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Nueva antropología

versión impresa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.31 no.89 México jul./dic. 2018

 

Reseñas bibliográficas

Alberto Hernández Hernández (coord.), La Santa Muerte. Espacios, cultos y devociones, México, El Colegio de la Frontera Norte/El Colegio de San Luis, 2016.

Lorena Careaga Viliesid* 

* Antropóloga social egresada de la Universidad Iberoamericana. Doctora en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Actualmente se desempeña como directora general de Cooperación Académica de la Universidad de Quintana Roo. México. Correo electrónico: lcareaga@uqroo.edu.mx

Hernández Hernández, Alberto. La Santa Muerte. Espacios, cultos y devociones. México: El Colegio de la Frontera Norte, El Colegio de San Luis, 2016.


En nuestro país, la muerte tiene una larga lista de advocaciones: La Parca Cruel, La Flaca, La Huesuda, La Catrina, La Segadora, La Calaca, La Impía, La Cierta, La Jijurria, La Tiznada, La Jedionda, La Igualadora, La Llorona, La Tía Quiteria, La Tía de las Muchachas, La Madre Matiana, La Güera, La Cuatacha, La Novia Fiel, La Pelona, La Dientona, La Descarnada, La Tembeleque, La Pepenadora, La Chirifusca, La Pálida, La Tilinga...

Los mexicanos tenemos o, más bien, nos gusta creer que tenemos una relación estrecha y especial con la muerte. Son varias las tradiciones que enriquecen nuestra cultura mortuoria, desde las raíces prehispánicas y sus componentes coloniales católicos, hasta los ecos medievales del esqueleto y su guadaña, en los tiempos de la peste, recordándonos que la juventud, la belleza y la vida son breves y que nadie se salva de morir.

El rostro descarnado de las calaveras no nos impacta. Al contrario, es cada vez más una marca de lo mexicano en el mundo, como ocurre con el Día de Muertos, una celebración que ha trascendido fronteras, que sirve tanto para recordar y honrar a los ancestros como para promocionar la imagen de México. ¡Cuántas Catrinas no andan recorriéndolo en profusión de diseños y colores! Y más ahora que Frida Kahlo está de moda, entrelazando los símbolos de lo religioso, lo literario, lo artístico, lo tradicional, lo artesanal, lo ritual, lo histórico, lo anecdótico y hasta lo satírico, chusco y bromista: las dulces calaveritas con nuestros nombres, las agudas calaveras en verso, las de sátira política de José Guadalupe Posada, el pan y las flores de muerto. Desde novelas como Macario, de Bruno Traven, llevada magistralmente a la pantalla por Roberto Gavaldón en 1959, hasta el conocido póster de Rogelio Naranjo, de un charro bigotudo y panzón, con pistola al cinto y espuelas, que planta un pie sobre una calavera, en posición dominante, honrando la divisa “Me vale madres”, escrita en el ala del sombrero.

De la muerte nos reímos o, al menos, nos sentimos en libertad de tratarla de la forma más familiar. Los símbolos y semblantes de la muerte no nos son ajenos ni extraños ni nos atemorizan. Estamos acostumbrados a las más diversas de sus manifestaciones, que nos divierten, seducen, acompañan e identifican. ¿Por qué, entonces, a numerosos neófitos la Santa Muerte nos parece intimidante, oscura y hasta siniestra? ¿Por qué, al mismo tiempo, resulta tan atractiva, dándonos una extraña certeza sobre la vida que muchas otras figuras y símbolos religiosos no proporcionan? ¿Qué hace que a la Santa Muerte sí le creamos?

Éstas y otras preguntas encuentran respuesta en La Santa Muerte. Espacios, cultos y devociones, una obra coordinada por Alberto Hernández Hernández, profesor investigador de El Colegio de la Frontera Norte, y en la que participan nueve investigadores más de instancias académicas de México y el extranjero, y cuyo propósito, según se acota en la introducción, es mostrar la diversificación del culto en distintas ciudades de México y en otros países, llevadas allí por pobladores de origen mexicano.

Para quienes se interesen en el campo de la antropología de la religión y el estudio de la religiosidad popular, este libro fundamental tiene la virtud de conjuntar una decena de estudios multidisciplinarios acerca de la Santa Muerte, que muestran la génesis, desarrollo y simbolismos del culto; los cambios y continuidades en el tiempo y el espacio; los distintos significados, connotaciones e interpretaciones acerca de quién es la Santa Muerte y cuál su poder; las similitudes y contrastes devocionales en México: en el centro, el sureste, el norte, la frontera, y en comparación con altares ubicados en Buenos Aires y Nueva York.

Para quienes poco saben del culto a la Santa Muerte, esta obra es una revelación y brinda la oportunidad de apreciarlo bajo la lente de distintas disciplinas y diversos contextos. Ofrece la mirada etnográfica, la óptica semiótica, la riqueza iconográfica, las entrevistas y estudios de caso, e incluso una colección de imágenes a color, a las que únicamente falta un breve pie de foto explicativo para revelar quién es y qué entraña este ser sobrenatural, pero a la vez tan real, tangible e inevitable.

El prólogo de Andrew Chesnut y la introducción de Alberto Hernández Hernández ubican en términos generales, pero muy precisos, “el crecimiento vertiginoso del culto a la Santa Muerte” y el hecho de que su imagen “narcosatánica”, promovida por la prensa sensacionalista, realmente no la define, sino que es tan sólo una de las muchas advocaciones que tiene esta “santa multifacética”, que puede relacionarse con otros santos institucionales y populares, que puede convivir simultáneamente con la devoción católica y la santería, que surge en México, pero que ya cuenta con altares y adeptos en otros países.

Llama, en particular, la atención el análisis que se hace en la introducción acerca de la fuerza adaptativa y persistente de la religiosidad popular, que ha existido desde siempre, al menos desde la Colonia, y que permite apreciar la complejidad de procesos entrelazados, como la integración, la resistencia, la preservación y la renovación; procesos en los que la población indígena no fue pasiva ni se mantuvo al margen. Esta riqueza de elementos que conforma la religión popular -y que bien puede considerarse “el fermento de la cultura en América”-, es también el escenario adecuado para empezar a comprender un culto como el de la Santa Muerte, en el que la divinidad está presente y forma parte de la cotidianeidad de personas de estratos sociales de lo más diversos, de distintas condiciones económicas, de variadas profesiones, provenientes de todo el país y no únicamente de grupos marginales o ligados al narcotráfico, la prostitución y otras actividades clandestinas e ilegales.

Asombra su flexibilidad, su versatilidad, su capacidad de adaptación y de enriquecerse con nuevos elementos, su intrínseca libertad. Una deidad que, como bien apunta Guadalupe Vargas Montero, no castiga a los pecadores ni premia a los virtuosos porque sencillamente no juzga. De ahí que ricos y pobres, analfabetas y doctos académicos, sicarios, policías, delincuentes, soldados, niños, adolescentes, amas de casa, familias enteras, busquen su protección y compañía.

No hay duda, como lo demuestra Alberto Hernández Hernández, en su contribución sobre el culto en el norte de México, que la devoción a la Santa Muerte encuentra suelo fértil en condiciones de vulnerabilidad, violencia e inseguridad, en las cárceles y zonas rojas de varias ciudades, a la vez protectora y enemiga de carteles de la droga que se disputan sus favores. Y quizá sea éste el prejuicio y el estereotipo que más prevalecen entre la población. Sin embargo, en varios de los aportes de este libro se insiste en los orígenes diversos y la esencia multifacética de esta benévola Patrona, a veces huidiza pero siempre implacable. Es un tema recurrente que remonta a la polémica obra de Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez, publicada en 1964. Este antropólogo estadunidense realizaría su trabajo de campo justo en la casa del barrio de Tepito que alberga el altar de doña Queta, lugar donde 37 años después, el culto saldría de la clandestinidad para hacerse público.

Kali Argyriadis (École des Hautes Études en Sciences Sociales, París, Francia) inicia la obra con una visión panorámica de la devoción a la Santa Muerte en México y ubica a la perfección el contenido del libro, además de proponer hipótesis y ofrecer posibles líneas de investigación. Por su parte, Jorge Adrián Yllescas (El Colegio de México) aborda distintos momentos por los que ha pasado el culto, desde su clandestinidad y luego auge público, hasta la consolidación que parece estarse dando, a medida que ha ido creciendo y diversificándose; aunque hablar de “consolidación” podría sonar un tanto paradójico frente al dinamismo que lo caracteriza. Es decir, estamos ante una religión viva, dinámica, a la vez doméstica y pública, que tiene aspectos contrastantes y que influye de manera distinta en la vida de los creyentes, según la región y el contexto sociocultural donde se esté desarrollando. Así lo muestran las investigaciones de Guadalupe Vargas Montero (Universidad Veracruzana), que compara las modificaciones y expansión del culto en dos espacios muy distintos: Veracruz y Ciudad Juárez; la de Alberto Hernández Hernández sobre Tijuana, el cartel del Golfo y los Zetas, artículo que complementa el amplio análisis historiográfico del tema que ya hace Yllescas; la de Sergio Guadalupe de la Fuente (UNAM) sobre el altar ubicado en la colonia Ajusco; y la de Alfonso Hernández Hernández, que en palabras de un cronista de barrio, describe el origen del altar de doña Queta en la calle Alfarería, en Tepito.

Una contribución sobresaliente es la que hace Piotr Grzegorz Michalik (Universidad Jaguelónica, Cracovia, Polonia) desde el punto de vista de la semiótica. Más allá de simbolizar la fugacidad y la incertidumbre de la vida, el culto a la Santa Muerte es capaz de penetrar diversos sistemas de creencias y absorber sus elementos. Ello explica que no sólo sea una santa que hace milagros y ayuda a sus seguidores, o que se la perciba como una fuerza protectora y defensora, sino que ha incorporado elementos del catolicismo popular, del espiritualismo, del esoterismo comercial y de la santería cubana, entre otros; es decir, de contextos socioculturales muy distintos.

La Santa Muerte también ha encontrado nichos propicios en otras latitudes y se vale de los medios más modernos de comunicación, es decir, de las redes sociales. Tal es el caso que presenta Alejandro Frigerio (Diversa: Red de Estudios de la Diversidad Religiosa en Argentina) sobre la creciente devoción a “San La Muerte” en Buenos Aires, y la manera en que este culto se interrelaciona con otro santo local, el Gauchito Gil, en gran medida de la misma forma en que la Santa Muerte se asocia, en México, al Santo Malverde o a San Judas Tadeo, o bien a los orishas de la santería.

El artículo de Antonio Higuera Bonfil (Universidad de Quintana Roo) aporta información sobre el altar a la Santa Muerte ubicado en Queens, Nueva York, que él considera no como una innovación religiosa, sino una tradición surgida en México que permite a los migrantes seguir contando con un referente cultural e identitario. Resulta muy esclarecedor el análisis previo que hace sobre la larga tradición, en las sociedades de todos los tiempos y latitudes, de la veneración a la Muerte, al incluir “en su panteón cultural dioses y diosas relacionados directamente con la finitud biológica del ser humano”. Esta especie de introducción, bastante profunda, a la forma en la que los seres humanos vemos nuestra mortalidad, con todos los miedos, dudas y aprensiones acerca de lo que nos depara el más allá, constituye un aporte destacado al libro en su conjunto.

La imagen de la Santa Muerte o, mejor dicho, la multiplicación de sus imágenes y representaciones, introduce un tema de mucho peso en la obra: el proliferado iconográfico antiguo y moderno que la caracteriza y la distingue de otras representaciones, y que es, al decir de Caroline Perrée (Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos), la “fuente de fusiones y confusiones” de un culto abierto, “una hibridación en evolución constante”.

En este sentido, además de constituir un análisis variado y agudo de diversos aspectos de la Santa Muerte, esta obra resulta ser también una excelente ventana a la religión popular en general, con sus múltiples y complejas características. Aparecen conceptos en los que se antoja profundizar, como testigos que somos de la emergencia a nuestro alrededor de toda clase de cultos y empresas de la espiritualidad: “religiosidad a mi manera”, “religiosidad a la carta”, “religión difusa”.

Desde su advocación original de protectora y curandera del mal de amores, hasta la cantidad de peticiones que atiende sobre salud, trabajo, familia y más, la Santa Muerte ocupa un lugar central en la vida cotidiana de muchos mexicanos y mexicanas, rivaliza tanto con vírgenes y santos católicos, como con figuras patrias y héroes locales; es protectora de unos y verdugo de otros. Continuando con una práctica iniciada desde la Colonia, la Iglesia sigue persiguiendo a estas devociones rivales de corte popular, que le restan adeptos o la ponen a competir frente a poderes espirituales más efectivos. Los altares de la Santa Muerte son destruidos por fuerzas federales respaldadas por la religión institucional, pero reaparecen multiplicados en otros lugares: una infructuosa guerra que pretende romper el culto arrasando con símbolos e imágenes, pero que en el proceso los hace más poderosos. Es así como esta obra colectiva lleva también a reflexionar sobre temas de diversa índole que tienen que ver con la práctica religiosa y la libertad de cultos, y hasta qué punto ésta es respetada en nuestro país.

El culto a la Santa Muerte llegó para quedarse, y las investigaciones de altísima calidad, como ésta, darán cuenta de toda la complejidad de su evolución, del crecimiento de seguidores y de altares públicos y privados, traspasando fronteras, quizá porque siempre ha estado presente, de una u otra forma. A fin de cuentas, la Muerte nos une a todos porque os alcanza a todos y a todos nos iguala: esa espectacular “demócrata por excelencia”, como diría Salvador Elizondo.

Por último, vale la pena acotar que ésta es una verdadera obra colectiva, en tanto producto de una labor conjunta, aunque los autores no se lo hayan propuesto así. No está constituida de capítulos que aportan algo, en cada caso distinto, sobre un tema dado. En este libro pareciera que todas las contribuciones se van entrelazando y creando colectivamente un entramado de conocimientos sobre el culto a la Santa Muerte. Quizá sea porque el tema mismo así lo requiere, pero llama la atención lo que podría llamarse la armonía complementaria intrínseca de esta obra. No cabe duda que los 10 investigadores que la conforman, se sienten fascinados por su tema de estudio, y no es para menos. Como dice Kali Argyriadis, tienen el raro privilegio de asistir en vivo a la forma como se crea una nueva deidad.

Referencias

La muerte: expresiones mexicanas de un enigma, México, UNAM, 1975, p. 10. [ Links ]

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