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Economía UNAM

versión impresa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.4 no.12 Ciudad de México sep./dic. 2007

 

Artículos

 

Dinámica macroeconómica de Estados Unidos: ¿transición entre dos recesiones?

 

The Macroeconomic Dynamic in the United States: Transition Between two Recessions?

 

Enrique Palazuelos

 

Catedrático de Economía Aplicada, grupo de investigación sobre crecimiento de la economía mundial, Universidad Complutense de Madrid. <cepalazue@ccee.ucm.es>

 

Resumen

El propósito de este trabajo consiste en explicar los resortes en los que se asienta el crecimiento económico registrado durante los últimos años y compararlos con los vigentes durante los años noventa. Ese contraste revela las continuidades y las diferencias que existen entre ambos períodos, a la vez que muestra cuáles son las limitaciones que determinan el agotamiento de la fase de crecimiento actual. En primer lugar, el trabajo analiza el funcionamiento de cinco "mecanismos de sobre-reacción" que impulsaron el crecimiento entre 1992 y 2000. A continuación explica las características de la política económica durante la recesión. El tercer apartado examina los resortes que sostienen el crecimiento reciente, para después compararlos con los vigentes en los años noventa. El apartado final extrae del análisis precedente un balance de problemas estructurales y de requisitos coyunturales que obstaculizan la prolongación del crecimiento reciente.

 

Abstract

The aim of this work is to explain the foundations of the economic growth experienced during recent years and compare them with those of the 1990s. This comparison reveals the continuities and differences that exist between both periods, showing at the same time the limitations that determine the potential exhaustion of the current phase of growth. Firstly, this article analyses the working of the five 'over-reaction mechanisms' that boosted growth between 1992 and 2000. Then it explains the characteristics of economic policy during the recession. The third section examines the bases explaining the recent growth, comparing them with those of the 1990s. The final section withdraws some conclusions from this analysis about the structural problems and temporary obstacles that hamper the extension of the recent growth phase.

JEL classification: E20, E32, F43, O51.

 

En 2003 concluyó la recesión iniciada en el verano de 2000, avivándose entonces el ritmo de crecimiento económico. El propósito de este trabajo consiste en explicar los resortes en los que se asienta el crecimiento económico registrado durante los últimos años y compararlos con los vigentes durante los años noventa. Ese contraste revela las continuidades y las diferencias que existen entre ambos períodos, a la vez que muestra cuáles son las limitaciones que determinan el agotamiento de la fase de crecimiento actual. En primer lugar, el trabajo analiza el funcionamiento de cinco "mecanismos de sobre-reacción" que impulsaron el crecimiento entre 1992 y 2000. A continuación explica las características de la política económica durante la recesión. El tercer apartado examina los resortes que sostienen el crecimiento reciente, para después compararlos con los vigentes en los años noventa. El apartado final extrae del análisis precedente un balance de problemas estructurales y de requisitos coyunturales que obstaculizan la prolongación del crecimiento reciente.

 

De la brillantez de goldilocks a la recesión

En el verano de 2000 se acabó lo que algunos economistas norteamericanos denominaron Goldilocks, esto es, la brillante fase de crecimiento iniciada ocho años antes, cuando el Producto Interno Bruto se incrementó a una tasa media próxima a 4% anual. Por el lado de la demanda, la inversión privada no residencial creció a una tasa media de 10% anual, el consumo privado lo hizo a 4% y la exportación lo hizo a 7%, mientras que la demanda del gobierno registraba una media de sólo 1.3% anual. Simultáneamente, la importación creció bastante más que el PIB, de modo que su propensión marginal se elevó a 1.69. Por el lado de la oferta, el crecimiento de la producción se cimentó en el aumento tanto del empleo como de la productividad del trabajo en torno al 2% anual. Por el lado de la distribución de la renta, el reducido incremento del salario real dio lugar al descenso de los costes laborales unitarios en términos reales (-0.7% de media anual), con un fuerte crecimiento de los beneficios de las corporaciones empresariales (7%). Además, el crecimiento económico fue compatible con la corrección de los desequilibrios macroeconómicos internos: la inflación se mantuvo en 2-3% anual, el presupuesto del gobierno federal transformó su notable déficit inicial (-4% del PIB) en un superávit final (2% del PIB) y el desempleo se redujo hasta caer por debajo de 4% (Blinder y Yellen, 2001; CEA, 2001; Pollin, 2003; Arestis y Karakitsos, 2004).

Tanto brilló Goldilocks que sus resplandores cegaron a los dirigentes del país y a buena parte de los economistas, hasta el punto de que tardaron más de un año en comprender que aquella fase se había agotado. De hecho, no faltan los economistas que siguen asociando la recesión con los atentados terroristas de septiembre de 2001, con los escándalos financieros de algunas grandes corporaciones, o con las incertidumbres derivadas de las aventuras militares de la administración Bush. Sin restar importancia a los efectos adversos que esas cuestiones han podido ejercer en la economía durante estos últimos años, para comprender los rasgos fundamentales de la dinámica macroeconómica de Estados Unidos es necesario considerar la decisiva importancia que tuvieron cinco «mecanismos de sobre-reacción» que en los años noventa espolearon la expansión, creando círculos virtuosos, y después desataron un cúmulo de problemas que condujeron a la situación recesiva y a los círculos viciosos que han condicionando el desenvolvimiento posterior de la economía (Kregel, 2005; Palazuelos, 2002, 2003; Godley e Izurieta, 2001; Papadimitrou et al, 2006).

 

Mecanismos internos de sobre-reacción

El primer mecanismo concierne al comportamiento de la inversión. Ésta creció con rapidez a partir de 1992 merced a que las innovaciones tecnológicas estimularon las expectativas de las empresas a emprender grandes programas para renovar sus equipos productivos, a la vez que el aumento de los beneficios mejoraba su capacidad de ahorro, mientras que la relajación de la política monetaria favorecía su acceso al crédito y, en mayor medida, el alza de la bolsa les permitía financiarse en los mercados de capitales. Después de cuatro años en los que la inversión en equipos creció a una tasa media de 10.5% anual, el ritmo aún se aceleró entre 1996 y 1999 para registrar una media de 11.5%, lo que resultó decisivo para prolongar la fase expansiva.

Sin embargo, en el curso de ese proceso las empresas dejaron de fomentar su ahorro interno (destinando la mayor parte de los beneficios a dividendos) y financiaron sus inversiones casi en exclusiva con créditos y emisiones de títulos en los mercados de capital, lo que les resultaba relativamente barato en pleno apogeo de esos mercados (Stiglitz, 2003; Partnoy, 2003; Brenner, 2002). Al mismo tiempo, se fue generando una exagerada extrapolación de las expectativas sobre el potencial de crecimiento que aportaban las innovaciones en información, telecomunicaciones y otras, confiando en un desplazamiento de la frontera tecnológica mucho más allá de sus posibilidades reales.

A fin de cuentas, los mercados de bienes y servicios finales crecían a un ritmo sensiblemente menor que las inversiones y lo mismo sucedía con el stock de capital fijo, cuyo suave incremento instaba a pensar que los nuevos equipos informáticos y de telecomunicaciones -donde se concentraban las inversiones- tenían una obsolescencia muy rápida (Palazuelos, 2000). En consecuencia, la eficiencia productiva de las inversiones era cada vez menor y también lo era su rendimiento respecto a los beneficios. De ese modo, durante la segunda mitad de la década se desencadenó un proceso de sobreinversión, que al menos en parte quedaba eclipsado por los beneficios que las empresas seguían alcanzando en los mercados financieros. Sin embargo, antes o después, de forma inexorable, esa situación tendría que constatarse en los balances de las empresas y cuando así sucediera daría lugar a una reacción pendular de signo contractivo, tan intensa como antes lo había sido el exceso expansivo.

La peor consecuencia que acarrea siempre un fenómeno de sobreinversión estriba en que cuando las empresas constatan el exceso de capacidad productiva en el que han incurrido proceden a reducir sus inversiones y a operar en condiciones de baja utilización de la capacidad instalada durante un plazo de tiempo dilatado. En esas condiciones, la política económica resulta inoperante, pues los estímulos fiscales y monetarios no surten efectos en su intento de reanimar la inversión. Así ocurrió a partir del verano de 2000 hasta comienzos de 2003, cuando trimestre a trimestre la inversión registró tasas de variación negativas y cuando por fin se tornó positiva todavía se mantuvo débil a lo largo de 2003 (cuadro 1). En ese proceso, la utilización de la capacidad instalada en el sector industrial se redujo hasta registrar un mínimo de 70% en 2003.

El segundo mecanismo consistió en el endeudamiento de las empresas y de los hogares. Como se ha dicho, cada vez en mayor medida las empresas financiaron sus inversiones a través de préstamos bancarios, hipotecas comerciales y emisiones de bonos, papel comercial y otros instrumentos de débito. Esa alternativa, igual que la ampliación de capital mediante sucesivas emisiones de acciones, resultaba atractiva porque los tipos de interés eran bajos y los mercados financieros rebosaban liquidez y absorbían todo tipo de emisiones, de modo que los activos de las empresas se revalorizaban con rapidez al calor del boom bursátil (Schiller, 2000, Arestis y Karakitsos, 2004; Brenner, 2002).

Reforzando esa dinámica financiera, en las grandes empresas se impuso un modelo de gestión cuyo fin absoluto era la permanente creación de valor para los accionistas a través del creciente reparto de dividendos y el aumento persistente de la cotización de las acciones. Los decisiones de los directivos quedaban supeditadas a ese objetivo: crear valor (Stiglitz, 2003). De ese modo, con criterios estrictamente financieros y de corto plazo se gestionaba el conjunto de la actividad corporativa: las fusiones y absorciones, las opas amistosas u hostiles, la recompra de acciones, la adquisición de activos financieros ajenos, la externalización de actividades, la reducción de plantillas, la contención de salarios, la apertura o el cierre de líneas de producción, la relación con empresas filiales, los contratos con proveedores y clientes, y la política de inversiones (Partnoy, 2003; Stiglitz, 2003).

En ese contexto empresarial, el creciente endeudamiento perdía relevancia comparado con la revalorización que experimentaban los activos, de forma que entre 1995 y 2000 la riqueza neta de las empresas se elevó como la espuma, aumentando su valor relativo con respecto al PIB (cuadro 2). Sin embargo, la importancia del endeudamiento cobraba realce si se atendía a otras evidencias. El aumento del valor de los activos durante esos años (65%) se sustentaba principalmente en el incremento de los activos financieros (más de 90%), hasta el punto de que al final de la década suponían más de la mitad de los activos totales. Otra evidencia significativa era la caída en 25% de los beneficios con respecto al valor de los activos tangibles, pese a lo cual siguió aumentando la parte de los beneficios destinada al reparto de dividendos en detrimento de la capacidad de ahorro. Pero, por encima de ambas consideraciones, el problema central residía en que la posición financiera de las empresas dependía por completo del comportamiento de los mercados financieros, tanto para valorizar sus activos como para financiar sus obligaciones de pago (Stiglitz, 2003; Pollin, 2003; Schiller, 2000).

Mientras que tales condiciones se mantuvieran no existiría ningún riesgo inminente, pero su estabilidad no estaba garantizada en absoluto. La contracción de esos mercados supondría el desencadenamiento de dificultades para las empresas, como sucedió a partir de 2000: los activos redujeron su valor relativo pero no así las obligaciones de pago, mientras que los beneficios retrocedían y para muchas empresas se convertían en pérdidas. Se produjo así el deterioro de la situación patrimonial, se multiplicaron los desequilibrios contables y proliferaron las quiebras de empresas.

En el caso de los hogares sucedió un proceso similar. Como por arte de magia, su patrimonio mejoró con celeridad desde 1995 en virtud de su riqueza financiera y no de las rentas del trabajo que crecían con lentitud, a la vez que sus obligaciones de pago también crecían con rapidez hasta suponer más de 100% del Ingreso Personal Disponible (IPD), en tanto que el ahorro personal pasaba de 4.6% a menos a 2% del IPD (cuadro 2). Como en el caso de las empresas, esa posición patrimonial quedaba presa del comportamiento de los mercados financieros, tanto para valorizar sus activos como para financiar sus pasivos. El cambio de escenario financiero en 2000 puso al descubierto el excesivo riesgo en el que había incurrido el sector doméstico, de manera que en el trienio 2000-02 sus activos totales respecto al PIB se redujeron en 14% (los financieros en 25%), sus obligaciones aumentaron 15% y su riqueza neta se contrajo casi 20%. Aumentó también la proporción de la renta destinada al pago de deudas, a pesar de las políticas de reducción de los tipos de interés de la Reserva Federal y del abaratamiento de los bienes duraderos a través de las ofertas lanzadas por las empresas para reducir sus stocks.

El tercer mecanismo, convertido en el arco de la bóveda de toda la economía, era el comportamiento de los mercados financieros, en particular de la Bolsa. El aumento de las cotizaciones a partir de 1992 era lógico, pues la economía volvía a crecer después de la recesión sufrida en los dos años anteriores, los beneficios de las empresas se recuperaban y las innovaciones tecnológicas afianzaban el clima de confianza. Sin embargo, desde 1995, las cotizaciones comenzaron a rebasar cualquier pronóstico lógico, adentrándose desde 1998 en una espiral especulativa absolutamente desbocada (Gráfica 1). El boom se convirtió en un extravagante proceso de incesantes compras y ventas de títulos, con una continua elevación del valor de las acciones sin relación con la situación real de las empresas (Schiller, 2000; Partnoy, 2003; Palazuelos, 2002; Brenner, 2002). Descontando la inflación, entre 1993 y 2000 el incremento medio del índice Standard & Poors fue del 14% anual y el correspondiente al índice Nasdaq superó 23 por ciento.

Extravagancia era, por ejemplo, que el Price Earning Ratio (PER), que relaciona el precio de las acciones con los dividendos de las empresas, se acercase a 50 cuando el promedio de su tendencia histórica es de 16. Como extravagancia era que la prima de riesgo de las acciones fuese prácticamente nula, como si se tratase de bonos federales con absoluta garantía. Aún más, cuando en 1998 las cotizaciones se disparaban, los beneficios de las corporaciones no financieras estaban disminuyendo incluso en cifras absolutas. El maquillaje fraudulento de esa situación cebó más la espiral bursátil e incitó a muchos de los delitos contables que se destaparon después.

Aquella carrera sin destino alcanzó su cenit entre diciembre de 1999 (Dow Jones Industrial) y la primavera siguiente (Standard & Poor's y Nasdaq), emprendiendo el duro viaje de regreso. Entre los meses de marzo del 2000 y 2003 las caídas registradas por los tres índices fueron, respectivamente, de 30, 45 y 75% (Gráfica 1). Sin excepción, las estrellas rutilantes de los años noventa (Microsoft, Cisco, Intel, Oracle, Sun, Dell Computer, Yahoo) perdieron entre 60 y 90% del valor previo al estallido de la burbuja; por no hablar de otras grandes empresas que quebraron. Cuando la huida hacia adelante concluyó con el fin de aquella espiral especulativa tanto las empresas como los hogares vieron cómo se desvalorizaban sus activos financieros, sin que sucediera lo mismo con las deudas que tenían que devolver.

 

Mecanismos externos de sobre-reacción

El cuarto mecanismo giraba en torno a la captación de un volumen creciente de capital externo. Este ahorro exterior era un elemento decisivo para el crecimiento ya que hacía posible que la inversión superase con creces la débil capacidad de ahorro interno. Aunque el gobierno aumentó su ahorro bruto hasta 4% del PIB, el sector privado redujo notablemente el suyo (de 18.4 a 13.6% del PIB en 2000) a la vez que elevaba con rapidez su inversión (de 13.7 a 17.7%). De ese modo, la diferencia ahorro-inversión del sector privado se alteró en nueve puntos hasta registrar un desajuste equivalente a 4.1% del PIB (Gráfica 2), reflejando así un elevado déficit externo que requería una sobre-financiación externa (Cline, 2005; Godley et al., 2005; Gros, 2006; Kregel, 2005).

En el ámbito comercial, las importaciones de bienes aumentaron hasta alcanzar cifras colosales que derivaron en el voluminoso déficit que, con una cierta corrección, se trasladaba a la balanza por cuenta corriente. De ese modo, buena parte del vigor de la demanda interna de consumo y de inversión se sostuvo con importaciones que se financiaban mediante la entrada de inversiones directas, inversiones en cartera y préstamos provenientes del resto del mundo. Los mercados financieros internacionales modelaron su funcionamiento conforme a las necesidades de la economía americana, ya que ésta captaba alrededor de 70% del ahorro neto mundial.

La recesión iniciada en 2000, junto con el retroceso de la actividad bursátil, la caída de los tipos de interés y la extensión de la situación recesiva a escala internacional, redujeron en cierta medida el atractivo de las inversiones en Estados Unidos para los capitales internacionales. Sin embargo, las tensiones que surgieron no alcanzaron un tono de gravedad en ningún momento y -como se analiza más adelante- las entradas de capital volvieron a cobrar nuevo auge con las inversiones en cartera realizadas desde los países del este de Asia.

El quinto mecanismo, la sobre-apreciación del dólar, estaba conectado con varios anteriores. La entrada de grandes inversiones fortalecía a la moneda estadounidense, a la vez que esa apreciación hacía aún más atractivos los elevados rendimientos que aportaba la bolsa y otros mercados financieros, estimulando nuevas adquisiciones de acciones y los títulos de deuda por parte de los inversores extranjeros. Se reproducía así la interacción entre la sobre-financiación externa y la sobre-apreciación de la moneda (Kregel, 2005; Arestis y Karakitsos, 2004; Cline, 2005). Entre 1995 y 2000, el dólar se apreció casi un 50% respecto al marco alemán, 30% frente al yen japonés (gráfica 3) y porcentajes también elevados frente a las restantes divisas. Cabe observar también la rápida depreciación que sufrió el euro frente a la moneda americana, desde el momento en que la moneda europea inició su cotización en enero de 1999, perdiendo 20% de su valor en apenas año y medio.

En esas condiciones, los hogares y las empresas estadounidenses se beneficiaban de la importación de bienes cada vez más baratos, adquiridos cada vez en mayor medida con el financiamiento aportado por esos inversores extranjeros. Se estrechaba así la interacción entre el endeudamiento privado, el déficit comercial y los dos mecanismos sobre-reactivos externos. El proceso apreciativo se mantuvo hasta enero de 2002, cuando en presencia de las mencionadas dificultades para captar capital internacional en el volumen requerido y en pleno contexto recesivo, el dólar comenzó a perder una parte del valor que había incrementado en los años anteriores frente al euro, el yen y otras divisas.

 

Levedad de la política económica ante la recesión

La ruptura de la fase expansiva comenzó por los mecanismos que habían extremado su falta de correspondencia con la trayectoria real de la producción, es decir, las cotizaciones bursátiles y las inversiones de las empresas, provocando un cambio radical del panorama económico. Al comenzar el verano de 2000 la economía presentaba el encadenamiento de los síntomas contractivos propios de una fase recesiva. La inversión privada -sobre todo la inversión en equipos y sofware informáticos- comenzó a retroceder, afectando negativamente a la producción, el empleo, y los beneficios, mientras que el consumo desaceleraba su crecimiento. Los índices bursátiles caían con rapidez y se ponía al descubierto el desajuste de las posiciones financieras del sector privado; las empresas y los hogares debían hacer frente a unos niveles de endeudamiento preocupantes sin el aporte del "efecto riqueza" de los años precedentes. Se anunciaban importantes quiebras y estallaban escándalos financieros en empresas que habían cobrado un gran relieve durante la expansión (Godley e Izurieta, 2001; Stiglitz, 2003; Pollin, 2003; Aristis y Karakitsos, 2004).

La primera respuesta oficial provino de la autoridad monetaria. La Reserva Federal procedió a reiterados descensos de los tipos de interés, de modo que a lo largo de cuatro años los tipos pasaron de 6 a 0.75%. Esta relajación monetaria suavizó el impacto que suponía el servicio de las deudas sobre los ingresos de los hogares y las empresas, pero no pudo influir en la inversión porque las empresas estaban reajustando el exceso de capacidad productiva provocado por la sobre-inversión (Arestis y Karakitsos, 2004; Pollin, 2003).

Desde el punto de vista gubernamental, tanto en 2000 como en el transcurso de 2001 poco hicieron las administraciones Clinton y Bush, confiadas en que la expectativa de crecimiento seguía situándose en torno a 4% anual (CEA, 2001). El nuevo gobierno consideró que se estaba produciendo un "suave aterrizaje" y que, pasados unos meses, la fase expansiva remontaría el vuelo apoyándose en la mencionada política monetaria y en la disminución de impuestos prometida por George Bush durante la campaña electoral. A mediados de 2001 llegaron peores noticias, pues las cifras correspondientes a los meses previos anunciaban que la economía se encontraba en recesión técnica y la opinión pública conocía nuevos escándalos financieros de grandes empresas. Después ocurrieron los atentados terroristas del 11 de septiembre.

A partir de ese momento se sucedieron dos reacciones oficiales muy diferentes. Primero el gobierno anunció la aplicación de nuevos estímulos fiscales (menores impuestos a empresas y hogares) y ayudas públicas para los sectores más afectados por los atentados (producción y servicios aeronáuticos, compañías de seguros), junto a medidas proteccionistas para la siderurgia y otros sectores. Así fue cómo a lo largo del otoño se acrecentó la sensación de pesimismo y parecía abrirse paso la convicción de que era necesario emprender políticas de mayor alcance para afrontar la situación. Sin embargo, la actitud del gobierno se modificó de forma radical en la primavera de 2002. Los datos publicados sobre el último trimestre del año anterior, es decir, los resultados posteriores a la barbaridad terrorista, mostraban cierto crecimiento y fueron saludados como la evidencia de que se había reanudado la senda expansiva. Se habló entonces de que había pasado una "recesioncita" o un mero "aterrizaje técnico", ignorándose que los soportes que presentaba esa presunta recuperación eran episódicos y atípicos desde el punto de vista del crecimiento, pues el aumento del consumo procedía de un astronómico aumento de la compra de bienes duraderos, mientras que los otros dos componentes activos eran el fortísimo aumento del gasto militar y de las importaciones (cuadro 1). Por el contrario, los indicadores fundamentales de la economía, con la inversión como estandarte, seguían mostrando la hondura de la recesión.

El curso del tiempo se encargó de borrar aquel espejismo y emplazó al gobierno a ofrecer nuevas respuestas en la medida en que el margen de actuación de la política monetaria se hacía menor una vez que el tipo de interés se situó por debajo de la tasa de inflación. Sin embargo, la administración Bush siguió comportándose como si sólo dispusiera de dos instrumentos de actuación. De un lado, mantuvo su empeño en aplicar nuevas rebajas fiscales, explicando que el aumento del ingreso disponible estimularía tanto el consumo como el ahorro de los hogares y, con ello, la producción y el empleo. El gobierno mantuvo esa política tributaria a pesar de que los estudios realizados eran concluyentes a la hora de señalar que la mayor parte de las reducciones de impuestos se concentraba en los perceptores de grandes rentas, ya que 10% de los contribuyentes se beneficiaba de 60% del recorte (Pollin, 2003; Stiglitz, 2003; Arestis y Karakitsos, 2004).

De otro lado, la administración persistió en el propósito de estimular la actividad económica a través del gasto público, consistente sobre todo en el aumento de los gastos militares. De hecho, la demanda pública fue la variable que registró las mayores tasas de crecimiento durante el cuatrienio 2001-2004 (cuadro 1), a pesar de las numerosas voces que dudaban de sus efectos reactivos y que alertaban de los peligros que conllevaba la opción militarista adoptada por el gobierno. La coincidencia de la merma de los ingresos federales provocados por los sucesivos recortes de impuestos con el aumento de los gastos militares dio lugar a una contundente modificación del saldo presupuestario. El superávit de 2.3% del PIB alcanzado en 2000 se convirtió dos años después en un déficit equivalente a 1.5% del PIB, que siguió elevándose en los años posteriores.

 

Dinámica económica 2001-2006: de la recesión al crecimiento

La economía atravesó su peor momento durante el bienio 2001-2002, cuando la tasa de crecimiento del PIB fue, sucesivamente, de 0.8 y 1.6% y la inversión privada fija no residencial se situó en tasas negativas de -4.2 y -9.2%. En esos años el débil ritmo de la actividad económica estuvo sostenido por el consumo privado (en particular, los bienes duraderos), la demanda del gobierno federal (gasto militar) y las importaciones. Seguidamente, el crecimiento del PIB volvió a registrar tasas más altas, alcanzando una media de 3.2% en el cuatrienio 2003-2006, recreándose entonces varios de los mecanismos sobre-reactivos que habían operado en los años noventa.

 

Protagonismo del consumo, endeudamiento doméstico y burbuja inmobiliaria

El carácter atípico de la evolución de los bienes de consumo duradero ha sido una de las características más destacables de la situación económica de estos años. En anteriores fases recesivas, la demanda de ese tipo de bienes sufrió duras contracciones (-3% en 1990-1991), mientras que en el bienio 2001-2002 creció a una tasa media de 5.7% anual debido a la concurrencia de tres elementos principales: el rápido descenso de los tipos de interés, las reducciones de impuestos y las grandes ofertas de automóviles y electrodomésticos que lanzaron las empresas para desprenderse de sus stocks. Posteriormente, esos bienes duraderos y el conjunto de la demanda de consumo han mantenido un buen ritmo de crecimiento, con medias anuales de 5.7 y 3.4%, respectivamente, en el cuatrienio 2003-2006.

Ya que las rentas salariales han crecido con lentitud, el crecimiento del consumo se ha basado en la reconfiguración de dos mecanismos que ya operaron en los años noventa: las rentas generadas a través de la especulación financiera y el endeudamiento de los hogares, además del impulso que aportaron las sucesivas reducciones de impuestos. En efecto, en 2003-2006 la compensación real de los empleados por hora trabajada se ha incrementado a una media de 1.4% anual (cuadro 3) y el conjunto de los ingresos domésticos procedentes del trabajo lo ha hecho a 2.2%, de modo que la participación de los salarios en la renta nacional ha descendido más de dos puntos. Sin embargo, el consumo privado ha crecido incluso varias décimas por encima del PIB, convirtiéndose en la variable más determinante del crecimiento registrado por la economía durante estos últimos años.

La caída recurrente de los tipos de interés entre 2001 y 2004 favoreció la renegociación a la baja de las hipotecas sobre la compra de vivienda, en un contexto de aguda competencia entre los bancos comerciales y otras entidades financieras por captar clientes y en presencia de una legislación que protege notoriamente a los suscriptores de créditos hipotecarios (Jorion, 2007; Case et al, 2001; Gallin, 2003). En ese contexto tuvo lugar otro acontecimiento aún más decisivo: el desplazamiento hacia el negocio inmobiliario de una gran cantidad de capitales que liquidaron sus posiciones en la Bolsa tras el estallido de la burbuja en 2000. Se generó así una nueva espiral especulativa, que se ha reproducido hasta finales de 2006, con una incesante actividad de compra-venta de activos inmobiliarios en busca de ganancias rápidas, que provocaba una incesante subida de los precios y que contó con la febril participación de empresas constructoras, promotoras, bancos comerciales, bancos de inversión, otros intermediarios y un numeroso grupo social que ha podido valorizar su patrimonio a través de este boom.

El segmento de mercado financiero que se nutre de esa actividad inmobiliaria no ha cesado de crecer en esos años, sobre todo con la creación de instrumentos de titulización de préstamos hipotecarios, que se negocian en un amplísimo mercado secundario que ha atraído a grandes inversiones nacionales y extranjeras (Gallin, 2003; Jorion, 2007; Papadimitrou et al, 2006). De ese modo, durante el trienio 2003-2005 la inversión residencial creció a una tasa media de 9% anual, elevando casi en un punto y medio su presencia en el PIB hasta superar 6% (cuadro 4), siendo el componente de la inversión con mayor dinamismo gracias a la contribución del sector doméstico que protagoniza alrededor de 85% de dicha inversión (Bureau of Economic Analysis/BEA, 2007).

Esa nueva burbuja financiera ha reportado importantes ganancias a ciertos grupos financieros y a los hogares con altos niveles de renta. Hay que considerar que 1% de los hogares más ricos detenta la tercera parte del patrimonio inmobiliario, o bien que 10% de los hogares con mayor renta concentra 70% de dicho patrimonio, mientras que los cuatro deciles siguiente disponen de 27%, de manera que la otra mitad de los hogares -los de menor renta- sólo posee 3% de esa riqueza inmobiliaria (Jorion, 2007). Por tanto, en el sector doméstico, los beneficios generados por la burbuja se han concentrado en el decil más rico, aunque dada su amplitud los efectos difusores han alcanzado a otros estratos sociales intermedios, aportándoles ingresos adicionales que han destinado al consumo.

El mismo proceso se ha repetido con las rebajas fiscales, cuyos beneficios han recaído mayoritariamente sobre los grupos sociales más adinerados, dotándoles de mayores ingresos disponibles (Pollin, 2003; Stiglitz, 2003; Arestis y Karakitsos, 2004). Sin embargo, como viene ocurriendo desde los años ochenta -en abierta contradicción con la justificación dada por el gobierno para llevar a cabo los recortes de impuestos-, los hogares de rentas altas y medio-altas muestran unas tasas de ahorro muy bajas, de modo que el incremento de la renta disponible lo destinan a la compra de bienes y servicios, o a inversiones especulativas (antes en bolsa, ahora en el sector inmobiliario). Por esa razón, el ahorro personal ha seguido disminuyendo hasta registrar una insólita tasa negativa en 2005 (cuadro 2).

Simultáneamente, tanto los hogares más acomodados como el resto de la población que accede a mayores niveles de consumo por la vía del crédito, han desencadenado un proceso de endeudamiento todavía más intenso que el desatado a finales de los años noventa, fragilizando todavía más su posición financiera. Si en 1999 el aumento de la deuda de los hogares alcanzaba por primera vez un valor equivalente al Ingreso Personal Disponible, en 2002 suponía 112% y su continuo ascenso ha hecho que en 2006 represente 137 del IPD (cuadro 2), mientras que el servicio anual de esas obligaciones se sitúa en 15% del IPD. De esa forma, el dinamismo del consumo ha vuelto a supeditarse a las condiciones financieras que valorizan los activos y que financian el pasivo de los hogares.

La principal diferencia con los años noventa estriba en que entonces el incremento de los activos fue más intenso y afectó a grupos sociales más amplios, mientras que en estos últimos años su dimensión y su influencia son más reducidas. Con respecto al PIB, en 2006 los activos totales de los hogares alcanzan un valor similar a los niveles máximos registrados en 1999 (cuadro 2), merced a que los activos financieros han mermado 14% pero los activos tangibles se han incrementado casi 30%, gracias a la revalorización de los activos inmobiliarios que suponen más de 80% de los activos tangibles. Al mismo tiempo, la ratio obligaciones/PIB se ha incrementado 37% y la riqueza neta doméstica ha caído 8 por ciento.

Expresando de forma lacónica el proceso descrito por el sector doméstico en estos años de reactivación del crecimiento económico, cabe apuntar que en el intervalo de 2003 a 2006 mientras que el salario real por hora trabajada se ha incrementado 6% el consumo privado lo ha hecho 15%, a costa de las rentas aportadas por el negocio inmobiliario, la desaparición del ahorro y el aumento de su deuda en 4.5 billones de dólares, cuyo peso relativo ha pasado de 84% a 100% del PIB. La fragilidad financiera quedaba al descubierto en el otoño de 2006, cuando concluyó la tendencia alcista del sector inmobiliario. Los precios han comenzado a descender, la nueva inversión residencial se ha reducido (-4,2% anual) y las rentas derivadas de ese negocio se han contraído, mientras que las deudas permanecen y el acceso a nuevos créditos es más difícil conforme cae el valor de los inmuebles que ha ejercido de colateral, a la vez que se incrementa la tasa de morosidad y las subsiguientes dificultades para los acreedores que concedieron créditos hipotecarios o para quienes después adquirieron facilities basadas en dichos créditos.

 

Inversiones y productividad de las empresas

Después de soportar más de dos años de aguda desinversión y de restricciones financieras impuestas por la necesidad de afrontar las deudas contraídas, las empresas iniciaron en 2003 una lenta recuperación que se hizo más evidente en los tres años siguientes, cuando la inversión privada no residencial creció a una media de 6.6% anual, que se acercó a 7.5% en la inversión en equipos y sofware informático.

Las buenas señales se han extendido a otros indicadores. La tasa de utilización de la capacidad instalada volvió a subir hasta superar 80%. Los beneficios reaparecieron de forma mayoritaria en los balances, incrementándose con rapidez desde 2004, como ilustran las ratios beneficios/PIB (de 3.9 a 8.2% en 2006) y beneficios/activos tangibles (de 4.3 al 8.4% del PIB), situándose ambas por encima de los mejores resultados de la segunda mitad de los noventa (cuadro 2). Igualmente, el ahorro bruto de las empresas supera 13.5% del PIB, un porcentaje desconocido desde hace muchos años.

Por el lado de las cotizaciones bursátiles, el retroceso tocó fondo en el primer trimestre de 2003, volviendo a una tónica alcista que se ha consolidado más en 2006, probablemente con el desplazamiento de capitales provenientes del sector inmobiliario. Con incrementos cercanos a 9%, el índice Dow Jones recuperó su nivel de 11 000 puntos alcanzado en 1999 y después superó los 12 000 puntos (gráfica 1). Por su parte, Standard & Poor's se acercaba a su máximo precedente, superando el nivel de 1 400 y Nasdaq, más titubeante, llegaba a los 2 300, bajando después a 1 700, pero siempre lejos de aquellos 3 900 convertidos en símbolo de la burbuja finisecular.

Por el lado de la posición financiera, el sector empresas presenta unas cuentas claramente mejoradas. La deuda, que llegó a suponer 98% del PIB ha caído por debajo de 80%, mientras que los activos sólo han retrocedido 4% y se han reestructurado merced al leve aumento de los activos tangibles y al retroceso de los activos financieros. En esas condiciones, la riqueza neta se ha elevado desde 96% a 107% del PIB (cuadro 2).

Ese comportamiento empresarial se ha sustentado en tres factores principales: la productividad, los costes laborales unitarios y las importaciones. En el intervalo de 2001 a 2006, la producción por hora trabajada se ha incrementado casi 20% (3% de media anual), influida tanto por el potencial productivo aportado por las nuevas tecnologías como por la evolución del empleo (Council of Economic Advisers, 2007). De hecho, los mayores incrementos de la productividad corresponden a los años recesivos, cuando el empleo se redujo más de 5% entre 2001 y 2003 y la eficiencia laboral se elevó 11% (cuadro 5). En el trienio posterior, el empleo ha tornado a tasas positivas, acumulando un aumento de 4.3% y la productividad se ha elevado menos de 8%, lo que sigue siendo un crecimiento notable (con una media anual de 2.5%), generando unas ganancias de eficiencia que repercuten directamente en la cuenta de resultados de las empresas merced a la evolución de los costes laborales unitarios.

En efecto, frente a los mencionados incrementos de la productividad, la compensación real por hora percibida por los empleados ha registrado aumentos acumulados de 5.2 y 4.2% en cada trienio (cuadro 5). Por tanto, en términos reales, los costes laborales unitarios han descendido, sucesivamente, 5.3 y 3.6%, esto es a una tasa media de -1.5% anual. No sólo los ingresos salariales han crecido con lentitud, sino que muchas empresas se han desprendido de los compromisos contraídos con sus empleados para cubrir la parte correspondiente a las pólizas de seguros médicos. En ese contexto tan favorable, en apenas cinco años los beneficios del sector corporativo han incrementado cinco puntos y medio su participación en la Renta Nacional (hasta 13.9%) y que la cuota de la compensación a los empleados haya perdido más de dos puntos (cuadro 3).

El tercer pilar que ha obrado ventajosamente para las empresas, los grandes volúmenes de importaciones baratas, se analiza en el próximo apartado.

Sin embargo, más allá de los aspectos favorables que arroja la coyuntura reciente, la situación estructural de las empresas presenta unas condiciones más inciertas que se pueden apreciar a partir de los propios datos mencionados. La tasa de utilización de la capacidad instalada no consigue situarse por encima de 81%, varios puntos por debajo de lo que sucede de forma elocuente en las fases expansivas de la economía. El crecimiento de la inversión se resiste a alcanzar un ritmo más alto y más sostenido, propio de las fases expansivas. La productividad encuentra ciertas dificultades para mantener su ritmo de crecimiento conforme se activa la creación de empleo. La oleada de importaciones favorece el abaratamiento de los suministros de las empresas y la capacidad de compra de los consumidores, pero debilita con efectos demoledores a una parte considerable del tejido industrial que se muestra incapaz de competir con esa entrada masiva de productos extranjeros. Por último, las dudas se extienden a los posibles efectos contractivos que puede provocar el desinflamiento del boom inmobiliario si llega a afectar seriamente a la demanda de consumo, o bien si se produce una depreciación del dólar que encarezca las importaciones.

 

Déficit comercial, sobre-financiación exterior y apreciación del dólar

El creciente déficit de las operaciones corrientes con el exterior está originado por el desajuste entre una tasa de ahorro cada vez más débil y una tasa de inversión al alza que impulsa el ritmo de crecimiento de la economía. Entre 2000 y 2006 el ahorro bruto desciende desde 18 a 13.8% del PIB, ya que el suave incremento del ahorro de las empresas apenas compensa la desaparición del ahorro personal y el desahorro del sector público. Entre tanto, a partir de 2003 la inversión bruta interna va incrementándose hasta alcanzar 20% del PIB. Consecuentemente, la brecha entre el ahorro y la inversión, reflejada como desequilibrio de la balanza de bienes y servicios, se amplía desde -2.7 a -6.2% del PIB (Gráfica 2). Con una pequeña variación ese porcentaje se traslada a la cuenta corriente y señala el monto de financiación exterior requerido por la economía estadounidense. Si a finales de los años noventa, aquel desajuste exigía la entrada de capitales por valor de 200-300 mil millones de dólares, en 2006 dicho valor estaba en torno a los 850 mil millones.

Salvo en los años recesivos en los que las exportaciones disminuyeron, su recuperación posterior indica que el desequilibrio comercial no proviene del lado de la venta de bienes en los mercados internacionales, sino que obedece al descomunal incremento de las importaciones, cuyo valor se acerca ya a los dos billones de dólares y equivale al 14% del PIB. Esto significa que para que la producción haya crecido un 13.5% durante el cuatrienio 2003-2006 las importaciones lo han hecho en 28 por ciento.

El desajuste se manifiesta en todas las partidas comerciales, clasificadas según el destino de los productos, siendo muy elevados los saldos negativos que registran los bienes de consumo, petróleo, automóviles e insumos para la industria (cuadro 6). Por tanto, el déficit refleja el empeoramiento coyuntural de los precios del petróleo y también el fuerte componente de comercio intra-firma (muy patente en la partida de automóviles y en ciertos bienes intermedios y de capital), pero en mayor medida responde al empeoramiento de la competitividad de una gran parte de la industria americana, así como a la estrategia de deslocalización total de una parte de sus empresas que ahora generan toda su producción en el exterior y luego la venden en el mercado interno (Palazuelos, 2002).

De ese modo, salvo en determinadas subramas cuya producción corre a cargo de grandes corporaciones transnacionales, se amplifica el debilitamiento de gran parte de la actividad manufacturera, actuando las importaciones masivas como efecto y como causa de esa debilidad. Como resultado, contemplando en exclusiva al sector de bienes, mientras que las exportaciones equivalen a casi 30% de la producción en el caso de las importaciones la cuota se eleva hasta 56%, lo que ilustra con claridad la envergadura que tienen la penetración de los productos extranjeros y los fabricados por las propias empresas estadounidenses en el exterior.

Sin embargo, en el caso de los servicios, cuya balanza es positiva y suaviza aproximadamente en un punto el desequilibrio del comercio de bienes, las exportaciones e importaciones suponen algo menos de 5 y 4%, respectivamente, de la producción de servicios. Se trata de un dato muy significativo puesto que pone de manifiesto que la mayor parte de la estructura productiva estadounidense (compuesta fundamentalmente por servicios) se encuentra al abrigo de la competencia externa.

La parte mayoritaria del déficit comercial corresponde a los intercambios con los países del sudeste y el sur de Asia. Esos países han representado en 2006 la cuarta parte de las exportaciones y la tercera parte de las importaciones de Estados Unidos, siendo los responsables de casi 43% del déficit (BEA, 2007) A la cabeza de ese grupo de países figura China que lleva camino de convertirse en el primer proveedor de la economía estadounidense, con una cuota que ya se acerca a 16% -casi tanto como el conjunto de la Unión Europea- y de la cual se deriva un déficit de casi un cuarto de billón de dólares, que sumado al que se genera en el comercio con Japón y otros países eleva el déficit con la región hasta 360 mil millones.

Esos voluminosos excedentes comerciales proporcionan a esos países asiáticos unas cuantiosas reservas de dólares -en manos de los bancos centrales, los bancos comerciales y ciertas grandes empresas- que a su vez destinan en gran medida a comprar activos financieros estadounidenses (deuda comercial, obligaciones de empresas, facilities del mercado hipotecario...). De ese modo, se reproduce un circuito exterior donde el déficit comercial genera saldo en dólares que los países asiáticos y otros proveedores con excedentes (OPEP, Rusia) colocan como inversiones financieras en el mercado americano. Cuanto mayor es el déficit mayor es la sobre-financiación requerida y, por tanto, mayor es la deuda externa de Estados Unidos y mayor es la penetración financiera extranjera (Cline, 2005; Blanchard et al., 2005; Godley et al., 2005).

Ese circuito comercial-financiero se complementa con otro de carácter monetario. Conforme los inversores extranjeros acrecientan su penetración en el mercado estadounidense, difícilmente puede desvalorizarse el dólar lo que atentaría contra los intereses de los propios países acreedores que detentan grandes reservas en esa moneda. Así la caída registrada durante el bienio 2002-03, acumulando retrocesos del 30% respecto al euro y del 20% respecto al yen, dio paso en los últimos años a un proceso de subidas y bajadas (cuadro 3) que mantienen al dólar en una posición de notable apreciación si se tiene en cuenta la fortísima subida que experimentó en la segunda mitad de los noventa (Papadimitrou et al, 2006; Kregel, 2005; Gros, 2006; Gourichas y Rey, 2005; Blanchard et al, 2005).

Se establece así una parodia del viejo sistema de Bretton Woods cuando la economía estadounidense trasladaba a otros países la responsabilidad de afrontar los efectos derivados de su propio desequilibrio externo, y eran esos países los que se convertían en defensores del valor de la moneda americana. Ayer fueron los países europeos y hoy son los asiáticos. Se configura con ello un eje estratégico de índole comercial-financiero-monetario entre Estados Unidos y Asia Oriental que condiciona la evolución de toda la economía mundial y merced al cual la economía americana no asume ninguna responsabilidad en el ajuste de sus propios desequilibrios, sino que mantiene una demanda interna expansiva sostenida en buena medida con importaciones masivas y baratas.

El reverso de esa cómoda posición internacional -donde Estados Unidos capta en torno a 75% del ahorro neto mundial- recae sobre el mencionado debilitamiento manufacturero que causan esas importaciones, la concentración de su deuda externa en un pequeño grupo de países y la supeditación de su dinámica interna a factores dependientes del ritmo de crecimiento de la economía china y de las decisiones que adopten los países asiáticos sobre la utilización de sus grandes reservas en dólares.

 

Comparación de escenarios: 1993-2000 y 2003-2006

La recesión iniciada en el verano de 2000 concluyó en 2002 comenzando una fase con mayor ritmo de crecimiento económico. Más allá de que la tasa de crecimiento de estos últimos años sea menor que la obtenida en los años noventa, el contraste entre las características de ese crecimiento y el registrado en los años de Goldilocks pone de manifiesto ciertas continuidades y bastantes diferencias, a la vez que revela las limitaciones que existen para que se prolongue esta nueva fase de crecimiento.

Las semejanzas conciernen principalmente a cinco aspectos:

a) El protagonismo del consumo privado, sustentado en la caída del ahorro personal, las rentas generadas por burbujas financieras y el agudo endeudamiento de los hogares.

b) El favorable comportamiento del sector empresarial, asentado en las ganancias de productividad, el descenso de los costes laborales unitarios y el abaratamiento de las importaciones.

c) El fuerte déficit comercial que exige una sobre-financiación exterior y estimula la apreciación del dólar

d) La franca estabilidad de los precios, con tasas de inflación en torno a 2-4%, pese a la subida de los precios del petróleo, pero favorecida por las importaciones baratas, el retroceso de los costes laborales unitarios y la apreciación de la moneda.

e) La aplicación inicial de políticas monetarias relajadas, con tipos de interés bastante bajos, que después van subiendo para intentar frenar la burbuja financiera y proporcionar rendimientos atractivos para las inversiones extranjeras.

Por su parte, las diferencias más importantes del crecimiento reciente con respecto al experimentado en los años noventa se refieren a:

i) El incremento del consumo se ha basado también en las sucesivas rebajas de impuestos, lo que, en contrapartida, ha debilitado seriamente la capacidad recaudatoria del gobierno.

ii) El efecto riqueza aportado por la espiral inmobiliaria ha sido de menor magnitud, ha alcanzado a menos grupos sociales y ha durado menos que la espiral bursátil de los noventa. Como consecuencia, tras el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2006 la fragilidad financiera de los hogares es más acusada que en el año 2000.

iii) Las empresas no han incurrido en procesos de sobre-inversión y su posición financiera es más favorable que en la fase anterior. Por contra, la inversión no residencial ha crecido a un ritmo menos intenso y es más inestable, y la ratio de esa inversión respecto al PIB es notoriamente inferior a la registrada en los años noventa. La tasa de utilización de la capacidad instalada no consigue situarse en los niveles alcanzados entonces.

iv) La productividad del trabajo encuentra dificultades para mantener su ritmo de crecimiento conforme se recupera la tasa de creación de empleo.

v) La demanda pública juega un papel más importante que en la fase precedente cuando apenas creció y el gasto militar tuvo un importante descenso. Por el contrario, en estos últimos años el gasto militar se ha incrementado fuertemente y es el principal responsable de que la demanda federal haya crecido con cierta rapidez hasta suponer casi la quinta parte del PIB, una proporción desconocida durante las tres últimas décadas.

vi) Las cuentas públicas se han deteriorado desde el superávit fiscal registrado al final de la administración Clinton hasta los déficit registrados durante la administración Bush. Los ingresos federales perdieron más de cuatro puntos y medio respecto al PIB hasta 2004 y después han recuperado dos puntos para situarse en 18.4%. Por su parte, los gastos han subido más de un punto, hasta 20.3% del PIB a pesar del recorte que han sufrido las partidas de gasto social y las inversiones en infraestructuras. La imposibilidad de sostener déficit fiscales de 4%, condujo a estabilizar el gasto militar y a moderar aún más otros gastos situando el saldo negativo reciente en torno al 2% del PIB.

vii) Aunque la tasa de inversión es menor que la de los años noventa, la tasa de ahorro interno lo es aún más, de manera que el déficit por cuenta corriente y, por tanto, las necesidades de financiamiento externo siguen creciendo con gran celeridad.

viii) El abrumador peso de los países asiáticos en el desequilibrio comercial proporciona a esos países grandes excedentes en dólares, les convierte en los principales acreedores de la deuda americana y les otorga una gran influencia en el mantenimiento de la apreciación del dólar.

En consecuencia, desde el punto de vista de los cinco mecanismos de sobre-reacción que actuaron en la expansión de los años noventa, dos de ellos han seguido acentuándose (el endeudamiento de los hogares y el financiamiento exterior), otro permanece en tono más moderado (la apreciación de la moneda), otro ha mutado (la burbuja bursátil en burbuja inmobiliaria) y otro desaparecido (la sobre-inversión empresarial).

 

Enredos de la situación actual: sic transit gloria mundi

Antes incluso de que comenzara a desinflarse la burbuja inmobiliaria, en el otoño de 2006, las características del crecimiento iniciado en 2003 dejaban patente los problemas estructurales que arrastra la economía así como las dificultades para mantener su tónica expansiva. La de Estados Unidos es la única economía desarrollada de importancia que desde los años noventa no padece una endémica insuficiencia de demanda efectiva. Al contrario, su demanda interna crece con fuerza, sobre todo el consumo privado pero también la inversión y en los últimos años la demanda pública. De hecho, su demanda interna crece cada año varios puntos porcentuales más de lo que permiten sus posibilidades productivas internas. Pero esto sólo es posible mediante la captación de grandes cantidades de capital extranjero, equivalentes a las tres cuartas partes del ahorro neto del resto del mundo.

El desenvolvimiento de esa dinámica de crecimiento reproduce un conjunto de problemas fundamentales, entre los que destacamos cinco. El primero es el debilitamiento de una parte creciente de la estructura industrial. Aunque resulta evidente la fortaleza productiva, tecnológica y exportadora de ciertas líneas manufactureras, el conjunto de la capacidad industrial estadounidense se debilita bajo los efectos de la pérdida de competitividad ante la avalancha de importaciones y las estrategias de deslocalización de sus corporaciones (Pollin, 2003; Brenner, 2002; Palazuelos, 2002). En esas condiciones, la proporción de bienes manufactureros provenientes del exterior se eleva con rapidez, superando ya 55% del consumo interno.

El segundo problema es la reducida capacidad de ahorro que la economía arrastra desde los años ochenta y cada vez se vuelve más grave (Stiglitz, 2003; Papadimitrou et al, 2006; Arestis y Karakitsos, 2004). La apuesta por un consumo intenso y por las inversiones especulativas anulan el ahorro doméstico. La apuesta al financiamiento de las inversiones en los mercados de capital desincentiva el ahorro empresarial. La precariedad de los ingresos públicos y el aumento del gasto público determinan el desahorro del sector gubernamental. En esas condiciones, cualquier esfuerzo inversor que impulse el crecimiento origina un gran desequilibrio en el comercio exterior.

El tercer problema es la fragilidad que se deriva del sobre-financiamiento externo. El circuito triangular formado por el déficit comercial, la entrada de capital y el mantenimiento de una moneda apreciada entraña fragilidad tanto por las consecuencias que tiene su auto-reproducción como por las que tendría su eventual ruptura. La reproducción de ese circuito provoca el aumento del desajuste comercial y debilita al tejido industrial. Paralelamente, la deuda exterior se eleva incesantemente y su mayor parte se concentra en un grupo reducido de países (asiáticos) acreedores. En su propio interés, dichos acreedores se convierten en los defensores más arduos de la cotización del dólar, lo que a su vez incentiva la propensión importadora.

La modificación de algunas premisas conllevaría la quiebra de ese circuito y, por tanto, la imposibilidad de mantener la dinámica de crecimiento de la demanda interna. Esas premisas son exógenas a la economía estadounidense ya que dependen de hechos tales como el mantenimiento del fuerte ritmo de crecimiento de los países asiáticos, la continuidad de su preferencia por mantener sus reservas en dólares y su disposición a seguir invirtiendo en los mercados financieros estadounidenses (Blanchard, et al., 2005; Gourichas y Rey, 2005; Gros, 2006; McKinley, 2006).

El cuarto problema es la recurrencia de episodios de efervescencia especulativa. Esos episodios y las inevitables crisis en las que culminan forman parte del paisaje de la economía estadounidense a lo largo de su historia. Tal vez la novedad reside en la rapidez con que se producen los últimos episodios recientes: amago de crash en 1987, burbuja bursátil a finales de los noventa y espiral inmobiliaria en los últimos años. Al menos dos hechos relacionados con la distribución de la renta explican esa frecuencia especulativa. Por un lado, se constata la existencia de grandes masas de dinero dispuestas a obtener una rápida y elevada rentabilidad que sólo se puede lograr en aventuras financieras. Ese gran volumen de dinero que se convierte en capital financiero está directamente relacionado por la fuerte desigualdad en la distribución de la renta -que se viene intensificando desde los años ochenta- desplazándose las inversiones de uno a otro mercado financiero según se agotan y brotan las posibilidades de negocio. Por otro lado, durante estas últimas décadas los salarios de la mayoría de los empleados crecen con lentitud, incluso en las fases de mayor crecimiento económico, lo que da lugar a que una parte considerable de los hogares participe en los mercados financieros para obtener rentas complementarias que les permita elevar su consumo y disponer de valores que faciliten su acceso al endeudamiento. El resultado es la conformación periódica de burbujas financieras que abocan a posteriores estallidos y dejan graves secuelas económicas y sociales (Jorion, 2007; Partnoy, 2003; Pollin, 2003).

El quinto problema es la desatención del gobierno hacia la renovación y ampliación de las infraestructuras económicas y las coberturas sociales. La insuficiencia de inversiones públicas en sectores como los transportes, la salud pública y otros también forman parte del paisaje económico de las últimas décadas. En los años noventa, el recorte obedeció a la necesidad de contener el gasto público para lograr un saldo positivo de las cuentas públicas. En los años ochenta y en la década actual el recorte procede de la contención de una parte de los gastos para compensar el fuerte ascenso de otros, sobre todo los de índole militar. La consecuencia es la misma: deterioro o insuficiencia de servicios que resultan importantes para el desenvolvimiento de la economía y para la prestación de bienes, servicios y transferencias de carácter social que corrijan la magnitud de la desigualdad distributiva.

Desde una perspectiva de corto plazo ninguno de esos problemas cambiará su signo y ni siquiera será objeto de atención por parte de la política oficial y de los economistas ortodoxos. En el escenario más probable la fragilidad externa derivada del circuito comercial (déficit), financiero (entrada de capital) y monetario (apreciación del dólar) seguirá su curso. En todo caso cabe esperar que el debilitamento del ritmo de crecimiento económico fomente una mayor inestabilidad de la tasa de cambio. Bajo tales supuestos, los escenarios más previsibles durante lo que resta de mandato presidencial dependen del rumbo que adopten tres factores principales: a) la intensidad de los efectos adversos que arrastre el desinflamiento de la burbuja inmobiliaria, b) las aventuras militares que pueda emprender la administración ante los focos de tensión internacional, y c) el (reducido) margen de intervención de la política monetaria y fiscal, aunque sin olvidar que 2008 es un año electoral que culminará con el relevo presidencial.

a) La crisis del artificio financiero organizado en torno al precio alcista de los inmuebles está conllevando un empeoramiento de la posición financiera de los hogares. La morosidad en los pagos correspondientes a la deuda doméstica repercute sobre los acreedores y sobre el comportamiento de las actividades financieras vinculadas a ese artificio. Todo ello provoca un impacto negativo en la demanda de consumo e indirectamente en las expectativas de los sectores empresariales. La incertidumbre estriba en valorar la intensidad de esos efectos negativos y la profundidad que alcancen esos encadenamientos secuenciales.

b) A su vez, el inconcreto alegato de guerra permanente contra el terrorismo se ha convertido en patente de corso para una administración dispuesta a incumplir todas las normas de comportamiento cooperativo y ajustado al derecho internacional. Los fuertes vínculos que mantiene esa administración con grupos influyentes del complejo militar-industrial y del sector petrolero, convierten su política internacional en un factor imprevisible a pesar de los serios reveses que ha cosechado desde que comenzaron esas aventuras militares. Cualquier empecinamiento en esa política militarista no puede suponer más que un acentuamiento de las incertidumbres vigentes. Los efectos expansionistas que a corto plazo pueda operar el gasto militar serán una pobre contrapartida frente a los efectos adversos que provocan esas incertidumbres y la tensión presupuestaria que origina.

c) Por lo que se refiere a la política económica, los márgenes para la actuación monetaria y fiscal parecen restringidos. La elevación de los tipos de interés iniciada el verano de 2006 se prolongó durante dos años, estabilizándose a partir de agosto de 2006. Los previsibles efectos contractivos del final de la espiral inmobiliaria aconsejan una moderación de los tipos de interés que suavice los compromisos deudores de los hogares y limite los efectos que tiene la morosidad en los pagos para el sector financiero y para los inversores externos que han adquiridos títulos asociados a la deuda hipotecaria. Sin embargo, amén de ciertas presiones inflacionistas, la necesidad de contar con nuevas entradas de capital exige que los rendimientos de los nuevos títulos de deuda emitidos sean atractivos para los inversores internacionales, lo que implica tipos de interés que estén varios puntos por encima de la tasa de inflación. En semejante disyuntiva, el pragmatismo de la Reserva Federal parece aconsejar la estabilidad de los tipos alcanzados y no parece que quepa esperar virajes sensibles en una u otra dirección. Solamente una brusca contracción de la actividad económica o una abusiva utilización de la autoridad monetaria que trate de estimular un escenario expansivo durante el año electoral darían lugar a un relajamiento de la política monetaria a través de la caída de los tipos de interés.

Lo mismo cabe apuntar sobre la política presupuestaria. El rápido crecimiento del déficit federal trazó una línea de peligro que obligó a la propia administración Bush a moderar sus déficit posteriores. Nuevos recortes fiscales podrían generar cierto estímulo hacia el consumo, pero no fomentarían el ahorro privado y reducirían la recaudación federal. Los posibles efectos expansivos del gasto militar supondrían nuevas limitaciones para otros gastos (ya seriamente afectados) y originarían un mayor déficit fiscal, castigando más a la tasa de ahorro bruto interna.

Así pues, las escasas opciones que muestra la actividad del gobierno hacen que su política económica disponga de pocos resortes para operar en una coyuntura adversa y que cualquier medida presente tantas ventajas como contraindicaciones. En ese sentido, el gobierno se convierte así en un mero espectador, convencido -como en muchas otras ocasiones durante el último medio siglo- de que serán otros países los que se encarguen de tomar medidas de ajuste y que él debe limitarse a secundar las exigencias requeridas por la necesidad de atraer capitales, velar por la cotización del dólar y tratar de limar los efectos más nocivos de la crisis inmobiliaria. Incapaz de afrontar reformas en profundidad y de aplicar políticas económicas más amplias y consistentes, el gobierno asiste de forma impasible a la reaparición de las amenazas recesivas que se ciernen sobre la economía.

 

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Enrique Palazuelos. Doctor en Ciencias Económicas y catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus publicaciones más recientes destacan Estructura económica de Estados Unidos. Crecimiento y cambio estructural, Síntesis, Madrid, 2000; con Ma. J. Vara, "Cambio sistémico y perspectivas del desarrollo económico en Europa Central y Oriental", Desarrollo, 2000; "La gestión monetaria en la economía de Estados Unidos: 1981-1996", Boletín Económico del ICE, núm. 2644, febrero de 2000; "Desequilibrio externo y crecimiento económico en México. Una perspectiva de largo plazo", Información Comercial Española, núm. 795, noviembre-diciembre de 2001; con R. Fernández, "La decadencia económica de Rusia", Debate, Madrid, 2000; con Ma. J. Vara, Grandes áreas de la economía mundial, Ariel, Barcelona, 2002; Claves de la economía mundial, Instituto Español de Comercio Exterior, Madrid, 2003; "Dilemas de la economía rusa atrapada entre la bonanza petrolera y la deuda externa", Información Comercial Española, núm. 805, marzo de 2003, y "Economía y crisis financiera en Rusia" en E. Correa y A. Girón, Economía Financiera Contemporánea, 4 tomos, Miguel Ángel Porrúa, México, 2004.

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