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Revista latinoamericana de estudios educativos

versión On-line ISSN 2448-878Xversión impresa ISSN 0185-1284

Rev. latinoam. estud. educ. vol.54 no.1 Ciudad de México ene./abr. 2024  Epub 11-Mar-2024

https://doi.org/10.48102/rlee.2024.54.1.615 

Recuento necesario

El para qué de la educación (escolarizada): una mirada desde México

The Purpose of (Schooled) Education: A View from Mexico

*Investigadora independiente, México. heredia.blanca@gmail.com


Introducción

Primero la pandemia y, más recientemente, el arribo de la inteligencia artificial a nuestros dispositivos móviles, han implicado un verdadero terremoto para la educación escolarizada. La sacudida se ha sentido y se está sintiendo ya a ras de escuela. También impacta ya el debate sobre qué podemos y debemos pedir a las escuelas y a los sistemas educativos nacionales. Siempre es buen momento para preguntarnos sobre los fines de la escuela. En el momento presente, sin embargo, esa pregunta no sólo es oportuna, sino insoslayable.

El Covid 19 nos enfrentó de golpe a la centralidad de las escuelas como instituciones responsables de funciones sociales fundamentales. Durante la pandemia se habló mucho y, desde los gobiernos, se pusieron en práctica diversas estrategias para minimizar el daño en aprendizajes cognitivos provocado por el cierre de escuelas (Reimers, 2021). El impacto más visible, significativo y aparatoso de la pandemia en lo educativo tuvo que ver, sin embargo, con los largos meses durante los cuales las escuelas no pudieron desarrollar sus funciones sociales básicas. En concreto, ofrecer espacios regulares, a gran escala e irremplazables (al menos, en el corto plazo) para llevar a cabo tres tareas colectivas centrales (Ishii, 2022). Primero, el cuidado y protección de niños y jóvenes cuyos padres y cuidadores primarios tienden, en altas proporciones, a tener trabajos de tiempo completo para poder sufragar los gastos del hogar. Segundo, la socialización organizada entre pares, tan vital para su desarrollo. Y, tercero, el acceso a la adquisición de saberes compartidos, cruciales para la convivencia y la reproducción de identidades grupales y nacionales, así como a las oportunidades para cerrar en algo las profundas brechas sociales y cultuales que los separan.

Por su parte, el arribo del ChatGPT a nuestras computadoras y dispositivos móviles ha puesto, para decirlo rápido, en jaque muchos de los cimientos del modelo de educación escolarizado vigente. ¿Dónde queda el docente sabelotodo frente a estas herramientas? ¿Qué pasa con la posibilidad de evaluar las tareas si no sabemos si la hizo el bot o la alumna? ¿Cuál viene a ser el sentido de la escuela y su función en este nuevo contexto? Todo ello, como el Covid, casi de un día para el otro (Milmo, 2023).

A las sacudidas provocadas por el Covid 19 y por la inteligencia artificial habría que añadir muchos otros terremotos, todos los cuales están incidiendo de forma más o menos directa sobre la vida real en las escuelas, así como sobre los planes y objetivos que imaginamos para ellas. Destacan entre éstos, por citar sólo los más importantes, el regreso del nacionalismo y el tribalismo en muchos países del mundo; los fuertes cambios geoestratégicos provocados por el ascenso de China y las tensiones crecientes entre este país y los Estados Unidos; la intensificación del conflicto intranacional e internacional; lo vertiginoso del cambio tecnológico y sus implicaciones para el mercado laboral y, desde luego, los retos gigantescos que supone para la humanidad toda y, en especial, para la poblaciones más vulnerables, el cambio climático.

En medio de este festival de terremotos pueden observarse, también, movimientos en el terreno de las ideas y las acciones de gobierno en materia educativa. Están cobrando relevancia creciente voces críticas de los consensos globales que dominaron el debate sobre la política educativa de los noventa en adelante. Toca registrarlos y analizarlos. El mundo de la educación está en plena efervescencia.

En este texto abordo la pregunta sobre el para qué de la educación a partir de una revisión de la evolución reciente de la política educativa en el caso mexicano. Considero que este mirador puede resultar valioso más allá de México, pues, en muchos sentidos, la experiencia mexicana de las últimas décadas refleja con especial fuerza tendencias y transformaciones más generales en relación con las ideas dominantes en el mundo occidental sobre cuáles deberían ser los fines de la educación escolarizada.

El artículo se divide en cinco partes. En la primera introduzco el tema de las finalidades de la educación escolarizada e identifico sus principales características generales. En la segunda presento una muy breve revisión histórica de la política educativa en México con énfasis en sus objetivos prioritarios antes y después de la década de los noventa. En la tercera sección abordo los cambios en la política de 2019 a la fecha y, muy en especial, las transformaciones de fondo que dichos cambios proponen en lo relativo a los fines de la escuela. En la cuarta me centro en aquellos objetivos de la educación escolarizada a los que considero debiera dárseles máxima prioridad en México y otros países, en especial países en desarrollo. El texto cierra con unas reflexiones.

El para qué de la educación escolarizada: naturaleza de la pregunta y rasgos distintivos que caracterizan a sus posibles respuestas

La pregunta sobre el para qué de la educación es, sin duda, central. Lo es y ha sido siempre, pero en el contexto presente, esa pregunta adquiere una relevancia especial. Son cuatro las razones para ello. Primero, el legado de costos en aprendizajes que nos dejó la pandemia, pero también las lecciones aprendidas y las transformaciones provocadas o aceleradas por esos larguísimos meses de encierro en casa para estudiantes y docentes. Segundo, las transformaciones tecnológicas en las que estamos inmensos y, muy en particular, el arribo de la inteligencia artificial a nuestras vidas cotidianas y todo lo que ello implica y pudiera implicar en términos de la aceleración del cambio tecnológico para el mundo de la escuela y del trabajo. Tercero, el retorno de lo colectivo frente a la centralidad asignada a los individuos y sus libertades de los noventa en adelante, así como el resurgimiento de los nacionalismos y tribalismos de diverso tipo, en mucho, como reacción frente al hiperglobalismo de las últimas décadas. Por último, los retos que nos plantean a la humanidad toda, los riesgos asociados al cambio climático en términos de la habitabilidad del planeta para la humanidad, así como la imperiosa necesidad de garantizar la cooperación mínima indispensable entre seres humanos para garantizar nuestra supervivencia como especie.

El por qué y el para qué de la escuela son preguntas que todas las sociedades se han hecho y habrán de seguirse haciendo mientras sigan existiendo seres humanos en el planeta. Esto es así, básicamente, pues la supervivencia de las sociedades humanas depende, en mucho, de los objetivos que esas colectividades asignan a sus procesos sociales de enseñanza-aprendizaje (Postman, 1996). Ésos, en breve, a través de los cuales una colectividad organiza y ejecuta el traspaso de saberes, prácticas y valores de la generación presente a la que sigue a fin de intentar asegurar su supervivencia como colectividad a lo largo del tiempo.

Las respuestas sobre la o las finalidades de la escuela han sido y seguirán siendo muy variadas. Ello es así, pues las respuestas a la interrogante ¿para qué la educación?, no son técnicas ni tampoco son universales. Son ineludiblemente contextuales (varían en función de tiempo y lugar), y son, de forma irremediable, normativas, dado que expresan los valores y escalas de valores de los sujetos individuales y colectivos que las formulan. Además de ser contextuales y axiológicas, las respuestas sobre los fines de la educación escolarizada son, siempre e inevitablemente, parciales. Es decir, nunca pueden incluir al conjunto completo de objetivos deseables posibles para un sistema educativo por la simple y sencilla razón de que, completos, esos objetivos resultan, para cualquier escuela o sistema educativo, inalcanzables en la práctica. Explicitada mi posición con respecto a la pregunta sobre los fines de la educación, paso ahora a discutir la evolución reciente de la política educativa en México como ventana a partir de la cual observar y reflexionar sobre algunos de los cambios más importantes en las finalidades asignadas a la escuela en las últimas décadas, no sólo en México, sino en buena parte del mundo y muy en especial en Occidente y sus suburbios.

La política educativa en México: breve revisión histórica sobre sus fines prioritarios

En México, como en la inmensa mayoría de los países, la tarea de construir un sistema educativo nacional tuvo como propósito central, desde sus orígenes, la fabricación de personas con una identidad nacional compartida (Green, 2013). Había que fabricarlos, pues no existían y resultaban indispensables para dar sustento material a un Estado cuya existencia descansaba en la idea de encarnar, representar, organizar y dirigir, nada más ni nada menos, que una realidad inexistente: la nación mexicana. A las élites políticas del país les tomó mucho tiempo estar en condiciones de acometer tamaña tarea, pero el objetivo de ese proyecto fue siempre muy claro: armar patria, armar país para hacer posible su existencia y su gobernabilidad.

Por su parte, la empresa que ha animado el largo y accidentado proceso de estructuración y armado del sistema de educación pública del país presenta, como la visión de cualquier sujeto colectivo, componentes muy perdurables y aspectos que se han ajustado y modificando a lo largo del tiempo. En el caso de la perspectiva detrás de la educación nacional en México, los elementos de mayor continuidad han sido su énfasis en lograr que las y los mexicanos hablen una misma lengua; tengan una misma actitud deferencial hacia la autoridad y las jerarquías existentes, y compartan una misma narrativa sobre la historia e identidad del país (Vázquez de Knauth, 1970). A los anteriores, habría que añadir, el menor valor concedido, en los hechos, al mérito y al esfuerzo de sus estudiantes como eje para orientar sus conductas y evaluar sus resultados escolares (Heredia, 2010).

Hasta finales del siglo XX, en México, como en la mayoría de los países del mundo, el objetivo eje del sistema educativo nacional fue, reitero, el de formar nacionales. Ello implicó, conviene enfatizarlo, el esfuerzo sistemático por conseguir que el Estado remplazara a las familias, la iglesia y las comunidades en la labor de educar a las nuevas generaciones. Dado que se trataba de formar sujetos con una identidad compartida, la escuela pública mexicana se construyó de espaldas y cerrando las puertas a esas familias, gremios, comunidades e instituciones religiosas que hasta entonces se habían ocupado de la educación. En auxilio de la labor prioritaria de hacer de un conglomerado de grupos con identidades diferenciadas entre sí un conjunto de personas con un sentido de identidad nacional compartido y, en línea con el proceso más general de centralización del poder en el gobierno federal como parte de la construcción del sistema político del país, se fue construyendo un sistema educativo fuertemente centralizado con muy escasa participación de estados y municipios.

Desde el punto de vista de contenidos, el modelo básico de los veinte hasta los noventa incluyó un único currículo para todos por igual, en el que la enseñanza del castellano y de la historia patria fueron la prioridad. También se incluyeron en los planes de estudio oficiales aritmética, ciencias sociales y ciencias naturales, algo de arte y deporte, así como actividades grupales tipo festivales. El enfoque pedagógico dominante en las escuelas públicas mexicanas, si bien experimentó ajustes a lo largo del tiempo, tendió a privilegiar la enseñanza por sobre el aprendizaje y concedió a los docentes el protagonismo central dentro de las aulas. En lo que hace a resultados, la finalidad prioritaria del gobierno consistió en ampliar y seguir ampliando la cobertura. Un elemento clave de todo el arreglo tuvo que ver con la organización corporativa de los docentes desde el gobierno central. Es decir, con la incorporación de las organizaciones locales de maestros dentro de una gran central nacional a cuyos líderes se les dio el monopolio de la representación del magisterio organizado frente al gobierno federal. Con el paso del tiempo, el magisterio organizado fue ganando más y más peso político, en parte por su centralidad para la operación del sistema educativo, pero sobre todo por sus funciones extraeducativas. En concreto, sus funciones en el plano electoral, así como de gobernabilidad a ras de tierra.

El modelo educativo dominante en México desde los veinte, caracterizado por la hipercentralización y la estandarización, el énfasis en escolarización y cobertura, en enseñanza sobre aprendizaje y binomio gobierno federal-Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) como organizadores básicos del sistema educativo, empezó a resquebrajarse desde los setenta. En parte por las gigantescas demandas sobre cobertura generadas por la explosión demográfica del país, que se hicieron especialmente intensas en los años setenta. En parte, también y muy centralmente, por el poder creciente que fue acumulando el SNTE, así como por la gravísima crisis económica derivada de la incapacidad del país de hacer frente a los pagos de su deuda externa a principios de los años ochenta.

A partir de los noventa, en el contexto de los programas de ajuste estructural que el gobierno de México tuvo que instrumentar como parte de la renegociación de su deuda y del imperativo de estabilizar la economía del país, así como de las demandas políticas vinculadas a la necesidad de intentar fortalecer el poder del gobierno frente a las corporaciones, en especial el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana y el SNTE, tras las muy complejas y cuestionadas elecciones presidenciales de 1988, el gobierno empezó a impulsar reformas educativas orientadas a disminuir el presupuesto dedicado a la educación, descargar administrativamente a la Secretaría de Educación Federal de sus funciones operativas, y, sobre todo, intentar acotar el poder del SNTE. En ese contexto, el gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) impulsó una primera reforma institucional de fondo orientada fundamentalmente a descentralizar la provisión de los servicios educativos a fin de, con ello, aligerar la carga operativa de la SEP federal y, en especial, buscar acotar -vía su división en lo relativo a las negociaciones sobre plazas y salarios docentes- el poder creciente del SNTE. En esa reforma, al menos a nivel discursivo, empezó también a dársele un mayor énfasis al tema de la calidad de los aprendizajes de los estudiantes y ya no sólo a la cobertura.

En línea con el mayor interés sobre la calidad de los aprendizajes y como parte de un proceso más general de racionalización del gasto público y de construcción de sistemas de información vinculados a la apertura de la economía mexicana, desde los años noventa se llevaron a cabo las primeras pruebas nacionales de logro educativo y México participó, por primera vez, en una prueba internacional estandarizada de logro (TIMSS). Los resultados de estos ejercicios no se hicieron públicos, pero a pesar de ello, se habían dado ya los primeros pasos hacia la incorporación de la calidad de los aprendizajes como parte del catálogo central de objetivos de la política educativa nacional (Blanco y Rizo, 2010).

A partir de finales de los noventa y principios de la década del 2000, el giro en la orientación de la política educativa se acelera. Mucho del debate y las orientaciones centrales sobre la materia empiezan a verse permeadas, cada vez con mayor fuerza, por un consenso internacional emergente en educación, impulsado originalmente por las crisis fiscales de los setenta en los Estados Unidos y otros países desarrollados, que generaron el contexto para el giro hacia mercados menos regulados y más integrados internacionalmente en buena parte del mundo. La punta de lanza intelectual de ese nuevo consenso global fue la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), cuya prueba PISA1 le otorgó un protagonismo creciente en el ámbito educativo (Echávarri y Peraza, 2017). La prueba PISA, desarrollada por expertos de la OCDE en París y aplicada por primera vez en el año 2000, se convirtió en muy poco tiempo no sólo en el estándar oro de la evaluación de aprendizajes a nivel global, sino también y mucho más importante, en la base de una nueva concepción sobre los fines de la educación escolarizada, así como de los medios clave para alcanzarlos (Wiseman y Baker, 2005; Kamens, 2013; Grek, 2009; Heredia y Rojas, 2018).

Esa concepción que podríamos denominar “Consenso de París” por la ciudad en la que reside la organización internacional (OCDE) que le dio origen y más la impulsó, tuvo cuatro elementos centrales. Primero, la absoluta prioridad que otorgó a la calidad de los aprendizajes cognitivos de los estudiantes en lo individual como objetivo y macroorientador del trabajo de las escuelas y los sistemas educativos nacionales. Esto implicó un giro de 180 grados frente al modelo anterior, hegemónico en la mayoría de los países del mundo, centrado en la formación de una identidad nacional compartida y en la ampliación de la cobertura escolar como objetivo eje (Grindle, 2004). Un segundo ingrediente clave fue el cambio que introdujo en la visión sobre la naturaleza y las prioridades deseables y necesarias para los procesos de enseñanza-aprendizaje. Frente al modelo histórico que había enfatizado la centralidad de los contenidos y priorizado la enseñanza, el Consenso de París concentró la atención en el desarrollo de habilidades (competencias cognitivas básicas), al tiempo que subrayó la importancia de los aprendizajes efectivos de los estudiantes frente a su mera escolarización. Una tercera pieza clave de esta nueva concepción de lo educativo fue su insistencia en que para lograr buenos aprendizajes cognitivos lo central no era el monto de recursos financieros invertidos en ello, sino la forma en la que éstos se gastaban. De ello y tomando en cuenta que el grueso del presupuesto educativo público en todos los países es absorbido por los sueldos y salarios de los docentes, se derivó la tesis según la cual el factor central para explicar variaciones en la calidad de los aprendizajes era la calidad de los docentes (Barber y Mourshed, 2007). El último pilar de la visión que se convirtió en la dominante en materia educativa en el mundo fue la centralidad concedida a la evaluación sistemática y regular de todos los aspectos del sistema educativo, así como a la transparencia y la rendición de cuentas como palancas clave para promover mejoras en la calidad de los aprendizajes de los estudiantes.

Desde el punto de vista axiológico y analítico, tanto la prueba PISA como el Consenso de París en su conjunto descansaron sobre dos valores centrales: la libertad individual y el derecho de cada persona para desarrollarse al máximo posible, por un lado, y el crecimiento económico como la finalidad más importante para alcanzar mayores niveles de bienestar material y libertad, tanto en términos individuales como colectivos, por otro. Dicho en otras palabras, frente al modelo histórico que priorizaba la cohesión y la reproducción social, el nuevo modelo no se ocupaba mayormente de estos asuntos, y enfatizaba la optimización de los aprendizajes cognitivos de los estudiantes en lo individual. En términos analíticos, los supuestos clave de esta nueva visión han sido, también, dos. Primero, la idea según la cual en mundo tecnologizado con fácil acceso a la información y al cúmulo del conocimiento humano, lo importante era priorizar la adquisición de habilidades más que de información. Segundo, el supuesto de acuerdo con el cual en un contexto global caracterizado por una competencia económica cada vez más feroz y en la que la ventaja comparativa ya no eran los recursos naturales o el volumen de sus poblaciones, la clave para promover crecimiento económico era la calidad de su capital humano (Hanushek y Woessmann, 2015). En resumen, según esta visión, la misión clave de las escuelas consistía en formar e incrementar el acervo de capital humano de calidad a fin de impulsar el crecimiento económico y, con ello, el bienestar, la libertad y la prosperidad de todas y todos.

México fue el primer país latinoamericano en hacerse miembro de la OCDE y en participar en la prueba PISA. También el país en desarrollo que, probablemente, con mayor ahínco se fue sumando al Consenso de París. Tras varias reformas inspiradas en ese nuevo modelo en la primera década del segundo milenio, durante la administración del presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) el gobierno mexicano impulsó una reforma educativa de gran envergadura orientada, en todo lo fundamental, por las ideas asociadas a dicho Consenso (Santiago et al., 2012).

La reforma educativa de Peña Nieto tuvo dos objetivos centrales. En primerísimo lugar y en términos político-institucionales: recuperar la rectoría del Estado sobre la educación (o sea, acotamiento radical del poder del SNTE). En segundo lugar, y en lo que hace a sus objetivos más propiamente educativos: hacer de la calidad educativa (aprendizajes cognitivos de los estudiantes en lo individual) la misión central del sistema educativo. Los instrumentos clave contemplados para ello fueron: la creación de un sistema de evaluación general para docentes y directivos escolares, del cual dependerían sus ascensos y, con ciertas condiciones bastante limitativas, su permanencia en el cargo; la recentralización de la nómina federal en la SEP federal; introducción de sistemas de información para registrar la operación y resultados del sistema educativo en su conjunto; mayor autonomía para las escuelas; algo más de involucramiento de padres y madres en los asuntos escolares, así como de las comunidades y las entidades federativas en materia de contenidos. En lo que se refiere a planes de estudio, se llevó a cabo una reforma integral de la educación obligatoria (preescolar, primaria, secundaria y educación media superior) que profundizó el énfasis en competencias fundamentales -lectura, matemáticas y ciencias-, enfatizó el rol del docente como guía, y reafirmó el compromiso con los estudiantes en lo individual como centro de los procesos educativos.

Desafortunadamente, todo este esfuerzo no logró traducirse en avances visibles en calidad educativa y tampoco logró generar suficiente apoyo social como para apuntalar su continuidad en el tiempo. Lo que generó, más bien, fue un muy considerable y extendido malestar al interior del magisterio organizado, lo cual resultó funesto para la reforma, pues abonó el terreno para el triunfo electoral de un candidato a la presidencia -Andrés Manuel López Obrador- que hizo de la cancelación de la reforma educativa iniciada en 2013 una de sus principales banderas y promesas de campaña.

Las reformas más recientes a la política educativa mexicana: el regreso de lo colectivo, lo contextual y de la escolarización y permanencia en la escuela como objetivos eje

Desde la crisis financiera global de 2008-2009 el Consenso de París empezó a sufrir resquebrajaduras. Fueron creciendo en número y visibilidad las voces críticas de la prueba PISA, así como de la agenda de política educativa más general vinculada a ésta. También fueron ganando terreno visiones educativas alternativas, entre las que destaca el caso de las denominadas epistemologías y pedagogías del Sur (Guelman, Cabaluz y Salazar, 2018) Con la llegada al poder de líderes políticos de corte populista -sean de derecha o de izquierda- en un número creciente de países, el péndulo ideológico empezó a moverse cada vez más lejos de los postulados vinculados a dicho Consenso, ya no sólo en el terreno de las ideas, sino también de las acciones de gobierno. Ejemplos emblemáticos de ello pueden encontrarse en la Hungría de Orbán, la Turquía de Erdogan, la Polonia del partido Ley y Justicia, y la India de Modi, en los que el giro en lo educativo en favor de lo colectivo vis a vis lo individual y, muy en especial, del reforzamiento de la identidad nacional con un fuerte componente étnico y religioso ha sido particularmente notorio.

El rechazo frontal de las ideas educativas dominantes desde los noventa y a partir del año 2000 que se produce en México con la llegada al poder de Andrés Manuel López Obrador en 2018 forma parte, en muchos sentidos, de ese movimiento pendular observable en muchas partes del mundo. En el caso mexicano, el giro ha involucrado tres cambios centrales: la introducción de reformas constitucionales y legales orientadas a revertir la reforma de 2013 y a restaurar el poder del magisterio organizado; el retorno de la ampliación de la cobertura y, sobre todo, la incorporación del combate al abandono escolar -en especial, de niñas, niños y jóvenes en situación de alta marginación- como objetivos prioritarios de la política educativa, y el impulso a cambios curriculares para la Educación Básica -preescolar, primaria y secundaria- que priorizan lo cultural compartido frente a los aprendizajes cognitivos individuales, lo contextual frente a lo general o universal, y que buscan fortalecer los vínculos entre escuela y comunidad.

Los planteamientos de la llamada Nueva Escuela Mexicana (NEM) -nombre que le ha dado el gobierno del presidente López Obrador a su visión para la educación escolarizada y cuyos instrumentos más concretos son los nuevos planes de estudio y los nuevos libros de texto obligatorios para la Educación Básica- incluyen, además, la recuperación del valor y el reconocimiento de la autonomía de los docentes en los procesos enseñanza-aprendizaje. Comprenden, asimismo, una reformulación de la vieja idea centralizadora y asimiladora de unidad nacional. Frente a la que predominó a lo largo del siglo XX, la NEM propone una concepción en la que lo compartido, lo nacional se construye, no verticalmente, sino a través del diálogo, y no del centro a la periferia, sino desde lo local y lo particular, es decir, desde la diversidad social, geográfica y cultural del país. En materia epistemológica, entiende el conocimiento no como algo universal, dado y fijo, sino como algo que se construye socialmente a partir de los contextos -diversos y cambiantes- en los que viven e interactúan entre sí los sujetos educativos.

En lo relacionado con el perfil de egreso, la NEM propone como objetivos centrales de la escuela formar ciudadanos capaces de ejercer su derecho a una vida digna, a decidir sobre su cuerpo y a construir su identidad personal y colectiva. También personas que puedan vivir, reconocer y valorar la diversidad étnica, cultural, lingüística, sexual, política y de género de México, así como valorar sus potencialidades cognitivas, físicas y afectivas como medio para mejorar sus capacidades personales y las de la comunidad.

En lo pedagógico, la nueva visión del gobierno de México pone en el centro al diálogo como medio para construir saberes compartidos y subraya la importancia de que sean las propias niñas, niños y jóvenes quienes elaboren una reflexión crítica que les permita interpretar fenómenos, hechos y situaciones históricos, culturales, naturales y sociales con base en razonamientos, bases, modelos, datos e información con fundamentos científicos y saberes comunitarios. Propone, asimismo, remplazar el modelo de asignaturas con uno de los campos formativos que van más allá de lo disciplinar, sustituir grados escolares por fases formativas y hacer de la enseñanzaaprendizaje por proyectos el dispositivo didáctico clave para integrar perspectivas y saberes diversos.

Algunos de los cambios propuestos por la NEM aportan, desde el punto de vista conceptual, elementos valiosos y subsanan algunas de las principales ausencias del modelo hegemónico anterior. Destaca, entre éstos, el énfasis renovado en las funciones sociales y socializadoras de la escuela, así como la importancia asignada a la autonomía docente y a la centralidad del contexto como elemento clave para intentar que la escuela vuelva a ser relevante para los estudiantes. También resulta pertinente y oportuna, dadas las muy fuertes disparidades en la permanencia escolar entre distintos sectores sociales, la prioridad concedida por el gobierno de López Obrador a combatir el abandono escolar y a impulsar trayectorias educativas continuas y completas para todos los estudiantes2 y, muy en particular, para aquellos que provienen de regiones y familias con altos niveles de marginación social (Comisión Nacional para la Mejora continua de la Educación, 2022).

Si bien la propuesta educativa del gobierno del presidente López obrador contiene elementos innovadores y potencialmente útiles, también presenta debilidades muy importantes y algunos puntos ciegos francamente preocupantes. Destacan, al respecto, en lo relativo a contenidos curriculares y enfoques pedagógicos la falta general de rigor, sistematicidad y orden de los nuevos planteamientos, así como la ausencia casi completa de guías técnico-pedagógicas para todos los campos formativos y, muy en especial, para los saberes y habilidades que son la llave del resto de los aprendizajes cognitivos. Me refiero, en concreto y muy en particular, al caso de la lectura y la escritura.

El aprendizaje de la lengua escrita es fundacional, pues es la llave maestra de todos los otros aprendizajes. Básicamente, pues es sólo desde ésta que las nuevas generaciones pueden acceder al conocimiento acumulado tanto de su comunidad como del conjunto de la humanidad. Con todo lo importante que es entender que el lenguaje es una práctica social, me parece que hemos descuidado por demasiado tiempo los aspectos técnico pedagógicos de la alfabetización inicial. En los nuevos programas de estudio y los nuevos libros de texto obligatorios para la Educación Básica ese descuido ha sido remplazado por un vacío prácticamente total.

Paso ahora a reflexionar y proponer algunas ideas sobre el tema central de este artículo; el para qué de la educación (escolarizada) en el mundo actual.

Los para qué de la escuela en el contexto presente: una propuesta

Desde la década de los noventa, buena parte de la discusión sobre la política educativa en Occidente y sus suburbios tendió a centrarse no en los para qué de la escuela sino en los cómo. Ello tuvo que ver, como he insistido aquí, con el ascenso mundial de un conjunto de ideas y valores que terminaron definiendo la agenda de los fines deseables y legítimos para cualquier sistema educativo. Definidas las finalidades de la educación escolarizada (aprendizajes cognitivos de calidad, entendidos como adquisición de competencias genéricas), entendiblemente, la discusión tendió a centrarse en los aspectos técnicos relacionados con los mejores medios para alcanzar tales objetivos.

La llegada al poder de líderes y gobiernos populistas ha abierto importantes grietas en aquel consenso educativo global que parecía haber llegado para quedarse. Ahí donde han triunfado los partidos de corte populista, el péndulo ha virado hacia la adopción de enfoques neotradicionalistas y neonacionalistas en política educativa. Si bien, en muchos casos, este movimiento pendular incluye elementos fuertemente regresivos y preocupantes, también revela debilidades y puntos ciegos en la visión hegemónica a partir del 2000 que exigen ser atendidas.

Destaca, en este sentido, en especial después de la pandemia y en el contexto de los formidables retos planteados por la inteligencia artificial y la crisis climática, la necesidad imperiosa de reconocer y apuntalar la centralidad de las funciones sociales de los sistemas educativos nacionales. La necesidad, esto es, de hacernos cargo de que dichos sistemas no pueden tener como único objetivo optimizar los aprendizajes cognitivos individuales de los estudiantes. Ello, por dos razones principales. Primero y como bien ha señalado Pritchett (2013), porque el modelo “sistemas educativos nacionales” no es el más eficiente para lograr tal objetivo, dado que su finalidad central original y única en la que tiene ventaja comparativa es la de ocuparse de la transmisión intergeneracional de saberes, prácticas y valores compartidos. Segundo, porque los retos y riesgos -en mucho, existenciales para el conjunto de la humanidad- que nos plantean tanto la inteligencia artificial como el cambio climático lo que exigen hoy, más que nunca, son escuelas y sistemas escolares capaces de ofrecer a niñas, niños y jóvenes los conocimientos, las habilidades y los valores requeridos para sustentar la vida en común. En breve, no el avance individual a costa de cualquier vínculo social, sino el máximo desarrollo del potencial de cada persona que sea compatible con la reproducción de las distintas colectividades existentes y de la especie humana en su conjunto.

Entre las funciones sociales y socializadoras de la escuela que habría que priorizar en el contexto presente destaco, por su importancia tanto para la reproducción de la vida en común como para el propio desarrollo cognitivo y emocional de niñas y niños, tres de ellas (Ishii, 2022). Primero, la de proveer a niñas, niños y jóvenes protección y cuidado. Estas finalidades de la escuela han sido centrales siempre, pero en la actualidad lo son aún más dado que, en muchas sociedades del planeta, las familias enfrentan dificultades crecientes para ofrecer a niñas, niños y jóvenes los mínimos de seguridad y protección requeridos para apuntalar su estabilidad emocional y su bienestar básico. Segundo, la de ofrecer espacios seguros para la socialización regular entre pares, proceso absolutamente clave para la adquisición de las prácticas y saberes indispensables para la convivencia civilizada, así como para el desarrollo de la habilidad madre tanto para la convivencia social como para el desarrollo cognitivo individual: el lenguaje. La importancia de este último elemento ha quedado visibilizada con fuerza inédita a raíz de la pandemia y los efectos del distanciamiento social sobre el desarrollo del lenguaje entre la infancia (Erbay y Tarman, 2022). Tercero, la de brindar a niñas, niños, adolescentes y jóvenes un núcleo básico de experiencias, conocimientos, habilidades y valores compartidos que permita forjar identidades en común, desarrollar el piso compartido insoslayable para sustentar la colaboración, el diálogo y la resolución pacífica de conflictos, así como apuntalar el papel de la escuela como el espacio privilegiado para igualar oportunidades en contextos sociales marcados por fuertes y crecientes desigualdades sociales y culturales. Dentro de ese núcleo compartido fundacional debieran contemplarse elementos comunitarios y nacionales, así como elementos más universales que faciliten la comunicación, la convivencia y la cooperación entre comunidades y países profundamente diversos.

En lo relativo a contenidos y resultados esperados de la educación escolarizada, urge dejar atrás la polémica entre si priorizar contenidos o habilidades en abstracto y reconocer que los contenidos resultan fundamentales tanto para desarrollar habilidades como para igualar oportunidades. Fuera de algunos saberes y destrezas fundantes, sin embargo, la definición concreta de catálogos de saberes y habilidades debe reconocerse como asunto que compete a las distintas colectividades responsables de organizarla y proveerla.

Abordo, para concluir, aquellos conocimientos y habilidades que deben priorizarse en general, dada su centralidad para facilitar la convivencia civilizada entre grupos y personas con valores y perspectivas distintas o incluso encontradas, así como para hacer posible que la niñez cuente con los elementos indispensables para aprender y seguir aprendiendo a fin de desarrollar al máximo posible sus potencialidades e intereses, así como, y centralmente, para estar en condiciones de armarse vidas significativas y plenas. Entre todas las finalidades propiamente pedagógicas y cognitivas que podríamos demandar de las escuelas y de los sistemas educativos nacionales, no hay ninguna que resulte más importante que la adquisición de los saberes y habilidades para manejar con fluidez y destreza el lenguaje escrito. La lectura y la escritura no son dos habilidades más entre las muchas importantes para el aprendizaje. La lectura, en particular, es la habilidad fundacional para adquirir todos los otros saberes y para desarrollar el resto de las habilidades requeridas para ampliar y profundizar el acceso a nuevos aprendizajes, para generar nuevos saberes, y para ser parte plena y activa de la comunidad humana.

El lenguaje, en general, es el atributo más esencial de nuestra condición como especie fundamental y distintivamente social. Es también el medio a través del cual nos reconocemos como integrantes de las distintas colectividades de las cuales depende nuestra supervivencia psíquica, simbólica y material, así como la materia y la práctica mediante las cuales armamos y rearmamos las narrativas compartidas que dan forma y sentido a esas colectividades. La lengua escrita, por su parte, constituye el recurso por excelencia para hacer posible la acumulación de los saberes, y el acceso de éstos a todas y todos más allá del lugar y el tiempo en el que dichos saberes se hayan producido. El lenguaje escrito es nuestro acervo compartido, como especie, de conocimientos, perspectivas, valores, sensibilidades e imaginarios. Es nuestra ventana grande al mundo de lo humano, más allá del tiempo y el espacio, y es el recurso indispensable para contribuir y ser parte de todo lo humano.

Ahora bien, a diferencia de otras habilidades clave, tales como el lenguaje oral o incluso la numeracidad elemental, el manejo del lenguaje escrito no viene preinstalado en nuestro cerebro (Reid, 1998). Requiere, en virtud de ello, ser desarrollado de manera intencional, sistemática y explícita. Los muy importantes avances recientes en el ámbito de las neurociencias nos han permitido conocer con mayor certeza y precisión cuáles son los procesos neurológicos detrás de diferentes tipos de aprendizaje. Y una de las áreas donde más se ha avanzado se relaciona justo con la habilidad lectora (Dehaene, 2009). Gracias a ello, hoy sabemos que desarrollar la habilidad lectora involucra procesos marcadamente complejos que involucran crear y ejercitar circuitos nuevos neuronales para conectar y, eventualmente, “automatizar” dentro del cerebro la interacción entre lo visual, lo auditivo, lo emocional, y lo simbólico/semántico (Gotlieb, Rhinehart y Wolf, 2022). Los hallazgos en neurociencias también han mostrado la importancia fundamental de incluir la instrucción fonética como parte nodal de la alfabetización inicial (Yoncheva, Wise y McCandliss, 2015), y han aportado evidencia que indica que, si bien la habilidad lectora puede desarrollarse en la edad adulta, la mayor plasticidad del cerebro en la niñez hace que la edad óptima para su desarrollo inicial se ubique entre los seis y los ocho años.

La formidable labor de los educadores encargados de enseñar a sus estudiantes a leer no es otra que ayudar al cerebro a desarrollar una habilidad que no podría desarrollar de otro modo. La evidencia científica muestra que los cambios neuronales relacionados con la lectura se producen a lo largo de las dos primeras décadas de vida y exigen varios años de enseñanza de la lectura y la escritura, desde mucho antes de la educación inicial y hasta después de la educación secundaria. Por lo tanto, todos los docentes de todas las asignaturas y los grados escolares deben contar con los conocimientos requeridos para apoyar el desarrollo y fortalecimiento de la capacidad lectora de sus estudiantes.

La importancia centralísima de la capacidad lectora no implica que las escuelas deban ocuparse exclusivamente de enseñar a leer. Dado su carácter fundacional para la adquisición del resto de los saberes, con todo, el desarrollo de la habilidad lectora debiera recibir máxima prioridad dentro de los fines de la educación escolarizada. Para lograr este objetivo prioritario y considerando la enorme complejidad que caracteriza la enseñanza-aprendizaje de la lectura, la formación inicial y continua de los maestros -en todos los niveles escolares y muy en especial, para quienes se encargan de la alfabetización inicial y el desarrollo temprano de las habilidades de lectoescritura- debiera incluir los conocimientos y los recursos técnico-pedagógicos más robustos para poder apoyar el desarrollo y fortalecimiento progresivo de las habilidades de lectura y escritura en sus estudiantes. Entre éstos, los derivados de los avances y hallazgos analítica y empíricamente más sólidos de las ciencias del lenguaje, de la educación, sí como de las neurociencias del aprendizaje.

Tres contenidos y resultados adicionales que debieran ser parte central de las finalidades de las escuelas y los sistemas educativos nacionales son: el desarrollo de la capacidad para el pensamiento abstracto -lógico, ordenado y riguroso-; el conocimiento y manejo de emociones, y el cultivo de la imaginación y la creatividad. Ninguno es nuevo como tal y, de alguna forma, han sido siempre parte de los programas escolares. Los tres requieren en la actualidad, sin embargo, atención reforzada y preferente dada su centralidad para aprovechar al máximo los beneficios del cambio tecnológico vertiginoso en curso, así como para enfrentar con éxito los gigantescos costos y riesgos que nos plantean la innovación tecnológica en general y la inteligencia artificial, en particular, en todos los ámbitos de nuestras vidas.

Reflexiones finales

Vivimos tiempos fascinantes y tremendamente desafiantes, tanto en lo individual como en lo colectivo. Las múltiples transformaciones sociales, culturales, geoestratégicas, políticas y tecnológicas que estamos experimentando abren oportunidades de bienestar, justicia y progreso insospechadas. Sin embargo, también plantean riesgos formidables e inéditos para la convivencia social civilizada, así como para la supervivencia misma de la especie.

Los sistemas escolares existentes se están viendo afectados y seguirán siendo sacudidos por las transformaciones en curso. No será fácil enfrentar con éxito los retos que encaran para poder seguir completando el proceso de humanización de las nuevas generaciones, así como para dotar a sus egresados de los saberes, valores y habilidades necesarios para asegurar la convivencia civilizada y la diversidad humana con toda su potencia y riqueza. Requerirá imaginación y rigor, mucha creatividad y mucha técnica. Requerirá, además y, centralmente, reconocer a las distintas colectividades nacionales y culturales su derecho a determinar los fines de la educación necesarios para apuntalar su reproducción como comunidades distintas, pero, también y en paralelo, impulsar los acuerdos trasnacionales y transcomunitarios indispensables para preservar y fortalecer los rieles y los asideros capaces de sustentar el diálogo y la cooperación entre grupos y colectividades profundamente distintos, a fin de dar horizonte de posibilidad y viabilidad al futuro de la especie humana en su conjunto.

El denominado Consenso de París en materia educativa permitió ampliar la conciencia global sobre la centralidad de la educación en la agenda pública nacional e internacional. También nos aportó parámetros muy valiosos para ordenar la discusión sobre la política educativa y elementos técnicos para orientar el trabajo de los gobiernos y de los distintos actores sociales involucrados en la educación en favor de la optimización de los aprendizajes cognitivos individuales. Esa visión contiene, sin embargo, limitaciones y puntos ciegos, que están provocando, en muchos países, reacciones pendulares contra sus supuestos y sus planteamientos. Tales reacciones incluyen rasgos muy preocupantes, entre los que destacan el menosprecio del desarrollo de los aprendizajes cognitivos más básicos, así como un viraje contra el conocimiento científico y la importancia de los aspectos técnicos de los procesos de enseñanza-aprendizaje tanto en términos organizacionales como pedagógicos.

A fin de evitar la generalización y profundización de esos retrocesos, resulta urgente hacernos cargo de las limitaciones de la visión que se convirtió en la hegemónica de los noventa en adelante. Dicho más claramente, hacer frente a la necesidad de reconocer que la educación escolarizada en general y los sistemas educativos nacionales en particular incluyen y deben incluir entre sus fines prioritarios asegurar la reproducción social y que, por tanto, no pueden ni deben concebirse como responsables únicamente de optimizar aprendizajes cognitivos individuales. Reconocerlo implica, hacia adelante, dedicar mucha mayor atención a los fines sociales y socializantes de la educación escolarizada por su importancia intrínseca, pero también como vía para evitar que la reacción contra el Consenso de París termine vulnerando dos finalidades de la escuela en general que resultaría costosísimo comprometer y poner en riesgo en términos tanto colectivos como individuales. Me refiero a la adquisición de saberes y habilidades cognitivas fundacionales -entre ellas y muy centralmente, el manejo fluido y diestro de la lengua escrita- y a la internalización del valor de la ciencia y la técnica, así como el manejo de las herramientas cognitivas y procedimentales requeridas en su generación y uso para todos los niños, niñas y jóvenes del planeta.

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1 PISA es el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos cuyo objetivo es medir las habilidades en lectura, matemáticas y ciencias de estudiantes de 15 años. Su nombre corresponde con las siglas del programa en inglés: Programme for International Student Assessment.

2De acuerdo con los Indicadores nacionales de la mejora continua de la educación en México de Mejoredu, en la educación básica, entre los ciclos escolares 2013-2014 y 2018-2019, se aprecia en términos relativos una disminución en la matrícula, en cada uno de sus niveles. Si se considera que el monto de población en los grupos de edad idóneos para cursar dichos niveles no está en franco descenso, y que la cobertura en preescolar y secundaria dista de ser universal, puede señalarse un retroceso en el acceso de niñas, niños y adolescentes al tipo educativo en cuestión. El grado promedio de escolaridad de la población de 15 o más años varía de un territorio a otro. Así, la cifra más baja del país y por debajo de la media nacional, se encuentra en Chiapas (7.6 años de escolaridad) y Oaxaca (7.7 años de escolaridad), que son zonas con mayor desventaja económica, mientras que la Ciudad de México tiene el promedio más alto del país con 11.2 años de escolaridad, le siguen Nuevo León, Sonora y Baja California Sur, las tres con un grado promedio de escolaridad de 10.2 años.

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