin tregua contra el invasor francés, quien ganó a pulso y quien conquistó su soberanía con la propia sangre.
Como observa el brasileño Tobias Barreto, “soberanía no es un derecho, es un hecho. Quien dice soberanía, dice poder supremo, absoluto, independiente; y decirse esto es lo mismo que decir fuerza absoluta, irresistible. Soberanía y fuerza son términos correlatos. Donde hay fuerza, está la soberanía; donde falta la fuerza, la soberanía es frase, es nula” (Barreto, 1926: 75).
Durante la Edad Media y la Edad Moderna europeas, el término “nación” tenía un sentido bastante diferente del sentido contemporáneo de que esta palabra se reviste, nacido con las revoluciones que desembocaron en los movimientos constitucionalistas.
“Nación” era entonces una acepción51 étnica e histórica: denominaba aquellas sociedades cuyos individuos procedían de un mismo origen y que se integraban, juntamente con otras naciones, bajo la autoridad de un príncipe capaz de consolidarlas todas en un proceso de homogeneización cultural (lengua, costumbres, religión, etcétera).52 No era, aún, una acepción política, pues, entonces, la soberanía no residía en ella (nación), sino en el monarca, verdadero poseedor del poder político.
La proclamación de la Constitución de Cádiz representó el paso de una concepción histórica -especie de nación étnica, el conjunto de relaciones sociopolíticas que se había formado a lo largo de los siglos de historia española (Sanjurjo, 2012: 94)- para una acepción política de “nación”.
De una situación en la que la soberanía residía en el monarca, autoridad que detenía el poder político, se pasó a otra, en que la soberanía es un concepto nuevo, contemporáneo, nacido en los siglos XVIII y XIX, a partir de los procesos revolucionarios -de que la Constitución de Cádiz es uno de los más importantes ejemplos- que derrotaron el absolutismo real del Antiguo Régimen.
La nación se reorganiza, de nación histórica en nación política; y pasa a ser la nación -y no más el rey (que, en el caso español, había sido despojado por Napoleón Bonaparte en Bayona)- quien se constituye en depositaria de la soberanía. En el proceso, se restaura la monarquía española que Napoleón había intentado usurpar, pero ya en forma de monarquía constitucional.
La nación aparece, así, como sujeto titular de la soberanía, como sujeto directo de la vida política. “La nación, por tanto presupone el Estado (y no al revés), un Estado en cuyo seno se produce un proceso por el que sus partes son distinguidas individualmente (y ya no estamentalmente) e igualadas en derechos ante la ley” (Abascal y Bueno, 2008: 114).
Así, nace el principio de “soberanía nacional”, “que a partir de este momento se irá imponiendo (en Francia, en España, en Bélgica...) y al que se subordina ahora, si es que se conserva, la autoridad real” (Abascal y Bueno, 2008: 109-121).
Ese proceso, el del nacimiento de la nación política española, tiene características propias -una de las más importantes siendo el involucramiento de los indios americanos en el fenómeno-, muy bien explicadas por Abascal y Bueno, por lo que merece la pena la cita, pese a su extensión:
España, pues, se transforma en Nación política a partir del rechazo producido contra la invasión napoleónica, siendo además una de las primeras naciones en constituirse en este sentido. Pero la formación de España como nación política no surge de un vacío político previo, sino que es un proceso que surge en el seno del Antiguo Régimen, en particular, en el seno de una sociedad política imperial sobre la que se constituyó España como “nación histórica” (es decir, España ya existía políticamente como sociedad política antes de constituirse en nación política; existía como imperio). Un imperio, además, a través de cuyo desarrollo, enfrentado a otras potencias políticas, no sólo se configura España como nación histórica, sino que también se establecen las primeras redes efectivas de “globalización”, sobre todo a partir de la circunnavegación del globo, por la que sus partes, antes incomunicadas, comienzan a interrelacionarse a través del comercio, la evangelización, la explotación, la guerra, procurando involucrar, para bien o para mal, de un modo efectivo (y no de manera intencional) a todo el género humano en el proceso civilizatorio. El Imperio español, y la nación española a él circunscrita (con la participación desde el principio de vascos, catalanes, castellanos, aragoneses, gallegos, andaluces, etcétera), si bien no logra gobernar a la “Humanidad” (según tal proyecto imperial), es capaz con todo de “envolver” territorios y “gentes”, nos referimos sobre todo a los indios americanos, hasta ese momento completamente desconocidos. Un envolvimiento que en absoluto implicó la desaparición (por aniquilación) de los indios, sino, al contrario, su incorporación de pleno derecho (legislación de Indias) a la “nación española” en tanto que súbditos del Rey Católico, poniendo así las bases de lo que supondría su ulterior emancipación (Abascal y Bueno, 2008: 115 y 116).
X. Conclusión
Legado de la Guerra de la Independencia que el pueblo español trabó contra el enemigo francés en el campo de batalla y en el campo de las ideas, la Constitución de 1812 -tantas veces estigmatizada como copia de la francesa- fue escrita con espíritu de originalidad e independencia, reconocido por uno de sus mayores estudiosos, Karl Marx.
Aunque los estudiosos del constitucionalismo no nieguen la entidad de los cambios surgidos a partir de 1810 -año en el que las Cortes de Cádiz se reunieron-, los actuales debates se centran en la pregunta acerca de si aquellas transformaciones sufridas en el tránsito del antiguo al nuevo régimen fueron, en esencia, capaces de instituir un orden político realmente nuevo, original, singular, o si se limitaron a dar continuidad al anterior con nuevas vestimentas, bajo la forma de un corpus constitucional.
¿Continuidades o transformaciones? ¿Qué es lo que predominó con el surgimiento de la Constitución de Cádiz?
Queda respondida la pregunta, a nuestro modo de ver, no sólo por los estudios de Marx, como por la imprescindible aclaración que sobre la acepción política de “nación” hizo el filósofo Gustavo Bueno en el conteto del nacimiento de la Constitución de 1812.
Su singularidad se configuró desde el inicio de su proyecto, con la participación de todos los españoles, de ambos hemisferios, como representantes de una nación que comenzara a formarse siglos antes (en un proceso civilizatorio que involucró todo el género humano -blancos, indios y negros- a partir de descubrimiento de América) y que fue lentamente concientizándose de su condición soberana en los siglos siguientes.
Su carácter liberal e independiente, también fruto de un proceso que ya venía de lejos, desde las cortes de León, en el siglo XII, fue recuperado mediante el compromiso que los constituyentes tuvieron con la secular tradición legislativa española.
Aunque no tuviesen como programa escribir una Constitución modelo, los constituyentes de Cádiz, sin cualquier intencionalidad, acabaron elaborando un documento que pasó a ser referencia para diversas Constituciones, aunque el peso del pasado imperial español sea, hasta los días actuales, una fuente de prejuicio para el reconocimiento de su influencia en muchos países de América.