Introducción
El propio concepto de vulnerabilidad no nació al interior de la bioética, sino que fue elaborado y utilizado principalmente por la filosofía europea continental y aplicado inicialmente en las discusiones de temas sociales y políticos. Se convirtió en un principio bioético explícito sólo con el “documento de Barcelona”.1 Este hecho resulta evidente si consideramos las etapas sucesivas de la Declaración de Helsinki (“Principios éticos para las investigaciones médicas en seres humanos”), que es el documento promulgado por la Asociación Médica Mundial, el cual se menciona muy a menudo como primer texto oficial en la historia de la bioética.
En su primera redacción (Helsinki, 1964) no hay huella del concepto de vulnerabilidad, y lo mismo vale para sus 7 revisiones y 2 “clarificaciones” que se hicieron después (Tokio, 1975; Venecia, 1983; Hong Kong, 1989; Summerset West, 1996; Edimburgo, 2000; Washington, 2002 [clarificaciones]; Tokio, 2004 [clarificaciones]; Seúl, 2008; Fortaleza, 2013), hasta la sexta revisión de 2008, en la cual se incluye, entre los principios fundamentales, el respeto del individuo y la protección de la persona, y se afirma claramente que el bienestar y la salud del sujeto tienen la prioridad. Además, se reconoce la creciente vulnerabilidad del individuo y se dedican tres párrafos a la consideración de los “grupos vulnerables”.
Varias razones explican esta evolución: la primera es que la Declaración de Helsinki, así como sus sucesivas revisiones, concierne únicamente al problema de la investigación clínica; es decir, a un ámbito muy delimitado de la propia ética médica (hacemos notar que el mismo comentario se aplica al Informe Belmont de 1978).
En segundo lugar, hay que considerar que a lo largo de esos muchos años los desarrollos de la ética médica han impulsado una continua re-elaboración del documento, de tal manera que del primer texto constituido por 11 párrafos, se ha llegado al último de 37, incluyendo ciertos puntos controvertidos (así que algunos países se consideran vinculados sólo por redacciones anteriores de la misma Declaración).
La Declaración de Helsinki tiene una importancia especial porque, sin ser un documento “vinculante” desde el punto de vista estrictamente jurídico (al ser promulgada y revisada por las Asambleas de la Asociación Médica Mundial), es una referencia casi obligatoria para los médicos de los varios países de esta Asociación.
Los Principios de Barcelona,2 por otro lado, no tienen de por sí valor jurídico internacional, pero, presentándose bajo la forma de recomendaciones presentadas a la Comisión Europea y aceptados por ella, se han convertido en indicaciones muy fuertes que los diferentes estados de la Comunidad Europea en parte han tratado de traducir en disposiciones legales en su interior. De todas maneras, representan puntos de referencia fundamentales para la disciplina de varias cuestiones bioéticas dentro de la misma Comunidad.
La Declaración de la UNESCO
Un instrumento mucho más poderoso es la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos aprobada por aclamación por la 33a Sesión de la Conferencia General de la UNESCO en 2005 (cfr. UNESCO, 2005). Esta Declaración es el primer instrumento ético internacional que reconoce el vínculo entre bioética y derechos humanos y, al mismo tiempo, proporciona principios bioéticos mundiales a la comunidad internacional. Es el primer documento sobre políticas mundiales en el campo de la bioética, ya que los principios defendidos en él han sido adoptados por los gobiernos; en total, más de 192 estados miembros de las Naciones Unidas se han adherido a la Declaración.
La declaración contiene 15 artículos, y es interesante notar que el artículo 8º menciona explícitamente dos de los Principios de Barcelona (integridad y vulnerabilidad): “Al aplicar y profundizar el conocimiento científico, la práctica médica y las tecnologías asociadas, debería tenerse en cuenta la vulnerabilidad humana. Debe protegerse a las personas y grupos especialmente vulnerables y respetarse su integridad”. Considerando esto, resulta natural que en la sexta revisión de la Declaración de Helsinki (de 2008) el principio de vulnerabilidad haga su aparición. Con respecto a los Principios de Barcelona, se puede notar una clara afinidad en lo que concierne a la presentación de diferentes tipos de vulnerabilidad y a la identificación de grupos vulnerables, pero hay diferencias significativas, ya que la perspectiva de la Declaración UNESCO es estrictamente “antropocéntrica”; es decir, limita la aplicación de las nociones de integridad, vulnerabilidad y protección a los seres humanos, y no la extiende a otras formas de vida ni tampoco al medio ambiente, como hacen los Principios de Barcelona. Merece ser señalado que en la Declaración no se encuentra una definición de vulnerabilidad, lo que por un lado ha facilitado su amplia aceptación, pero por otro se ha prestado a interpretaciones muy diferentes que han alimentado una copiosa literatura académica de tipo crítico. En los Principios de Barcelona no se da una “definición” explícita de la vulnerabilidad en sentido técnico, pero sí la que podemos considerar como una “definición contextual”, la cual, como se sabe, es considerada una forma de definición satisfactoria desde el punto de vista epistemológico. Este tipo de definición consiste en aclarar las relaciones recíprocas que conectan el concepto de vulnerabilidad con los demás conceptos del sistema de principios propuesto. Así se expresa el texto de Barcelona:
“La vulnerabilidad expresa dos ideas básicas:
(a) Expresa la finitud y la fragilidad de la vida en las que, en aquellas personas capaces de autonomía, se funda la posibilidad y necesidad de toda moral.
(b) La vulnerabilidad es el objeto de un principio moral que requiere del cuidado de los vulnerables.
Los vulnerables son aquellos cuya autonomía, dignidad o integridad son susceptibles de ser amenazadas. Como tales, todos los seres que tienen dignidad son protegidos por este principio. Pero el principio exige específicamente no sólo la no interferencia con la autonomía, dignidad o integridad de los seres, sino que reciban asistencia para poder desarrollar todo su potencial.” 3
Viendo las cosas desde el exterior, se podría pensar que el ingreso del principio de vulnerabilidad en la Declaración UNESCO de 2005 fue una especie de fruto maduro de las reflexiones acerca de este concepto presentes desde hace algunos años en la literatura, además de haber sido escogido como principio fundamental en el documento de Barcelona. En realidad la cosa no fue tan simple, no sólo a causa de las controversias acerca del propio concepto de vulnerabilidad de las que hemos hablado, sino porque no pocos veían con sospecha la aceptación de este principio como una amenaza a ciertas “libertades” en campo bioético que consideraban ya conquistadas. Como se puede ver en un artículo de Gonzalo Miranda, quien asistió a los trabajos de la Comisión UNESCO que elaboró la Declaración, la inclusión del principio de vulnerabilidad fue casi un evento inesperado.4 Por otro lado, se pueden encontrar razones un poco más escondidas pero reales de esta reticencia en admitir el principio de vulnerabilidad. Nadie puede negar que la protección y el cuidado de los débiles, de los marginados, de los pobres y de los enfermos son elementos fundamentales de la ética de muchas religiones y, de manera muy fuerte, de la ética cristiana que, además, reconoce en todos los seres humanos (y especialmente a los más vulnerables) una dignidad especial que se sobrepone a su fragilidad, y es el reconocerlos como “hijos de Dios”.5 Se trata de una actitud que va mucho más allá del sentimiento de “compasión”, que parece lo máximo que una ética secularizada puede aceptar como un “hecho” natural y que, sin embargo, no conlleva una verdadera obligación ética.6 Por tanto, no parece arbitrario pensar que, tras ciertas resistencias contra la inclusión del principio de vulnerabilidad en la bioética, opere una desconfianza hacia una supuesta interferencia de elementos “confesionales” en una bioética que quiere ser “laica”.
La nueva actitud hacia el diagnóstico prenatal
La aceptación del principio de vulnerabilidad tiene muchas consecuencias directas en campo bioético. Entre ellas destaca, en particular, un cambio en la actitud negativa que muchas éticas de tipo “personalista” y de inspiración religiosa manifestaron hacia la práctica de los diagnósticos prenatales. Reducidas a su núcleo esencial, estas actitudes veían el diagnóstico prenatal como una especie de preámbulo al aborto: el fin de este diagnóstico; es decir, si el feto tiene o no tiene ciertas enfermedades o defectos y, si los tiene, se puede decidir abortar. Aparentemente se trata de un razonamiento correcto, porque se podría hasta reforzarlo planteando esta pregunta: ¿por qué alguien estaría interesado en tener un diagnóstico prenatal si de todas maneras no está dispuesto al aborto? Entonces, quien lo pide está explícitamente o implícitamente dispuesto al aborto en el caso de que el resultado salga desfavorable.
El primer punto débil de este razonamiento consiste en un juicio preliminar negativo acerca de las intenciones de un sujeto, que considera como única opción plausible la de abortar eventualmente. Puede ser que en concreto esto sea muy frecuente, pero nadie tiene el derecho de juzgar las intenciones no declaradas de un sujeto moral y, de hecho, es muy plausible otra intención, como la de “saber cómo están las cosas”, de informarnos acerca del estado de salud de un ser humano. Así lo hacemos muchas veces a propósito de personas queridas, amigos o conocidos, por un simple interés humano y sin ninguna perspectiva inmediata de acción. A menos que se trate de una información que nos revela en dicha persona un estado de necesidad en que nosotros podríamos ayudarle, nos sentiríamos interiormente obligados a brindarle esta ayuda.
Esta actitud es perfectamente lógica en el caso del feto: los padres quieren informarse acerca del estado de salud de su hijo y aceptan la noticia aun cuando sepan que él está muy enfermo y discapacitado, simplemente porque lo quieren. Tal era la situación que se daba unas décadas atrás, cuando “no había nada que hacer” para mejorar la salud del feto y la razón para no abortarlo era sólo de tipo moral y afectivo. Hoy la situación ha cambiado mucho y los logros de las terapias prenatales (y en particular de la cirugía fetal) son asombrosos. De tal manera que no sólo se puede constatar que muchas de las previsiones negativas de ciertos diagnósticos prenatales (como la amniocentesis) eran totalmente falsas, sino que se pueden tratar dentro del útero materno muchas patologías fetales; en los casos más afortunados se alcanza una verdadera cura total; en otros se reduce notablemente el tamaño y el impacto de la enfermedad, abriendo la perspectiva para el futuro recién nacido de sobrevivir y poder recibir otros tratamientos eficaces después de su nacimiento.
El problema es que aún ahora la mayoría de las parejas no cuenta con la información necesaria para saber lo que es el diagnóstico prenatal y sus beneficios.
Hoy existe un gran número de pacientes embarazadas y sus parejas, así como muchos médicos, incluyendo gineco-obstetras, piensan que el diagnóstico prenatal sirve únicamente para detectar malformaciones fetales y cromosomopatías y así decidir la terminación del embarazo. Sin embargo, el propósito del diagnóstico prenatal no es éste; su finalidad es poder diagnosticar diversas patologías fetales y permitirle a la pareja prepararse tanto física como psicológicamente para el nacimiento de estos fetos con patología, brindándoles apoyo durante las consultas prenatales para el mejor desenlace del embarazo, y ayudar a obtener la mejor calidad de vida por medio de la intervención oportuna de un equipo multidisciplinario. Igualmente sucede en el caso de patologías incompatibles con la vida o de muy pobre pronóstico: se trata de ayudar a la pareja a la mejor comprensión, aceptación y resignación.
Aunque sobre este tema no queremos detenernos aquí, lo que nos importa es subrayar lo siguiente: no sería correcto afirmar que ahora es posible considerar más favorablemente la práctica de los diagnósticos prenatales porque los desarrollos de la medicina fetal nos abren opciones claramente positivas en cuanto favorables para el feto. En realidad lo que ha pasado es lo opuesto: las incansables investigaciones y actividades en este campo han sido promovidas y realizadas porque personas éticamente contrarias al aborto se han sentido moralmente comprometidas a encontrar los medios para asistir y ayudar a ese pequeño ser humano que se había decidido no hacer morir. Luego, como siempre ocurre, una cosa estimula a la otra, en un circuito de feedback positivo gracias al cual resulta difícil, en un proceso complejo, decir cuál es la causa y cuál el efecto, ya que ambos se implican cíclicamente.
No se trata de una simple consideración metodológica, sino de la necesidad de no cambiar las prioridades éticas: el problema moral de no matar al feto persiste en los casos en los que las terapias fetales tienen una posibilidad de éxito extremadamente baja o nula. Se plantea de forma específica el problema del neonato terminal; es decir, de un neonato que llega a la luz después de un camino en que las terapias prenatales no han sido eficaces y hasta se sabía que no eran eficaces. Resulta claro, por tanto, que en este caso el problema deja de ser prevalentemente médico (ya que no concierne al tratamiento del feto) y se convierte en otro problema de tipo moral, psicológico, humano, social: en el problema de ayudar a los padres (y en particular a la madre) a aceptar y darle un sentido positivo a un embarazo posiblemente pesado cuyo éxito será un neonato moribundo. Un problema que concierne al seguimiento de estas personas después de la muerte del recién nacido, que -dentro de su especificidad- puede ser no menos complejo del seguimiento médico que tendrá que recibir un neonato que pudo aprovechar de buenos resultados de terapias prenatales pero que todavía necesitará otras terapias, operaciones y coberturas durante varios años. Dentro de este marco pierde aparentemente interés el bebé, ya que se reducen al mínimo y casi desaparecen las posibilidades de tratarlo medicamente. En realidad cambia sólo el tipo de interés hacia el mismo bebé, ya que en su caso se aplican “sobre medida” los mismos principios éticos y las mismas prácticas que se aplican al enfermo terminal: no se trata de curarlo, sino de “acompañarlo” hacia su muerte “digna”, con tratamientos paliativos y rodeándolo de un cariño “personalizado”.
Las reflexiones anteriores nos permiten ver al mismo tiempo la utilidad y los límites del principio de vulnerabilidad. Retomando algunas consideraciones ya presentadas al inicio, notamos que, por un lado es claro que el cuidado del feto enfermo puede considerarse como protección de un ser vulnerable y particularmente frágil, pero esto no sería suficiente para justificar esta protección hacia un ser al cual “no le sirve de nada”. En otras palabras, no todo lo que es vulnerable o frágil merece protección. Hay muchísimas cosas frágiles en el mundo que no consideramos dignas de protección. Hay que añadirle un valor a la cosa frágil para que surja la exigencia (moral o jurídica) de protegerla. Así, por ejemplo, una copa de cristal es frágil y por esto se considera razonable manejarla con cuidado y “protegerla”, pero si ocurre que se ha agrietado seriamente no seguimos cuidándola y la desechamos. A menos que se trate, por ejemplo, de un querido recuerdo de familia lo cual le confiere un valor particular y nos lleva a guardarla aunque sin usarla más. En el caso del feto incurablemente enfermo y sin esperanza de sobrevivir un tiempo razonable, su fragilidad de por sí no implicaría que lo guardáramos, sino que es el valor intrínseco que le reconocemos como ser humano lo que nos impone moralmente seguir guardándolo. Es la solidaridad entre seres humanos la que dicta la palabra fundamental para la aplicación del principio de vulnerabilidad y que nos lleva a respetarlo y “acompañarlo”, en lugar de desecharlo, cuando se presenta como “recién nacido” en los últimos momentos de su frágil existencia. Como dice Sabrina Paluzzi: “no pudiendo dar días a su vida, dando VIDA sus días”.7 El mismo discurso, obviamente, vale para el cuidado y la protección que tenemos que brindarles a los papás del neonato terminal durante y después de la gestación. Son personas vulnerables bajo un punto de vista diferente, con las cuales nos sentimos solidarios no sólo en cuanto entendemos las razones de su fragilidad, sino porque nos sentimos solidarios humanamente con ellos.
No es un argumento que trataremos, pero resultaría interesante distinguir la experiencia del deber cuidar y proteger al feto terminal por parte de los padres y por parte de los médicos: para ambos se trata de un sujeto vulnerable y digno de respeto en cuanto ser humano. Para los médicos es además un paciente. Para los padres es además un hijo.
Concluimos considerando que la finalidad del diagnóstico prenatal es estudiar completamente al feto, como un todo, no sólo por partes o por órganos y, en caso de enfermedad, ayudarlo lo más posible. La nueva actitud hacia el diagnóstico prenatal es el verlo no como una herramienta para realizar el aborto, sino como un instrumento útil para conocer el estado del feto, sea sano o enfermo, y poder ayudar tanto a los padres, como al feto mismo, para que tengan una adecuada calidad de vida tanto psicológica como físicamente.
Hoy día existen varios estudios tanto invasivos como no invasivos que nos ayudan a conocer el estado intrauterino del feto, razón por la cual hay quienes, aunque no acepten el aborto, consideran moralmente correcta la práctica de los diagnósticos prenatales porque, gracias a ellos, es posible descubrir y tratar de curar eventuales enfermedades fetales, que en un pasado relativamente reciente resultaba más hipotético que real, pero que hoy es posible gracias a los avances realizados en la medicina y cirugía fetal.8
Conclusiones
Por lo mencionado anteriormente, en este punto podemos plantear algunas conclusiones que apuntan al hecho de que el feto presenta todas las características de un individuo humano afectado por enfermedades y riesgos, y que, en cuanto tal, tiene que ser tratado como un paciente en el sentido propio y completo del concepto, tal cual se entiende en la medicina. Aunque esto parezca obvio, en realidad no se puede decir que haya penetrado en la mentalidad de muchos actores de las profesiones sanitarias y, en particular, que encuentre el debido lugar en su formación académica y profesional. El mismo discurso vale para el cuidado y la protección que tenemos que brindarles a los papás del neonato terminal durante y después de la gestación. Son personas vulnerables bajo un punto de vista diferente, con las cuales nos sentimos solidarios no sólo en cuanto entendemos las razones de su fragilidad, sino porque nos sentimos solidarios humanamente con ellos.
Tomar conciencia de ello puede ayudarnos a dar un sentido al cuidado que tenemos éticamente que ofrecer a otros seres humanos, quienes, debido a enfermedades, discapacidades, agotamiento de sus fuerzas y capacidades vitales, se encuentran en un estado no muy diferente (y no se trata simplemente de los enfermos terminales). Por el momento se encuentra en la conciencia colectiva una disponibilidad a darles un cierto cuidado a estas personas, pero está presente la tendencia a considerarlas un “peso” social del que tiene poco sentido seguir haciéndonos cargo. Por esta razón “creemos que el profundizar en la conciencia ética acerca del tratamiento de los fetos enfermos y de los neonatos terminales podría ayudar a desarrollar una correcta conciencia ética a propósito de tantos adultos “vulnerables” y a desarrollar las terapias y los cuidados que les convienen”.9