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Economía UNAM

versión impresa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.3 no.8 Ciudad de México may./ago. 2006

 

Artículos

 

Reforma e instituciones

 

Reform and Institutions

 

David Ibarra

 

Presidente del Comité, Editorial de ECONOMÍAunam. <dibarra@prodigy.net.mx>

 

Resumen

En el presente, el interés por los temas institucionales ha surgido -entre otras fuentes- de la necesidad de explicar o justificar los magros resultados de las políticas del Consenso de Wasington que se aplicaron dócilmente en América Latina; resultados que contrastan con las experiencias de India, China o Corea, países que alcanzan ritmos de desarrollo deslumbrantes, sosteniendo políticas y arreglos institucionales que rompen con las recomendaciones ortodoxas de dicho Consenso. La comparación entre las metas esperanzadoras del Consenso de Washington frente a las realidades del cuasi-estancamiento y la exclusión social resultantes en América Latina, ha llevado a sus defensores a identificar, como causa, lagunas institucionales o fallas de los gobiernos. Sin duda, los vacíos e imperfecciones institucionales explican parte de los fracasos; pero en el fondo están los sesgos y limitaciones de los planteamientos estratégicos originales -incluidos los de carácter institucional-, a los que todavía no se acepta corregir de frente, en una aceptación acrítica y sin adaptaciones innovativas de los mismos, en los países latinoamericanos.

 

Abstract

Today, interest in institutional issues has emerged among other things from the need to explain or justify the skimpy results of the policies emerging from the Washington Consensus that were so docilely applied in Latin America. These results contrast with the experiences of India, China or Korea, countries which achieved striking rates of development implementing institutional policies and arrangements that broke with the consensus's orthodoxy. The comparison between the Washington Consensus's hopeful goals and the resulting reality of quasi-stagnation and social exclusion in Latin America has led its defenders to identify the cause as institutional vacuums or governmental mistakes. Undoubtedly, vacuums and institutional imperfections explain part of the failures, but the root of the problem is in the biases and limitations of the original strategic proposals, including the institutional proposals, without innovatively adapting them in Latin America.

JEL classification: F02, 019, 050.

 

Antecedentes

En términos generales, las instituciones -como son la familia, el Estado, las constituciones, el liberalismo, el proteccionismo, las iglesias, las escuelas, las prisiones- integran un conjunto de reglas, normas, procedimientos formales e informales, creados y aceptados por la población, que encauzan, armonizan, la vida en sociedad; y, al hacerlo, imponen restricciones a individuos, empresas o gobiernos cuando su comportamiento contraría al interés general. Simplificando, podría decirse que una institución social forma un patrón de conducta repetitivo, valioso y estable (Hungtington)1 que no sólo es restrictivo, sino también distribuye facultades.

Las instituciones, además, crean sentidos, significados, símbolos que forman -como el lenguaje- patrones culturales, formas de valorar y entender la vida en sociedad.

Desde mucho tiempo atrás, las ciencias sociales han abordado el estudio de las instituciones. Los historiadores las toman como la influencia del pasado que moldea el presente y el futuro de la vida y de las estructuras sociales. Ya se ha abandonado  como eje de estudio las acciones de reyes, presidentes, gabinetes o magnates, para centrarse en el análisis de las instituciones y la influencia de éstas en la vida de las personas. Los sociólogos clásicos (Durkheim, Weber, Pareto, Marx) estudiaron cómo las instituciones colectivas conforman y subordinan las conductas individuales a los cánones establecidos. Autores más recientes subrayan el papel que desempeñan las instituciones intermedias y los efectos de los patrones de dominación resultantes, por ejemplo, el de la mujer en la familia o en el trabajo. Luego, en parte como reacción crítica a esas doctrinas, los nuevos planteamientos institucionalistas resaltan las posibilidades individuales de influir en la organización y los derroteros colectivos, pero siempre en un juego de influencias recíprocas.2

Aun en el dominio de la psicología, disciplina esencialmente investigadora del individuo, se da una situación similar. Freud, Lebon, Fromm, Turner, con distintos matices consideran que la conducta individual refleja fuerzas históricas y culturales. Y algunos llegan a afirmar que la psicología de las personas es esencialmente una construcción social. Fromm, por ejemplo, señala que los miembros de una sociedad deben obedecer a los mandatos colectivos y hasta moldear su carácter de modo que deseen hacerlo.3

 

Economía e instituciones

En materia económica, el paradigma dominante representa una especie de ruptura con el resto de las ciencias sociales. En efecto, en su concepción neoclásica, agentes individuales interactúan en un mercado idealizado de competencia perfecta, definen los precios y equilibran oferta con demanda. En esta óptica, las instituciones colectivas no moldean, o moldean poco, a los individuos; toda conducta económica, y casi toda conducta social, es la resultante de la interacción de preferencias individuales expresadas en el mercado. Se pretende que la microeconomía absorba a la macroeconomía, esto es, se quisiera suprimir toda influencia colectiva en las orientaciones económicas fundamentales de la sociedad. Después, las decisiones individuales, de manera más o menos arbitraria, se suman o agregan hasta conformar las decisiones sociales. No se detiene ahí el economicismo, con las teorías de la elección pública (public choice) se intenta colonizar -con criterios análogos a la política- a la jurisprudencia o a la educación.4 Como señaló enfáticamente Margaret Thatcher, "no hay tal cosa como una sociedad, sólo hay individuos".

Históricamente, la ciencia política ha sufrido intentos de ser invadida por otras disciplinas. Los asaltos del positivismo, el historicismo, el conductismo, tipifican abordajes de distinto orden al de la política. Para muchos tratadistas (Rawls y Nozick, entre los recientes), la filosofía elabora nociones de justicia y libertad que anteceden a la política y que debieran marcar su ruta por estar libres de subjetivismos y particularismos. Con todo, la política no sólo está compuesta por contenidos ideológicos o normativos, sino que ha de usar la libertad democrática ciudadana para orientar la acción, establecer metas, agendas y significados comunes, sobre todo cuando la ciencia no aporta soluciones verdaderas y cuando hay incertidumbre sobre el mejor camino por seguir.5 Por eso, a la postre, la política suele recuperarse de los abordajes de otras disciplinas, como lo atestigua el resurgimiento liberal contemporáneo y, su opuesto, las resistencias a la colonización economicista.

La teoría de la elección racional, emparentada al liberalismo económico contemporáneo, pretende tratar científicamente los problemas políticos; como en la economía, formula modelos donde una multitud de individuos con distintos intereses egoístas conjugan sus preferencias hasta generar un equilibrio óptimo para el sistema. Aquí las hipótesis han de verificarse empíricamente, mientras los juicios normativos se consideran juicios de valor que no califican como verdadero conocimiento. El problema del enfoque descrito es doble: primero, la política no es ni puede ser independiente de valoraciones y de valores convenidos colectivamente; y, segundo, contra toda evidencia, se supone que las preferencias políticas de los ciudadanos individuales no están condicionadas por las estructuras e instituciones sociales.6

Naturalmente, el debate ni estuvo ni está finiquitado. Desde comienzos del siglo pasado los institucionalistas norteamericanos (Commons, Veblen)7 criticaron la ortodoxia económica (neoclásica) como concepción abstracta que representa equivocadamente a la realidad institucional de cualquier economía. Con posterioridad una nueva oleada de economistas (Coase, North, Williamson)8 ha demostrado que el propio mercado tiene costos de transacción y está integrado por una abigarrada constelación de instituciones colectivas que determinan desde su nacimiento hasta su eficacia.

Por lo demás, son de sobra conocidas las críticas a los supuestos irrealistas de la teoría neoclásica, que desembocan en hacer abstracción casi completa de las instituciones, incluidos los gobiernos. No hay economías de escala, los costos marginales son crecientes; reina competencia perfecta sin que ninguna empresa pueda influir en la formación de los precios; hay empleo pleno, de otra suerte el salario sería nulo; hay acceso ilimitado al crédito; los costos de transacción en el mercado no existen, aunque ello dificulte explicar las transacciones al interior de empresas y corporaciones, y la misma existencia de muchas instituciones.

Sea como sea, las concepciones económicas dominantes tienden a reducirlo todo a la acción de los individuos. Los mercados pueden ser perfectos e imperfectos, pero lo relevante para el análisis es la interacción de agentes racionales, o casi racionales, bien informados, con preferencias consistentes que asignen eficientemente sus recursos, para producir bienes o servicios que luego intercambian competitivamente. Una vez creados los mercados, el modelo se hace ahistórico o atemporal; sus virtudes parecen independientes de tiempo y lugar.

Frente a esa visión, antes y hoy, está presente otra, marcadamente distinta. La sociedad y la economía se conciben como un sistema interactuante de instituciones -empresas, sindicatos, gobierno, bancos, familias- que se desarrollan y cambian en el tiempo. El juego económico de esas instituciones y sus normas determinan los niveles de empleo, producción e inflación en el corto plazo, o el crecimiento y la productividad a más largo término. Los complejos institucionales se desarrollan y cambian con el tiempo. De ahí las diferencias entre países que resultan de su evolución histórica particular. Desde luego se admite que los individuos -y sobre todo los individuos excepcionales- influyen como factores de cambio, pero su acción se efectúa usualmente dentro de las constelaciones institucionales establecidas.

Suele reiterarse que el papel básico de las instituciones económicas consiste en reducir los costos y la incertidumbre. En particular, las instituciones del mercado, al acotar los costos de transacción, facilitan el intercambio, la eficiencia y las ganancias. Asimismo, la vigencia de las leyes, estímulos y penalidades hace posible contratos de cumplimiento diferido que representan una alta proporción de las transiciones comerciales y financieras. Las leyes y contratos reguladores del intercambio tienen valor en tanto resultan menos onerosos o riesgosos que comprar jueces y policías para resguardar los términos de una transacción. Del mismo modo, el encauzamiento de las contiendas políticas resulta facilitado si se siguen las reglas que normen, por ejemplo, el financiamiento de los cuerpos legislativos, de las elecciones y de los partidos.

Sin embargo, las instituciones económicas son bastante más que mecanismos para facilitar o hacer más expedita la satisfacción de las metas de los individuos. Hay sin duda, necesidades colectivas que satisfacer: combatir la pobreza y desigualdades distributivas extremas, abastecimiento de bienes públicos, formación de redes de seguridad social, regulación de mercados y competencia, construcción de infraestructura física, etcétera.9 Por lo demás, las instituciones confieren derechos y privilegios (las facultades presidenciales o la autorización de prestar conferida a los bancos) o imponen deberes y obligaciones (pagar impuestos, no contratar niños como trabajadores) como medio para distribuir funciones y cumplir determinadas tareas. De hecho, las instituciones constituyen marcos estables de comportamiento que anticipan el futuro lo mejor que pueden, esto es, encarnan acuerdos sociales destinados a encauzar, prevenir o resolver problemas potenciales, así como restringir comportamientos contrarios al interés general.

Sin negar la contribución de las instituciones económicas ortodoxas a la eficiencia, dar rienda suelta a las fuerzas de los mercados, sobre todo de los mercados transnacionalizados, suele generar problemas sociales internos, en particular cuando coinciden -como hoy- en el desmantelamiento o el empobrecimiento de las instituciones colectivas. En efecto, sin la influencia moderadora del Estado y sus instituciones, los ganadores de la liza de la competencia concentrarían inevitablemente ingresos y riqueza, que luego transformarían en poder político, en detrimento de la equidad y la democracia. Aun así, la prevalencia de la visión economicista ha procurado relegar hasta ahora el tema de las metas o de las restricciones colectivas a la periferia del discurso económico dominante.

 

El resurgimiento del análisis institucional

Sin embargo, varios acontecimientos históricos han hecho resurgir el análisis institucional. Uno es el desplome de la vieja Unión Soviética y de los países satélites, que lleva a las transiciones del socialismo al capitalismo, esto es, a la construcción institucional de mercados, jerarquías y modos de vida antes inexistentes. El segundo ha surgido de la fuerza arrasadora del nuevo orden económico internacional, que ha forzado la apertura de fronteras, la cancelación del intervencionismo estatal y la cesión de soberanía económica en América Latina y en muchos otros países periféricos, obligando a cambiar radicalmente el entorno institucional.

En uno y otro caso, las reformas de la transición se emprendieron con enormes vacíos y deficiencias institucionales que acentuaron y multiplicaron los trastornos sociales del cambio, entre los que destaca la reducción pronunciada de los ritmos de desarrollo, la desindustrialización, la difusión de la pobreza, la deficiente inserción nacional en la economía global, la incapacidad estatal de atender a las demandas ciudadanas, la erosión del prestigio de la democracia.

Un tercer caso lo constituye Europa, en donde la unión económica -que ya se hace política- implica pérdida de soberanía de los Estados nacionales y, a la par, obliga al diseño de mecanismos colectivos, multinacionales, de gobierno, reviviendo el interés por la construcción de marcos institucionales apropiados al cambio de circunstancias que deliberadamente se inducen.

El interés por los temas institucionales ha surgido de una cuarta fuente: de la necesidad de explicar o justificar los magros resultados de las políticas del Consenso de Washington que se aplicaron dócilmente en América Latina; resultados que contrastan con las experiencias de India, China o Corea, países que alcanzan ritmos de desarrollo deslumbrantes, sosteniendo políticas y arreglos institucionales que rompen con las recomendaciones ortodoxas de dicho Consenso. Ahí se mantienen el intervencionismo estatal, consorcios productivos públicos, derechos de propiedad imperfectos, barreras al comercio, convivencia de planeación y mercado, y un largo etcétera.

En esa línea de pensamiento, la comparación entre las metas esperanzadoras del Consenso de Washington frente a las realidades del cuasi estancamiento y la exclusión social resultantes en América Latina, ha llevado a sus defensores a identificar, como causa, a lagunas institucionales o fallas de los gobiernos. Al efecto, en vez de enmendar posturas o sugerir se perfeccionen las recomendaciones iniciales, se propone añadir una sustanciosa gama de reformas llamadas "de segunda generación" (regulatorias, legales, políticas, laborales, afianzadoras de la seguridad y de los derechos de propiedad, etcétera), a imagen y semejanza de los complejos institucionales alcanzados evolutivamente en el Primer Mundo. Sin duda, los vacíos e imperfecciones institucionales explican parte de los fracasos; pero en el fondo están los sesgos y limitaciones de los planteamientos estratégicos originales -incluidos los de carácter institucional-, a los que todavía no se acepta corregir de frente, en una aceptación acrítica y sin adaptaciones innovativas de los mismos, en los países latinoamericanos.

Los casos señalados (países exsocialistas, América Latina, Europa) tipifican rupturas institucionales trascendentes -a veces obligadas- que excluyeron a mudanzas evolutivas más pausadas. De aquí surgen varias dificultades. Una primera estriba en que la eficiencia de las instituciones depende en mucho de su estabilidad, esto es, de su permanencia en el tiempo que les hace ganar la lealtad y confianza de los ciudadanos en el proceso de aceptar y comprobar la bondad de sus objetivos y caminos. Esa condición contrasta con la premura con que debieron instrumentarse los cambios, por ejemplo en América Latina. Por lo demás, los cambios institucionales raramente van solos; suelen exigir, de una secuela de mudanzas, que les impriman coherencia o eviten el surgimiento de nuevos problemas. Así, el paso de los monopolios estatales controlados administrativamente, a los monopolios empresariales -resultado de las privatizaciones-, exige no sólo el cambio del régimen de propiedad, sino la creación de instituciones reguladoras que eviten los abusos de la concentración del poder de mercado.

Los cambios institucionales no sólo han de ser eficaces, sino equitativos para incorporarse limpiamente en el nuevo contrato social por concretarse. En un cuarto de siglo, la promesa neoliberal del crecimiento sostenido con estabilidad no se ha cumplido o se ha cumplido a medias, como lo demuestra el cuasi estancamiento del desarrollo latinoamericano. Tampoco se ha avanzado en propiciar la equidad social; ahí está para probarlo la concentración del ingreso, la pobreza y el desempleo que hacen de América Latina la zona de mayor desigualdad mundial.

Las circunstancias descritas tipifican los tropezones e imperfecciones institucionales que entorpecen las transiciones del socialismo al capitalismo en la zona de influencia de lo que fue la Unión Soviética, o del proteccionismo al libre mercado en Hispanoamérica.

 

Algunas experiencias de México

La congruencia entre el cambio institucional y el reordenamiento de la vida social no sólo es importante, sino que exige de una estrategia intencional o previsora cuando surge de mudanzas profundas.10 En México el reformismo institucional estuvo dominado por la idea de atender a las exigencias del nuevo orden internacional, con olvido de los sacrificios asociados a los acomodos de productores, trabajadores y ciudadanos a las realidades de la globalización.

Por lo común, los diseños y rediseños institucionales se basaron en el transplante de modelos foráneos en forma y fondo: democracia liberal, independencia de poderes, burocracia eficiente, banca central autónoma, leyes antimonopolio, libertad de mercados, derechos nítidos de propiedad.

Incuestionablemente se trata de instituciones importantes para configurar un sistema civilizado de vida. Sin embargo, con frecuencia la imitación se llevó al extremo de centrarse en las formas, olvidando que lo importante son las funciones y que éstas pueden llenarse de distintas maneras, preferiblemente con aquellas que inflijan menor violencia a la historia y circunstancias de cada país.11 Al propio tiempo, se olvidó el largo proceso evolutivo que implica lograr la consolidación de las nuevas instituciones. Aun así, con las reformas de segunda generación del Consenso de Washington, se aspira a salvar todos los obstáculos; a nivel teórico, identificándolos como prerrequisitos ineludibles para el desarrollo y, a nivel práctico, transformándolos en condicionalidades de acceso a la ayuda de los gobiernos del Primer Mundo y de las instituciones multilaterales de financiamiento.12

El transplante institucional no deja de tener ventajas al tomar diseños probados en otras latitudes. Sin embargo, la simple imitación institucional no garantiza resultados exitosos; frecuentemente están ausentes los valores históricos, la infraestructura moral, cultural, legal y económica que le sirven de respaldo, tanto como la contribución de una constelación de instituciones complementarias.13

Vale la pena ahondar este punto con algunos casos mexicanos. En lo económico, la liberación financiera interna y externa debió haberse instrumentado en paralelo con la creación y apoyo de instituciones de regulación prudencial, tanto como de nuevas estrategias cambiarias que no estorbasen a la política exportadora. No se hizo así, los resultados están a la vista: la crisis bancaria, la debacle del Fobaproa-Ipab, con un costo fiscal estratosférico (hasta ahora de 15% del producto); restricciones enormes y todavía vigentes para el financiamiento bancario de la producción; tipos de cambio casi siempre sobrevaluados que, si bien abaten artificiosamente a la inflación, restan competitividad a las ventas externas y a las empresas nacionales que sirven al mercado interno frente a los importadores.

En lo político, la supresión simultánea del proteccionismo, del corporativismo obrero y empresarial del partido hegemónico, demolió la institución del presidencialismo autoritario que, con sus poderes metaconstitucionales, imponía acuerdos y fijaba el rumbo nacional. Se dio paso a la alternancia política y a la división real de poderes, es decir, se hizo avanzar enormemente a la democracia nacional. Sin embargo, el cambio institucional se detuvo ahí, sin completarse. No se convocó a la revisión de fondo de la Constitución, ni de los contenidos básicos del pacto social; no se revisó la mecánica de formación de mayorías legislativas que allanaran las funciones de gobierno, ni se impulsó la creación o reconstrucción de órganos independientes de mediación política que facilitasen la formación de consensos. Tampoco se idearon mecanismos para aliviar el costo de los acomodos transicionales entre las empresas y ciudadanos, sea por la vía de políticas de reconversión productiva, empleo, o bien de reconstrucción de derechos a la seguridad social. El resultado también está a la vista: el país no ha ganado la capacidad de ponerse democráticamente de acuerdo; cada vez es más arduo el convenir fórmulas que nos saquen de una transición inacabable y empobrecedora; la economía ha perdido el rumbo; las campañas electorales más que asentarse en el debate de ideas y planteamientos, se resuelven en derroches publicitarios banales.

Otro escollo reside en abordar reformas que agolpan en el tiempo, asimétricamente, los cambios y los costos sociales, mientras, como se dijo, se dejan incompletas las tareas ya iniciadas. En México, las reformas -y sus consecuentes efectos institucionales- han sido hondas y múltiples. Tómese el caso de las instituciones jurídicas. Entre 1982 y 2003, la Constitución ha debido incorporar casi doscientas modificaciones, número que se amplifica enormemente si se toman en cuenta las alteraciones a los ordenamientos secundarios. La avalancha reformista se impuso autoritariamente de arriba a abajo al enmendarse alrededor de 50% del articulado de la Carta Magna, algunas veces en contravención del espíritu del Constituyente de 1917. Los propósitos centrales fueron los de incorporar prioritariamente el país a la globalización, fortalecer los derechos individuales, mientras se debilitaban los derechos colectivos14.

Como consecuencia, la reconstrucción institucional ha quedado trunca en el doble sentido de reconocer innumerables vacíos y de no haberse asimilado, internalizado, en la conducta de agentes productivos y ciudadanos. Quiérase o no, el país está abrumado, cansado de la fiebre de cambios que no se traducen en resultados, en bienestar de la población.

 

Conclusiones

Por eso, más que seguir el camino de un reformismo inacabable, habría que centrar las energías nacionales en torno a dos prelaciones fundamentales: crecer con mayor rapidez y continuidad, y atar los cabos sueltos de los cambios ya emprendidos, con el criterio democrático de reducir los costos sociales de la transición interna.

Revitalizar el desarrollo económico, quiérase o no, significa ensanchar e interconectar las capacidades productivas, centralmente de las actividades caracterizadas por rendimientos crecientes, mayor valor agregado encadenado y capacidad de multiplicar los empleos en el sector moderno de la economía.

El crecimiento, cuando no resuelve directamente los problemas, hace más fáciles las soluciones. La penuria fiscal en México ha llevado a plantear sin éxito una reforma recaudatoria basada en la ampliación de las tasas y la cobertura de los impuestos indirectos. Ciudadanos y legisladores la resisten por darse en circunstancias donde la nueva carga impositiva posiblemente incidiría sobre la población pobre, que coincide con la fuerza de trabajo excluida del sector moderno de la economía. Los proponentes plantean un esquema redistributivo en favor del fisco, necesario, pero próximo a un juego de suma cero, dada la precariedad del crecimiento de ingreso nacional. Se pasa por alto que la escasez de recursos fiscales deriva en alto grado de la menor vitalidad del sistema económico mexicano. Si el producto hubiese crecido entre 1980 y 2004, al ritmo medio ganado entre 1950 y 1980 (6.0 a 6.5% en vez de 2 a 3%), los ingresos fiscales -con el mismo y defectuoso sistema impositivo- se habrían duplicado y hecho desaparecer el grueso de las restricciones al gasto público. Quiérase o no, aquí también está involucrada una cuestión de ética política cuando se pretende acrecentar los gravámenes de los informales y pobres, mientras se desgrava a empresas y a la población de altos ingresos.

Una situación semejante ocurre con la reforma energética. Los argumentos justificativos señalan, como diagnósticos, la carencia de recursos públicos de inversión para garantizar el abasto nacional de combustibles y electricidad y, como solución abierta o disfrazada, la de privatizar o extranjerizar parcial o por entero a las empresas públicas. PEMEX y la Comisión Federal de Electricidad generan suficientes utilidades antes de impuestos, tanto para cubrir sus requerimientos de inversión modernizadora, como distribuir utilidades razonables. El meollo de la cuestión de nueva cuenta reside en la insuficiencia de las recaudaciones impositivas, es decir, en un estrangulamiento macroeconómico, no en un problema microeconómico de carácter empresarial.15 Recuérdese aquí que alrededor de un tercio o más de los ingresos fiscales provienen de gravámenes excesivos al sector de los energéticos, que comenzarían a cegarse por el imperativo de canalizar utilidades al cubrir las retribuciones a los posibles inversionistas privados. En definitiva, la insuficiencia en los ingresos fiscales sólo podría cubrirse acrecentando directamente la carga impositiva, dinamizando el desarrollo o una combinación de ambas. Por tanto, las soluciones propuestas no resolverían nada de fondo; cuando más, atenuarían transitoriamente la escasez de fondos públicos para luego recrudecerla.

En México, la reforma del régimen de trabajo ha quedado pendiente, empantanada. Por razones de equidad, la flexibilización de las normas laborales, congruentes con la competitividad externa, debiera llevar a la creación de instituciones modernas de seguridad social -seguro de desempleo, acceso universal a servicios de salud, derechos sociales exigibles- que sustituyan a las antiguas disposiciones protectoras de los trabajadores. Y también habría que reconstruir los movimientos obrero y empresarial para generar organizaciones independientes, capaces de convenir y corresponsabilizarse con el gobierno en la conducción de los asuntos económicos y sociales. Si la democracia ha de funcionar, ningún territorio de las políticas públicas puede escapar a su veredicto. Sin ello, se enfrentarían casi inevitablemente resistencias políticas que, de vencerse autoritariamente o por cansancio, conducirían a soluciones ineficaces, poco equitativas, como ya viene ocurriendo.

La moraleja de la historia es simple. La búsqueda de metas de estabilización de precios no agota los objetivos de la acción gubernamental, como tampoco los de acceder sólo a las exigencias de la globalización, mientras los sacrificios internos crecen exponencialmente. Importa finiquitar la tarea inconclusa de la reforma del Estado,16 con la finalidad de asegurar que los objetivos sociales se enriquezcan para hacer del bienestar y del crecimiento parte indisoluble de las políticas públicas. Hay que practicar la justicia social y la económica atendiendo a las demandas de la democracia ciudadana, y aprender institucionalmente a combinarlas con las de los mercados sin fronteras. Tarea indispensable sería la de reconstruir el pacto social, e incorporarle, como ingrediente obligado, un pacto fiscal que acreciente cargas y sacrificios equitativa y solidariamente.

Frente al serio resquebrajamiento social que se padece, avanzar en los terrenos aludidos parecería tener prelación sobre el reformismo estructural (laboral, energético, fiscal), en los términos incompletos y sesgados en que se viene planteando. Seguir por ese camino inevitablemente desembocará en una larga cadena de ajustes costosos, ineficaces, sin impacto decisivo en el crecimiento y la solución de los verdaderos problemas nacionales.

 

Notas

1. Véase S. Hungtington (1968), Political Order in Changing Societies, Yale University Press, New Haven. Conn.         [ Links ]

 2. Véanse P. Evans. et al compiladores (1979), Bringing The State Back In, Polity Oxford;         [ Links ] S. Huntington (1968), Political Order in Changing Societies, Yale University Press, New Haven, Co.         [ Links ]; A. Giddens (1998), La Constitución de la sociedad, Amorrortu, Buenos Aires;         [ Links ] R. Merton (1957), "Social Theory and Social Structure", American Sociological Review, No. 1, pp. 894-904;         [ Links ] T. Parsons (1952), The Social System, Tavistok, Londres;         [ Links ] G. Esping-Anderson (1990), The Three Worlds of Welfare Capitalism, Polity, Oxford.         [ Links ]

3. Véanse S. Freud (1945), Obras completas, principalmente el capítulo LXIII sobre "Psicología de las masas y análisis del yo", Editorial Biblioteca Nueva, Madrid;         [ Links ] E. Fromm (2003), Ética y psicoanálisis, Fondo de Cultura Económica, México;         [ Links ] C. Turner (1999), "El campo de la psicología social" en Psicología social, compilador F. Morales, McGraw-Hill, Madrid.         [ Links ]

4. Véanse J. Buchanan, y G. Tullock (1980), Towards a Theory of the Rent-seeking Society, A & M University Press, Texas;         [ Links ] G. Becker (1976), The Economic Approach to Human Behavior, Chicago University Press, Chicago;         [ Links ] M. Olson (1982), The Logic of Collective Action, Harvard University Press, Harvard;         [ Links ] K. Renwick-Moore, compilador (1991), The Economic Approach to Politics, Harper Collins Publisher, N. York.         [ Links ]

5. Véanse, J. Rawls (1971), A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge, Ma.         [ Links ]; Nozick, R. (1974), Anarchy, State and Utopia, Basic Books, N. York;         [ Links ] B. Barber (1988), The Conquest of Politics, Princeton University Press, Princeton, N. Jersey.         [ Links ]

6. Buchanan postula que los individuos al participar en decisiones colectivas, están guiados por el interés de maximizar su propia utilidad (véase J. Buchanan, y G. Tullock (1962), The Calculus of Consent, University of Michigan Press, Ann Arbor, p. 25).         [ Links ]

7. Véanse J. Commons (1934), Institutional Economics, Macmillan, N. York;         [ Links ] T. Veblen (1934), The Theory of the Leisure Class, Huebsch, N. York.         [ Links ]

8. Véanse R. Coase (1937), "The Nature of the Firm", Economic, No. 4, pp. 386-405;         [ Links ] D. North (1990), Institutions, Institutional Change and Economic Performance, Cambridge University Press, Cambridge;         [ Links ] O. Williamson (1985), The Economic Institutions and Capitalism: Firms, Markets, Relational Contracting, Free Press, N. York, Modern Library, N. York.         [ Links ]

9. Rodrik, clasifica las instituciones económicas en cuatro categorías: creadoras del mercado, reguladoras de los mercados, estabilizadoras de los mercados y legitimadoras de los mercados; Nell, ofrece un arreglo algo distinto: instituciones de producción (empresas), instituciones de distribución e intercambio (mercados, sistemas de pagos), instituciones regulatorias (gobierno y organismos estatales), e instituciones de reproducción (familias). En el campo más restringido de la política fiscal pública, Musgrave sostiene que la necesidad de los ciudadanos de emprender proyectos comunes -que no puede atender el mercado- determinar las tres funciones básicas de las finanzas públicas: asegurar el abasto de bienes públicos, procurar la igualdad y la justicia distributiva, garantizar el empleo pleno y la estabilidad de precios. (Véanse, D. Rodrik (2003), Growth Strategies, National Bureau of Economic Research, Working Paper No. 10050, Cambridge Mass.         [ Links ]; E. Nell, y M. Forstater (2003), Reinventing Functional Finance, Edward Elgar, Inglaterra;         [ Links ] R. Musgrave (1959), The Theory of Public Finance, McGraw-Hill, N.York.         [ Links ])

10. Véanse R. Freeman (2000), Singled Picked vs. Diversified Capitalism: The Relation Between Economic Institutions and Outcomes, National Bureau of Economic Research, Working Paper No. W7556;         [ Links ] D. Berkowitz, et al (2003), "Economic Development, legality, and the Transplant Effect, European Economic Review No. 47 (1), pp. 165-195;         [ Links ] S. Munkand, y D. Rodrik (2002), In Search of the Holy Grail: Policy Convergence, Experimentation and Economic Performance, mimeogr. Cambridge;         [ Links ] D. Ibarra (2005), Ensayos Mexicanos, próximo a publicarse en el Fondo de Cultura Económica, México.         [ Links ]

11. Corea y Taiwán adoptaron objetivos de crecimiento exportador, no por la vía de la eliminación del proteccionismo, sino a través de subsidios selectivos que les permitieron cumplir esas metas sin abandonar la sustitución eficiente de importaciones y en congruencia con políticas industriales más generales. (Véase D. Rodrik (2003), Growth Strategies, National Bureau of Economic Research, Working Paper 10050, Cambridge;         [ Links ] H. Chang (2004), Rethinking Development Economics, Anthem Press, India).         [ Links ]

12. Véase D. Ibarra (2002), "¿Monterrey globalizado o globalizante?", El Universal, 22 de marzo.

13. A título ilustrativo, con el deseo de liberar los mercados agrícolas del intervencionismo estatal, se suprimieron en alto grado los precios de garantía, cuya función previsora de los precios o el costo futuro del financiamiento, dejó a los agricultores y sobre todo a campesinos impreparados frente a la opción imposible de emprender operaciones en lonjas o instituciones financieras del exterior o a absorber pérdidas sustantivas (véase, D. Ibarra y A. Acosta (2003), "El dilema campesino", Investigación Económica, vol. LXII, núm. 245, pp. 151-190).         [ Links ]

14. Véase D. Ibarra (2004), "Estado de derecho, constitución e instituciones", Revista de la Facultad de Derecho, UNAM, Tomo LV, núm. 243, pp. 269-278.         [ Links ]

15. Por supuesto habría que hacer más eficientes a Pemex y a la Comisión Federal de Electricidad y complementar esfuerzos públicos y empresariales, por ejemplo en aprovechar el potencial de cogeneración de empresas privadas o la asociada al desarrollo de fuentes alternas de energía.

16. Véase, D. Ibarra (2004), "La Reforma del Estado", Proceso núm. 1433, pp. 52-55.         [ Links ]

 

Información sobre el autor

David Ibarra. Licenciado en Economía y Contador Público por la Universidad Nacional Autónoma de México con estudios en la Stanford University. Escritor, periodista y catedrático universitario. Ha publicado innumerables artículos y ensayos, así como diversos libros. En su vida profesional ha ocupado puestos de gran importancia como Secretario de Hacienda y Crédito Público, Director General de Nacional Financiera, Director General del Banco Nacional de México, Asesor del Director General de Pemex, Director de la CEPAL, oficina en México, Consultor del Banco Interamericano de Desarrollo y Jefe de la Facultad de Estudios Superiores de la Escuela de Economía de la UNAM. Asimismo, ha colaborado en el Instituto Latinoamericano de Planificación Económica y Social (ILPES). David Ibarra preside el Comité Editorial de ECONOMÍAunam.

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