1. El nuevo derecho a la salud
El derecho a la salud, a la luz del interesante itinerario hermenéutico que ha hecho del hombre el eje del ordenamiento jurídico, representa hoy, un derecho “nuevo”,1 llevado a una dimensión más marcadamente personalista y subjetiva. Gracias al proceso de despatrimonialización2 y a la interpretación ontológica y axiológica de la persona humana, el concepto de libertad de tratamiento constituye una perfecta explicación del más amplio principio del derecho del cual habla el art. 13 constitucional:3 la tutela de la salud debe estar balanceada con la libertad personal del individuo, con su capacidad de autodeterminarse y salvaguardar su propia integridad física y psíquica. A falta de tal equilibrio, la persona no sería capaz de ejercer ningún otro derecho fundamental garantizado por nuestro ordenamiento jurídico y se encontraría limitada en la explicación plena de su propia personalidad.
En conformidad con el principio general extraído de la combinación de las reglas expresivas del más amplio principio personalista adoptado por nuestra Constitución,4 la persona es puesta como “centro de intereses y de valores en torno al cual se concentra el sistema de las garantías personales”.5 El individuo es núcleo central, sujeto autónomo; él decide por sí mismo sin que terceros, externos, puedan menoscabar tal explicación de su autonomía: ellos permanecen extraños, en la generalidad de los casos, al momento de la decisión del individuo; y, solamente ahí donde las decisiones del individuo autónomo puedan en abstracto lacerar sus otros derechos constitucionalmente garantizados, entonces será posible verlos trasladarse de un lado pasivo al activo. Pero, en ese caso, dicho traslado será justificado por el hecho de que ellos, tomados en su totalidad, habrán asumido las características de sujetos portadores de valores colectivos seguramente destinados a prevalecer (en la óptica del balance constitucional) sobre aquellos enaltecidos por el individuo particular en el ámbito de su propia autonomía de decisión.6
2. De la autonomía al consentimiento informado
En esta perspectiva, la importancia de tal libertad de elección se localiza en la relevancia que asume el así llamado consentimiento en las relaciones de tipo terapéutico. La salud es propia del hombre; de ella cada uno puede libremente disponer en conformidad con cuanto está previsto expresamente por los artículos 2, 13 y 32 constitucionales:7 el consentimiento representa el mejor modo para poder concretar esta libertad de elección en el contexto de las relaciones de salud. Ello incide claramente en aspectos de autonomía, independencia, derecho/deber de atender y hacerse atender; es el elemento imprescindible para lograr legitimar la actividad médicoquirúrgica.8
Es precisamente sobre la base del necesario reconocimiento de la libertad del paciente, en el ámbito de la relación de salud, que el “iluminismo de la medicina”9 hace su aparición como momento fundamental de una actividad por sí misma peligrosa; se vuelve momento propio de esta actividad y corresponde perfectamente al principio personalista que inspira nuestro ordenamiento:10 el paciente, para ser legítimamente sometido a cualquier tipo de tratamiento médico, debe necesariamente explicar desde el inicio su propia y legitimante voluntad de elección. En caso contrario, la actividad del médico terminaría por sustituir injustamente a la de su cliente.11 Eso ha de leerse como expresión de la consciente adhesión del paciente al tratamiento propuesto por el médico,12 como verdadero y propio derecho de la persona, que, encontrando fundamento seguro en los más objetivos principios fundamentales expresados por nuestra Fuente Suprema,13 pertenece a los principios inviolables.14 Por tanto, no puede ser comprometido en ningún modo y se vuelve “derecho no reconsiderable”15 del individuo.16
El principio del consentimiento a las intervenciones de los otros sobre la propia persona, constituye el natural corolario del más amplio principio de la libertad personal17 y «se concreta en la exclusividad del propio ser físico y psíquico en virtud del cual la persona no puede ser sometida a coerción en el cuerpo y en la mente, a violación de su esfera de libertad corporal e incluso solamente moral; todo poder o deber del médico sobre el paciente encuentra su raíz en la única y exclusiva fuente que es el consentimiento del paciente mismo, que representa el momento focal de la misma autorización legislativa de la actividad médica».18
3. Médico y paciente: del paternalismoal modelo liberal. Una relación que cambia
Una semejante aceptación del consentimiento como elemento imprescindible de la relación de tratamiento es el reflejo de un cambio de visión que, en el ámbito de la relación médico-paciente, ha llevado a la configuración de uno nuevo llamado modelo personalista, en lugar del llamado modelo paternalista.19 El modo de entender el tipo de interacción entre médico tratante y paciente enfermo, ha cambiado en manera sustancial sólo recientemente. Antes, a la luz de la restringida interpretación del art. 32 constitucional, se reconocía, sin ninguna duda, la sustancial posición de superioridad y supremacía del médico respecto a su asistido. Se consideraba que este último, ignorante en la materia, estaba privado de los conocimientos técnico-científicos propios de la actividad quirúrgica; y que, por tanto, debía estar necesariamente sujeto a la voluntad del especialista.20 Su inclusión en la fase de decisión era una inserción evidentemente mínima; se le consideraba solamente como objeto de un momento de tratamiento. El paciente debía aceptar acríticamente y con resignación las decisiones del médico; así, sufría las decisiones terapéuticas y las consecuencias negativas que de ellas se desprendieran. Es iluminante a este respecto, la definición de Parodi y Nizza,21 que miran al paciente en este modelo como un sujeto pasivo de relación obligada, un sujeto objetivamente inferior,22 un individuo que espera la atención y la salud como regalos de un generoso y milagroso beneficio, “súbdito fiel que realiza cuanto es ordenado por el médico”.23 La medicina era considerada arte y ciencia: ésa, como tal, representaba la máxima expresión de la libertad intelectual, antes incluso que profesional: su ejercicio y sus resultados difícilmente podían ser puestos en discusión. El médico, en homenaje al más denso principio hipocrático,24 representaba al sacerdote del cuerpo, se ponía como mago de la curación respecto al enfermo y desempeñaba una función paterna.
Hoy, en cambio, se asiste a una verdadera y propia emancipación del paciente25 y se reconoce una mayor autonomía al individuo enfermo, cuyas libres decisiones son legitimadas en el ámbito de una relación terapéutica paritaria y equitativa: la figura del médico resulta ser fundamental para los fines del tratamiento, pero no para los fines de las decisiones que la suponen.26 Por otra parte, «en las disposiciones constitucionales no existe ninguna huella de una concepción paternalista, así como nunca se la encuentra en la interpretación corriente de las mismas; nunca se ha configurado una limitación de la autonomía de los sujetos, salvo los casos de incapacidad, en función de la realización de los intereses de los sujetos mismos».27¿Por qué entonces debería verificarse en este ámbito, tal limitación, si nunca como en otros campos, precisamente en el médico, el interés del individuo de hacerse atender se vuelve predominante y no absolutamente corrompible, ni condicionable?
En este sentido, el médico debe incluir al paciente en todas las decisiones que se refieran al tratamiento de su estado físico y psíquico, no pudiendo absolutamente prescindir de su voluntad de decisión. Hoy, en la «relación médico-paciente se enfrentan dos centros de valoración y de decisión de las intervenciones a realizar en la gestión de la enfermedad»:28el paciente es consciente de sus propios derechos; para él es reconocida, a pleno título, su dignidad de sujeto capaz de autodeterminarse y de decidir respecto de las intervenciones diagnósticas y terapéuticas sobre su persona, propuestas por los médicos;29 él, en definitiva, confiándose a un médico, lo constituirá sí como garante de su propia salud, pero no ciertamente como señor absoluto de ella. La responsabilidad última de elegir si someterse a una determinada intervención, deberá necesariamente pesar, en este sentido, sobre el interesado.30
Se trata del modelo calificable como “liberal”, centrado en el principio de autonomía, al cual está sometida la convicción de que la voluntad de los individuos adultos y capaces no puede ser oprimida o anulada ni siquiera cuando el fin que se propone es el de realizar su bien;31 eso pone definitivamente aparte la general presunción de incapacidad del enfermo dependiente del modelo paternalista, afirmando que, la voluntad del enfermo, no podrá en general ser sustituida por la voluntad de otros sujetos.32
El rol del paciente «tiende a volverse cada vez más activo, en la dinámica comunicativa con el terapeuta, porque sólo al paciente corresponde formular aquellas indicaciones concretas (de carácter económico, familiar, más en general existencial) que, integrándose con aquellas estrictamente científicas elaboradas por el médico, permiten llegar, partiendo de un abstracto abanico de opciones (todas en principio plausibles y legítimas), a una decisión concreta de tratamiento».33
4. La información como requisito fundamental del consentimiento válido
Para que se pueda hablar de consentimiento válido, que dé legitimidad al tratamiento médico, es necesario que esté acompañado y precedido por una puntual información.34 El médico debe aportar a su paciente «en modo exhaustivo y completo, toda la información científicamente posible respecto a las terapias que pretende aplicar o la intervención quirúrgica que intenta realizar, con sus propias modalidades»,35 así como informarlo sobre el alcance de la intervención, sobre las inevitables dificultades, sobre los efectos alcanzables y sobre los eventuales riesgos, con el fin de ponerlo en las condiciones de poder decidir de manera consciente sobre la pertinencia de proceder.36
Esta información no tiene la finalidad de colmar las diferencias cognoscitivas tecno-científicas entre médico y paciente, cuanto, más bien, la de tutelar el derecho de autodeterminación de quien se somete a un tratamiento o a una intervención quirúrgica, logrando que tal sujeto pueda conscientemente elegir si legitimarlo o no.37 De este modo, la necesidad de que el consentimiento sea informado refuerza la visión de un proceso realmente participativo del paciente en las decisiones que involucran su cuerpo y su salud; y se degrada la idea de una estéril formalización de la relación en la cual la adhesión del enfermo al tratamiento está relegada a mera condición de remoción de la ilicitud del hecho.38
La obligación de información,39 la cual debe ser claramente adecuada, en términos de explicación, a la capacidad de comprensión del asistido, debe ser particularmente detallada40 y, si bien seguramente no incluya los así llamados riesgos imprevisibles, o bien los resultados anormales, puede decirse verdadera y directamente cumplida sólo en el caso en el cual el médico aporte toda la información científicamente posible sobre la intervención curativa, sobre las consecuencias normalmente posibles, aun si siendo tan infrecuentes como para parecer extraordinarias, en el balance entre riesgos y ventajas de la intervención. En otras palabras, también a la luz de la jurisprudencia, se puede afirmar que es lícita sólo la omisión de los riesgos imprevisibles, aquellos que corresponden a los casos anormales, en cuanto se colocan fuera de la esfera de control del médico y no tienen relieve según el id quod plerumque accidit (lo que mayormente ha sucedido).41
Es necesario puntualizar que, en vista de una intervención quirúrgica o de otra terapia especializada o verificación diagnóstica invasivas, la información no abarca solamente los riesgos objetivos y técnicos en relación con la situación subjetiva y con la situación de la ciencia, sino que abarca también la concreta, quizá carente, situación hospitalaria, en relación con las dotaciones y con los aparatos, y a su regular funcionamiento, de modo que el paciente pueda no sólo decidir si someterse o no a la intervención, sino también si hacerlo en aquel hospital o bien pedir transferirse a otro.42
Por esto, cuando la información es inadecuada y no pone al paciente al corriente respecto de los riesgos y beneficios que implica la intervención, el consentimiento eventualmente otorgado por el paciente resultará inválido, porque estaría viciado y sería incapaz de discriminar la actividad médico-quirúrgica, que, como tal, sería arbitraria, ilícita y fuente de responsabilidad (claramente, fuera de casos en los cuales el tratamiento de salud es obligado por ley o bien incurre en un estado de necesidad).
Y se cae también en tal ilicitud aun cuando la intervención ha sido realizada bien y según el interés del paciente. La lesión al derecho de autodeterminación exige un resarcimiento del daño, independientemente de que como resultado de la intervención, arbitrariamente realizada, se haya efectuado un daño biológico (como hasta hace poco tiempo se pensaba).43 Este daño, entonces, podrá determinar sobre el plano del quantum (cuánto), lo que es resarcible, en el sentido de que será válido para concretar la subsistencia de un daño (consecuencia biológica) sumando otros daños eventuales, patrimoniales y/o no patrimoniales, sufridos a causa de la lesión de su derecho de autodeterminación. Pero la responsabilidad del médico por la lesión del derecho de autodeterminación del paciente podrá fincarse también ante un resultado afortunado, al provocar un daño no patrimonial inesperado.44 Obviamente se debe considerar que, con el fin de que se configure legítimamente el nacimiento de tal derecho al resarcimiento aun en ausencia de un daño biológico, el paciente debe probar haber sufrido un efectivo daño como consecuencia de tal violación: póngase el caso de un sujeto que, intervenido, se lamente de la presencia de algunas cicatrices. Aquí, el paciente deberá probar que, si hubiese sabido de su presencia, no habría aceptado someterse a la intervención, pudiendo pedir el resarcimiento de los daños patrimoniales (gastos sostenidos para eliminar por medio de cirugía plástico-estética los detalles antiestéticos de quibus (de los cuales se trata), y eventuales ganancias perdidas derivadas de esta nueva condición estética -imagínese la eventualidad de una desnudista, quien podría ser afectada, en el plano laboral, por una situación de este tipo-) además de los otros no patrimoniales no biológicos (compro-bando, en este caso, haber soportado una lesión a su dignidad que ha marcado su existencia en momentos cruciales de sufrimiento, físico y psíquico).45 En caso contrario, el daño derivado de la lesión del derecho de quo (del cual se trata) se configuraría como un mero daño-evento (y sería así resarcible por el solo hecho de que el médico, con la conducta negligente, ha violado las disposiciones para la tutela del paciente). Ciertamente, no será simple para el paciente lograr probar la subsistencia del mencionado daño no patrimonial; ni será simple para el juez lograr cuantificarlo con el fin de la liquidación. Quedan abiertos varios problemas en este plano; mismos que llevan frecuentemente a los tribunales a decidir, entonces, de manera contradictoria entre ellos.46
La ley Gelli-Bianco, que ha intervenido recientemente en el tema, no ha tratado específicamente la cuestión: ciertos aspectos eran contemplados en el proyecto de ley inicial, pero luego aparecieron puntos donde se evita que, apoyándose en su subsistencia (teniendo en cuenta el hecho de que tales problemáticas abarcan cuestiones éticas, antes que jurídicas), en ámbito político, pudiesen existir comportamientos para obstaculizar la aprobación definitiva de la ley misma.
Sin embargo, la ley incide de algún modo, si bien indirectamente, también en algunos aspectos relativos a tal disciplina: hasta ahora se consideraba que la naturaleza de la responsabilidad del médico, en caso de consentimiento inválido o bien ausente, era de tipo precontractual (atribuible, según la jurisprudencia mayoritaria, a la contractual según el art. 1218 del código civil). Hoy, excluidos los casos en los cuales se hace valer la responsabilidad de la institución, o bien subsiste un claro y explícito contrato con el médico citado en juicio, la responsabilidad será configurable como extracontractual, no existiendo ya la posibilidad de encontrar ningún tipo de “contrato social” entre el médico y el paciente.
Además, esta normatividad, refiriéndose expresamente a la responsabilidad, como está previsto por la ley Balduzzi, prevé que, en el cuantificar el daño biológico reclamado y demostrado por el paciente, el juez deba aplicar los artículos 138 y 139 del código de los seguros privados, en lugar de las más generosas tablas de Milán.
Actualmente está en curso de aprobación un proyecto de ley de iniciativa parlamentaria que se espera aporte claridad al tema, controlando todos los aspectos que hoy, no obstante la obra clarificadora de la jurisprudencia, no están muy claros.
5. Algún relieve crítico
La información en relación con el asistido se vuelve, por tanto, un proceso de comunicación entre el profesional de la salud (que aporta noticias en cuanto conocedor de la materia) y la persona a atender (la cual pide explicaciones y desea ser informada sobre los resultados esperados/complicaciones posibles). Se ha de proponer claramente a fin de estimular a quien recibe tal información a que tenga una participación crítica; además, no debe agotarse en un solo coloquio, sino debe necesariamente desarrollarse en todo el proceso asistencial.
Sin embargo, esto no sucede; frecuentemente el intercambio se agota en un solo coloquio inicial entre médico y paciente; y, peor, no sirve para estimular al paciente para algún tipo de participación. Hoy se asiste a una excesiva estandarización de los procedimientos informativos, los cuales son las más de las veces relegados a mera formalidad burocrática:47 el consentimiento informado, por tanto, pierde relevancia y el motivo por el cual ha nacido es vaciado de su significado moral; se vuelve un mero deber, una mera obligación de comportamiento que, realizado, libra al médico del compromiso de una eventual complicación futura de salud; se configura como un formulario que protege al médico de posibles problemas judiciales, en la óptica de la medicina defensiva,48 y no sirve para hacer verdaderamente consciente la decisión del paciente atendido.49
Además, la información aportada a los pacientes (objeto principal del consentimiento) sí es comprendida, en la mayor parte de los casos, por los asistidos,50 pero está todavía lejana de estar en línea con la centralidad del paciente. Así, se crean con frecuencia diversas incomprensiones entre médico y paciente, de las cuales derivan en consecuencia numerosas peticiones de resarcimiento de los daños sufridos y, en la óptica de quien lo requiere, no consentidos.
La relación médico-paciente, entonces, sufre una fuerte despersonalización: el vínculo obligatorio está marcado por los modelos estrictamente contractuales51 y se provoca un empobrecimiento comunicativo del proceso sanitario. Un acto que debería servir para acercar los polos de la relación, en verdad los aleja:52 en este sentido, lo que debería ser el encuentro entre médico-paciente se vuelve choque; y la comunicación (ausente) se vuelve un «diálogo entre sordos, que se traduce en una relación lejana, fría y llena de sospechas; la información, traducida en la práctica del consentimiento informado, se vuelve la caricatura de sí misma».53
No obstante su amplia autonomía de decisión, en cambio, el asistido tiene necesidad del médico en todo el itinerario curativo y debe necesariamente crear con él una relación de confianza con base en la cual poder elegir y hacerse aconsejar.54 Esto se debe a que el enfermo, en el acto de su decisión autónoma, pierde en realidad la capacidad de evaluar racionalmente su propia condición patológica a causa del estatus emocional que lo afecta: dejarlo completamente solo en el momento de la decisión, por tanto, quiere decir correr el riesgo de transmitir, sí, información, pero «violando al sujeto y pisoteando sus emociones, en vez de instaurar con él un proceso comunicativo».55Además, el riesgo es que, a la luz de ello, se tienda a menoscabar la importancia sustancial del médico, quien es reducido a mero prestador del servicio, a una especie de artesano de cualificación elevada, que debe limitarse a informar y no puede para nada aconsejar.56
Si es verdad que los procedimientos informativos representan en este modo un momento central en la estructuración de una conciencia, completa y razonada, del tratamiento terapéutico al cual el paciente será sometido, entonces es oportuno que aquéllos sean respetados. Incidir positivamente en tales aspectos querría decir no sólo recuperar un momento comunicativo entre los dos polos de la relación, sino evitar, también, que las incomprensiones de las cuales se ha hablado, lleven en consecuencia a peticiones de resarcimiento del daño (eventualidad que incide negativamente sobre la serenidad del tratante y sobre su profesionalidad, ya que siempre teme la posibilidad de ser agredido por parte de quien en él no deposita ya ninguna confianza).
Es necesario verdaderamente recuperar la así llamada “alianza terapéutica” para lograr que médico y paciente concurran juntos en la elección del itinerario que mejor responda a la visión de la vida y la salud propia de la persona que se somete al tratamiento: el factor humano de los pacientes y del personal médico debe ser considerado como base de la cual partir para establecer un nuevo acercamiento entre tratante y asistido. Abandonado el legado de tipo hipocrático-paternalista, es necesario acoger una nueva concepción del “enfermo”, visto como sujeto sensato, consciente, capaz de buscar opciones y tomar decisiones; de involucrarse activa-mente en todo momento de su proceso. Pero se debe reconocer, al mismo tiempo, que no puede ser dejado solo en el momento en el cual se encuentre en el deber de elegir conscientemente.
Todo esto, es también para evitar que la (oportuna) autonomía reconocida al paciente pueda incidir todavía más negativamente en la relación médico-paciente cuando éste, fortalecido por su centralidad en la relación de salud, pretenda, por parte del médico, la sanación y/o, peor, la ejecución de ciertos tratamientos con el solo fin de satisfacer sus propios deseos. Por tanto, es verdad que «[…] la autonomía del paciente y el consentimiento informado no son aportados sólo como antídotos a los médicos arrogantes, sino son necesarios, ya que nadie más puede hablar por el paciente sino el paciente mismo».57 Pero también es verdad que cuando esta autonomía de elección es demasiado amplia y se anula el contacto comunicativo, la medicina pierde su propia histórica connotación de arte médica para asumir, en cambio, aquella más despersonalizada y desresponsa-bilizante de técnica médica. La medicina debe, hoy, entre otras cosas, enfrentarse a apremiantes requerimientos externos de un público satisfecho que pretende la obtención de un resultado específico y no acepta la eventualidad del fracaso debido a causas de fuerza mayor.58 En esta óptica, el médico debe frecuentemente responder también a peticiones que no siempre corresponden a verdaderas y propias necesidades humanas, cuanto más bien a meros sueños del sujeto paciente, pretensiones en el límite de lo bizarro, que, en la perspectiva de quien las requiere, son legítimas en cuanto queridas y elegidas como oportunas para sí y para su propia salud.59