Si bien la reflexividad es la característica más importante de todo el
trabajo de Pierre Bourdieu, en América Latina no ha sido un tema muy destacado, ni por
sus estudiosos ni por sus críticos (Sandoval, 2017:
215).1 En lengua española,
desde mediados de los noventa circuló ampliamente el libro Respuestas. Por una
antropología reflexiva (Bourdieu y Wacquant,
1995), y a partir de 2005, Una invitación a la sociología
reflexiva (Bourdieu y Wacquant,
2005). La historia de estas publicaciones es más que interesante. La primera fue
la traducción al español de la versión francesa de An Invitation to a Reflexive
Sociology (Bourdieu y Wacquant,
1992), un libro concebido originalmente para un público estadounidense.2 El segundo, evidentemente, es la
traducción directa de la versión original en inglés, razón por la cual debería esperarse
que fuera de alguna manera “mejor” que la de 1995. Sin embargo, no es así. Si en la
primera edición española de 1995 ya se había omitido el índice temático de las versiones
inglesa y francesa conservando sólo el índice onomástico, la de 2005 no contiene ya
ninguno de los dos. En cambio, esta última incluye varios apéndices, ciertamente muy
útiles, que habían sido obviados también en la primera versión española.
Ahora bien ¿por qué habrían de ser tan importantes esos índices? Según el renombrado
historiador de las ciencias, Yves Gingras, éstos, sobre todo los temáticos, son un
instrumento que facilita el trabajo científico, razón por la cual Pierre Bourdieu les
atribuía una gran importancia, aunque también lamentó que su constitución estuviera
“destinada a pasar inadvertida” (Gingras, 2007:
239). Y es que el análisis de los términos y de los nombres propios (que
funcionan como “etiquetas” de posturas y posiciones teóricas) incluidos en una obra
permite reconstruir un espacio teórico y posicionar ahí los conceptos
utilizados por el autor o los autores en cuestión, pues “un concepto es […] una posición
en un espacio” y “es también una suerte de estenografía de una serie de operaciones
prácticas” (Bourdieu, 2015: 206).
Semejante análisis, que casi todo lector atento realiza de manera práctica, si bien es
meramente auxiliar resulta de gran utilidad a la hora de movilizar el campo teórico en
relación con el cual se pretende realizar una determinada investigación, generando así
verdaderos problemas científicos. Pues bien, esto se aplica a la obra
del propio Bourdieu. Como ha observado el español Francisco Vázquez García, “en primer
lugar, es necesario seguir de cerca la formación y las transformaciones del concepto de
‘reflexividad’ en Pierre Bourdieu” (Vázquez, 2006:
89). Es en ese sentido que Gingras observa que el concepto de reflexividad,
sobre todo si se revisa en retrospectiva, “está más o menos ausente en los índices de
sus libros” (Gingras, 2007: 239). Mientras que
fue en la década de los ochenta del siglo pasado que el término se volvió común en la
literatura científica anglosajona, sólo a partir de 1992 fue cada vez más frecuente en
la obra de Bourdieu hasta que, finalmente, aparecería en el título mismo del libro que
recoge su último curso en el Collège de France, Ciencia de la ciencia y
reflexividad(Bourdieu,
2003b). Gingras ubica precisamente en ese momento (1993) el
texto Narziβtische Reflexivität und wissenschaftliche Reflexivität
(Bourdieu, 1993), en el cual Bourdieu insiste
en su crítica a la concepción anglosajona de la reflexividad, a saber, su carácter
narcisista (Gingras, 2007:
240).
Aunque la sociología de Bourdieu era “reflexiva” mucho antes de los años ochenta y
noventa,3 el término se vuelve más
frecuente y central debido, sin duda, a la necesidad de adoptar una posición clara ante
la sociología anglosajona, en la que el término se había vuelto omnipresente, aunque con
muy variadas declinaciones o sentidos. Como evidencia de la presencia de este
persistente esfuerzo de reflexividad baste con revisar, por ejemplo, las lecciones del
12 y 19 de octubre de 1982 en el Collège de France, en las que Pierre Bourdieu se
esfuerza por explicar lo que una década después expresaría como “objetivación
participante”, o mejor dicho, como reflexividad (Bourdieu, 2015: 229-296), término que en esa época no figuraba en su
léxico.
Volvamos brevemente a Una invitación a la sociología reflexiva (2005). A
pesar de las ausencias antes mencionadas, tiene un elemento clave. Esta versión incluye
una “nota al lector latinoamericano” con el título Racionalismo y
reflexividad firmada por ambos autores, Bourdieu y Wacquant, donde se lee
que “la perspectiva sociológica defendida y ejemplificada en esta obra se inscribe en
oposición frontal con esa especie de nihilismo científico mezclado
con relativismo cultural y moral que posee el nombre grandilocuente de ‘posmodernismo’,
y que sólo pone al día la vieja negativa filosófica y literaria sobre la posibilidad de
una ciencia de la sociedad con la que Durkheim ya se enfrentaba en su tiempo en sus
batallas contra el establishment de la Sorbona” (Bourdieu y Wacquant, 2005: 7, cursivas añadidas).
El énfasis que hace Bourdieu al mencionar que se trata de una “oposición frontal” con el
“posmodernismo”, en esta nota destinada especialmente al lector latinoamericano,
redactada casi una década después de An Invitation to Reflexive
Sociology, obedece a la conciencia de que ese “posmodernismo” ya se había
extendido en esa región del planeta, en virtud de lo que él llamaba las “astucias de la
razón imperialista” y, por ende, estaba interesado en atacarlo también ahí, tal como lo
había hecho en su momento en Estados Unidos. A pesar de este esfuerzo, en América Latina
el tema apenas empieza a investigarse, aunque aún con muchas
reticencias.4
La pregunta, empero, es ¿a qué obedecen tales reticencias? Wacquant precisó recientemente
que “esto se debe a que Bourdieu es frecuentemente malinterpretado como un ‘teórico’
cuando en realidad era un obstinado detractor de la ‘teorización conspicua’. Él
interpretó la teoría no como el soberbio maestro, sino como el humilde servidor de la
investigación empírica, y nunca avanzó en una sino a través del desarrollo de la otra”
(Wacquant, 2017: 294).5 Otra fuente de resistencia a la obra de Bourdieu se
debe a los intentos escolares por clasificarlo en alguna categoría ya conocida. Como ha
precisado Johan Heilbron, si bien el trabajo de Bourdieu ha sido etiquetado
principalmente como “estructuralismo genético”, calificarlo como sociología
reflexiva quizá resulte menos “articulado”, pero tiene la ventaja de no
limitarlo a un programa científico particular (Heilbron,
2015: 208). No resulta, entonces, descabellado afirmar que la sociología de
Bourdieu es “paradigmática”, puesto que concibe a la sociología como una
práctica científica, es decir, como una “matriz disciplinaria” y no
sólo como “ejemplo”, siendo este último el sentido más difundido de la noción de
“paradigma” de (Kuhn Joly, 2018: 48-49).
Ahora bien, Bourdieu también libró su batalla intelectual en otros países, o al menos lo
intentó. Por eso, en 1993 publicó Reflexividad narcisista y reflexividad
científica. Quizá Bourdieu era consciente de que al publicarse en alemán,
su mensaje circularía, al menos por un tiempo, más libremente, aumentándose las
probabilidades de una mejor recepción. En cierta forma, el hecho de que ese texto no
haya sido nunca traducido a otra lengua diferente al alemán puede ser un signo de que su
autor tenía razón.6 Aunque incluir una
dedicatoria a Loïc Wacquant también significa un “guiño” que podría llamar la atención
de los lectores de otras lenguas, especialmente la inglesa: marcaba así su (o)posición
en el campo (internacional) de las ciencias sociales (Santoro, Gallelli y Grüning, 2018).7
Aunque en lo esencial Reflexividad narcisista y reflexividad científica
expone ideas que aparecen en otros lugares (algunos de los cuales ya he mencionado), es
un texto que posee un interés más que histórico. En él, Bourdieu intentó contrarrestar
la influencia de las tendencias anglosajonas en Alemania, mediante el uso de una
estrategia discursiva que consideró podía ser la más eficaz: expresar su posición de
manera muy sintética y muy directa, sin todas las consideraciones o
“diplomacias” que otras situaciones habrían exigido, sin perder nunca el rigor y el buen
tono. Ni siquiera el título de la transcripción de su célebre discurso de la Huxley
Memorial Lecture, Participant Objectivation, que dirigió el 6 de
diciembre de 2000 en el Royal Anthropological Institute, incluye ese término.8
Es decir, siete años después de la publicación del artículo en Alemania se retomaba de
manera central el asunto de la reflexividad narcisista versus la
reflexividad científica, ahora en otro país (anglosajón), porque ciertamente ese tema ya
estaba presente en An Invitation to Reflexive Sociology y,
consecuentemente, en sus versiones francesa y española.9 Por el hecho de llevar de manera explícita esa distinción
al título mismo, Reflexividad narcisista y reflexividad científica
resulta ya un texto relevante. Por otro lado, no hay que olvidar que además aparece en
un libro que reúne trabajos de varios autores, algunos de ellos criticados en el texto
de Bourdieu (v. gr., Renato Rosaldo),10 por lo que el lector tiene la oportunidad
inmediata de contrastar los distintos puntos de vista. Por lo
tanto, si buscamos un ejemplo de texto en el que Bourdieu llegó expresar su (o)posición
de manera realmente “frontal”, ese bien puede ser Reflexividad narcisista y
reflexividad científica.11
De ahí su relevancia.
Por último, es conveniente precisar aún más la ubicación del artículo en el contexto de
la obra general de Pierre Bourdieu. No es meramente circunstancial que el sociólogo
mencionara solamente dos obras de su autoría (o coautoría) en este artículo,
concretamente El oficio de sociólogo y Homo
academicus. Como se mencionó antes, la noción de reflexividad
se relaciona estrechamente con la noción de objetivación. Visto desde
el proceso (práctico) de la investigación, habría un primer momento en el que es preciso
practicar una ruptura con el sentido común como condición necesaria para la construcción
científica del objeto, tema que es ampliamente expuesto en El oficio de
sociólogo, pero este primer momento requiere, según Bourdieu, de uno
segundo en el que se debe objetivar al sujeto que realiza esa objetivación (el
científico). En este sentido, Homo academicus es un libro que documenta
precisamente ese momento: ahí Bourdieu analizó el mundo universitario francés, del cual
formaba parte, tomando como objeto las condiciones histórico-sociales de producción de
los productores de la ciencia, por ende, de él mismo. Por eso, afirmó: “El que escribe
ocupa una posición en el espacio descrito: él lo sabe y sabe que su lector lo sabe”
(Bourdieu, 2008: 39). Para Bourdieu, entonces,
era un imperativo a la vez epistemológico y ético (Vázquez, 2006) proceder a semejante análisis
reflexivo: “No es posible -afirmó- ahorrarse el trabajo de objetivación del sujeto
objetivante” (Bourdieu, 2008: 291).
En efecto, cualquiera puede comprobar, si tiene la voluntad y la
preparación suficientes, dos hechos a su vez objetivos: primero, que los autores que
Bourdieu critica en Reflexividad narcisista y reflexividad científica,
independientemente del mayor o menor mérito inherente a sus respectivas investigaciones,
a la hora que dicen poner en práctica alguna forma de reflexividad (o “crítica”),
ciertamente no proceden de la manera como Bourdieu lo hizo (particularmente en
Homo academicus); y segundo (más difícil, pues implica estudiar su
obra a profundidad), que efectivamente la originalidad y la formidable fuerza de su
sociología se deben, al final del día, precisamente a su alto grado de reflexividad
científica.
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Para Loïc Wacquant
Hasta muy recientemente, los humanistas se han mostrado poco interesados en
reflexionar seriamente sobre su práctica investigativa. Esto sucede especialmente en
las tradiciones predominantes, como las de los etnólogos ingleses (con algunas
célebres excepciones, como Malinowski) y las de los sociólogos estadounidenses. Esta
positivista certitudo sui está hoy en peligro: de forma parecida a
los organismos cuyo sistema inmunológico está debilitado, los científicos
anglosajones casi parecen sucumbir a la epidemia de una reflexividad salvaje que los
ha avasallado. Como alguien que duda poco de la cientificidad, considero que es
necesario recordar tanto lo que me parece ser el verdadero objetivo del proyecto
reflexivo, como los efectos reales que pueden esperarse de esta “vuelta atrás"
científica sobre la [propia] práctica científica.
Como no puede hacerse aquí una revisión de todos mis análisis dedicados a la
reflexividad, me limito a marcar mi posición delimitando brevemente mi relación con
algunas actitudes que me parecen particularmente típicas. La reflexión sobre uno
mismo, que en mi opinión requiere el método reflexivo, va mucho más allá de las
exigencias de lo que Sharrock y Anderson (1986, 35:
106) llaman “puntos de vista egológicos”, que estarán representados por
la etnometodología, la sociología con pretensión fenomenológica o en la concepción
de la reflexividad de Alvin Gouldner. No es suficiente con explicitar las
“experiencias vividas” de los sujetos cognoscentes; se deben también objetivar las
condiciones sociales de la posibilidad de esas experiencias y, más precisamente, de
los actos de la objetivación. Para Gouldner, la reflexividad se queda en un programa
bastante vago, que en realidad nunca fue puesto en práctica. No se trata solamente
de objetivar al investigador en sus peculiaridades biográficas o al espíritu
intelectual que ha inspirado su trabajo (como en el enfoque de Gouldner en su
análisis de Parsons, Die westliche Soziologie in der Krise [1974]),
sino de la objetivación de la posición del investigador en el ámbito universitario y
de las “distorsiones” [biais] que habitan en la estructura
organizativa de la disciplina, es decir, de toda la historia colectiva de la
disciplina considerada; pienso principalmente en los pre-juicios
inconscientes que están inscritos en las teorías, en las cuestiones, las categorías
(principalmente las nacionales) del entendimiento científico. Esto lleva a hacer del
propio campo científico el sujeto y el objeto del análisis
reflexivo.
Después de estos comentarios, no necesito mencionar que tengo poca simpatía por la
diary disease [enfermedad del diario
íntimo2], como lo
expresa Geertz (1990: 91), ese arrebato de narcisismo después de años de represión
positivista: la verdadera reflexividad no consiste en eso, no es dedicarse a meditar
post festum sobre el trabajo de campo. No tiene nada en común
con la “reflexividad textual” ni con otros análisis, artificialmente complicados, de
los “procesos hermenéuticos de la interpretación cultural” y de la construcción de
la realidad a través de registros etnográficos. Incluso creo que, en su verdadera
intención, están enteramente en contra de una observación del observador que, como
en Marcus y Fischer (1986), en Rosaldo (1989), o en el mismo Geertz, tienden a
reemplazar el encuentro con la áspera realidad del “campo” a través de apelar al
autoanálisis, lo que en última instancia es más fácil y más gratificante. Cuando se
vuelve un fin en sí misma, en lugar de convertirla en un medio de
conocimiento refinado y fortalecido, esta artificial denuncia radical de los
escritos etnográficos como “poéticos y políticos”, tal como reza el título de Clifford y Marcus (1986), conduce a un
“escepticismo interpretativo” en el sentido de Woolgar (1988: 14), cuando no a un nihilismo (como sucede también, por
cierto, con las diferentes formas de los llamados programas “fuertes” en la
sociología de la ciencia).
En lo que a la etnometodología concierne, por ejemplo, estoy más a favor de su
intención de explicar las “teorías populares” que los agentes
[Akteure]3
sociales utilizan en su práctica, pues yo mismo llegué paralelamente a un programa
muy similar de análisis de las “pre-nociones” (en el sentido de Durkheim) que los
agentes sociales implementan en la construcción de la realidad social. Para ello,
partí parcialmente de las mismas fuentes (principalmente Husserl y Schütz y también
de la tradición de la antropología cognitiva, la cual se dedica al análisis de las
formas primitivas de clasificación) y en parte de las reflexiones de los teóricos
del conocimiento como Gaston Bachelard y Georges Canguilhem, quienes se dedicaron al
descubrimiento de las pre-nociones del conocimiento en general.
Como hemos mostrado empero en Soziologie als Beruf (Bordieu, Chamboredon y Passeron, 1991), la
ciencia no puede hacer de la objetivación de las formas y contenidos del
conocimiento en general un objeto exclusivo, ni uno de sus últimos objetivos. Un
análisis semejante sólo puede constituir un momento de la investigación, un
instrumento especialmente poderoso para romper con la ilusión del sano sentido común
y de esta manera ser una condición para la construcción científica de los
objetos.
Además, si es útil recordar, como ya lo señalaron Husserl y Schütz, que la
experiencia primaria de la sociedad es una relación de creencia inmediata que nos
hace aceptar el mundo tal como es, entonces uno debe ir más allá de la mera
descripción y plantear la cuestión de las condiciones de posibilidad de esta
experiencia dóxica. Se puede ver entonces que la concordancia de
las estructuras objetivas con las estructuras incorporadas e internalizadas, que
crean la ilusión de comprensión inmediata, es un caso especial en el universo de las
posibles relaciones con el mundo, es decir, la experiencia indígena. La gran ventaja
de la experiencia extranjera que el etnólogo hace, consiste en el descubrimiento
inmediato de que esas condiciones no poseen ninguna validez universal, como la
fenomenología ha hecho creer cuando (sin saberlo) generaliza una contemplación que
se basa en el caso particular de la relación original del fenomenólogo con su propia
sociedad.
Uno debe sociologizar [soziologisieren] el análisis
fenomenológico de la doxa (en tanto una sumisión incuestionada al
mundo de la cotidianidad), no sólo simplemente para determinar que no es válido para
cada sujeto universal percipiente y actuante, sino también para mostrar que, cuando
éste se realiza en determinadas posiciones sociales, especialmente las dominantes,
el modo radical de la aceptación del mundo existente constituye la más absoluta
forma de conformismo. No hay adhesión más completa y comprensiva hacia el orden
dominante que esa relación infrapolítica del sobreentendido dóxico,
que conduce a considerar las [propias] condiciones de existencia como naturales, y
que serían indignantes para alguien que ha sido socializado en otras condiciones y
que no comprende a través de las categorías perceptivas [propias] de ese mundo.
Las implicaciones políticas de la doxa se manifiestan más claramente
que en ninguna otra parte en la violencia simbólica [symbolischen
Gewalt] que se ejerce sobre los dominados, y especialmente sobre las
mujeres. Pienso al respecto principalmente en ese tipo de agorafobia, socialmente
engendrada, que lleva a las mujeres a autoexcluirse de las actividades y ceremonias
públicas, de las cuales de todas maneras ellas están marginadas (según las
dicotomías público/masculino versus privado/femenino),
particularmente en el ámbito político oficial. O en la [creencia] que las conduce a
la convicción de que sólo al precio de una extrema tensión es que pueden encontrarse
en esas situaciones, siendo necesario un esfuerzo para derrotar el conocimiento de
la exclusión profundamente inscrito en sus cuerpos. Por lo tanto, un estrecho
análisis fenomenológico o etnometodológico nos lleva a ignorar los fundamentos
históricos y, con ello, el significado político, de esta relación de correspondencia
inmediata de las estructuras subjetivas y objetivas.
En mi opinión, científicamente hablando, la forma más fecunda de reflexividad es
totalmente paradójica en el sentido de que es rotundamente
antinarcisista. Esta es probablemente una de las razones por
las que es poco empleada y [por la que] sus resultados encuentran tanta resistencia.
Las cualidades que esta sociología de la sociología descubre, se oponen en todo a
las de un retorno autocomplaciente a la persona privada de los sociólogos, que no
tienen nada de único, nada de extraordinario; en parte son compartidas por toda la
categoría de investigadores (y, por lo tanto, son banales y poco interesantes para
la curiosidad ingenua). La sociología de la sociología cuestiona a la representación
carismática, esa que los intelectuales tan frecuentemente tienen de sí mismos, como
también su inclinación a creerse libres de toda determinación social. Ella
posibilita descubrir lo social en el corazón mismo de los individuos, lo impersonal
detrás de lo personal.
Después de haber caracterizado brevemente la reflexividad, tal como la concibo en
comparación con otras formas analíticas, las cuales se dedican a un propósito
similar, puedo ahora describir a grandes rasgos los tres momentos principales del
análisis reflexivo o, lo que es lo mismo, las tres formas de “distorsión” que ayuda
a descubrir y demanda controlar. En primer lugar, se trata de objetivar las
condiciones sociales de producción de los productores -como se ha practicado con
frecuencia en una tradición marxista, estricta o ampliada, desde Luckács hasta
Mannheim-, es decir, las características, especialmente los puntos de vista y los
intereses, que se deben a sus orígenes sociales, históricos o étnicos. Ahora bien,
como lo he mostrado principalmente en mis trabajos sobre sociología de la literatura
(lo cual también es válido, por cierto, para la sociología de las ciencias o del
derecho), en ese sentido uno no puede darse por satisfecho sin errar en lo esencial:
por ejemplo, uno de mis objetivos en Homo academicus (1988) era
mostrar que -si uno coloca los productos culturales en relación inmediata con las
condiciones económicas, históricas o políticas, presentándolos como meros productos
de los productores o de las clases sociales- se comete lo que yo llamo el
“paralogismo del cortocircuito”, en el cual se establece una relación directa entre
conceptos muy alejados y se omite la mediación esencial, es decir, el mundo social
relativamente autónomo que constituye el campo de producción
cultural.
Por lo tanto, también se debe tomar como objeto el microcosmos -el mundillo social
autónomo- dentro del cual los agentes luchan por un tipo de baza
[Einsatz] muy especial y persiguen intereses que, bajo otros
aspectos, pueden parecer completamente desinteresados, como por ejemplo desde la
perspectiva monetaria. Por consiguiente, debe ser enfocada la posición del
analista, no sólo dentro de la estructura social, en su sentido
amplio, sino también como inserta dentro del campo científico (o universitario), es
decir, en el espacio de posiciones sociales objetivas, las cuales se ofrecen en un
momento específico dentro de un determinado mundillo científico (como cuando se
dice: “El señor x es profesor asistente de Sociología en
Columbia”.
No obstante, permanecer en este nivel significa todavía privarse de lo esencial, es
decir, la totalidad de los presupuestos (en lo fundamental
inconscientes), cuyo verdadero principio no radica ni en la condición social, ni en
la posición en particular del sociólogo en el campo de producción cultural (y con
ello al mismo tiempo en un sector de las posibles posturas teóricas y
metodológicas), sino en las determinaciones invisibles que están inscritas en la
condición del investigador. Tan pronto como observamos el entorno social, nuestra
percepción de ese mundo resulta alterada por un sesgo [Bias] que
está ligado a la circunstancia de que, para poder describirlo y estar en posibilidad
de hablar de él, debemos abstraernos de él casi por completo. El sesgo
teorético o intelectualista estriba en que olvidamos
que inscribimos el hecho desde una teoría del mundo social ya construida, que la
teoría es producto de una mirada teórica, de unos “ojos contemplativos”
(theorein4)
que tienden a percibir el mundo como un espectáculo, como una
representación (teatral o mental), como un conjunto de significados que demanda una
interpretación, a la manera de un conjunto de problemas concretos que exige
soluciones prácticas.
Una verdadera sociología reflexiva debe permanecer siempre alerta de ese
“epistemocentrismo de lo erudito”, que consiste en ignorar del todo la diferencia
específica entre teoría y práctica, proyectando, en la descripción y el análisis de
las prácticas, la representación que de ellas puede tener el analista, dado que está
fuera del objeto, al que mira desde lejos y desde lo alto. Así como el antropólogo
que establece una genealogía posee una referencia con el parentesco que nada tiene
en común con la que tiene un padre cabil, quien tiene un problema práctico y urgente
que resolver, es decir, encontrar una esposa adecuada para su hijo, asimismo el
sociólogo que investiga el sistema escolar tiene una “relación” con la escuela que
nada tiene que ver con la que tiene un padre que busca una buena escuela para su
hijo. En pocas palabras: mientras no se someta al análisis de él mismo como
científico, que tiene a la skholé como condición social de
posibilidad (y esto significa el ocio, la distancia de la que goza con las
necesidades y urgencias, con la necesidad inmediata, en resumen, con las exigencias
de la práctica), la que constituye la condición del distanciamiento objetivante, que
a su vez es el requisito previo para la visión científica, el investigador está
expuesto a lo que yo llamo, a partir de [John L.] Austin, el sesgo
escolástico: a falta de un análisis de lo que es el hecho de pensar el
mundo, de retirarse del mundo y de los agentes para pensarlos, el pensador, sin
saberlo, se expone al peligro de colocar su propia mentalidad en el
lugar de la mentalidad de los agentes por él analizados, quienes no tienen el ocio
(ni el deseo) para analizarse a sí mismos, y de esa manera introducir en su objeto
la premisa fundamental asociada con el hecho de que es pensado como
objeto, en lugar de tratar con él, de hacer algo con él, convirtiéndolo
en su asunto (pragma). Además, corre el peligro de
emplear, en sus actos de conocimiento, instrumentos de pensamiento totalmente
impensados, que en todo caso han resultado del largo logro intelectual de sus
predecesores, como la genealogía, las encuestas, etcétera.
Ahora bien, se podría argumentar: ¿no son estos análisis el mero producto de un
código de pundonor epistemológico sin ninguna consecuencia práctica? De hecho, sería
necesario recordar aquí toda la serie de efectos científicos de estas
consideraciones que no son un fin en sí mismas. Se tendría que señalar también, por
ejemplo, cómo la reflexión (esquematizada por Wittgenstein) sobre la regla y el
significado de los comportamientos que consisten en seguir una regla conduce a un
replanteamiento fundamental de la teoría del parentesco y a la sustitución de la
lógica de la regla por la lógica de la estrategia (que es producida por el
habitus sin intención explícita). Así, la sociología de la
sociología conduce -lejos de llevar al escepticismo o al nihilismo- a una aplicación
más estricta del método científico. La circunstancia de que el conocimiento teórico
le deba muchas de sus propiedades más fundamentales a los hechos; de que las
condiciones de su producción (la skholè y todo lo que implica) no
sean las de la práctica, no significa que se le niegue valor alguno. Por el
contrario, el reconocimiento de los límites del conocimiento
teórico permite evitar la scholastic fallacy, que
consiste en proyectar en la investigación una relación no examinada con el objeto de
la investigación y, por lo tanto, todos los errores que surgen del
epistemocentrismo, es decir, de la tendencia del científico a
pensar a los agentes que está investigando de acuerdo con su propia imagen: podría
citar, al azar, las diversas formas (de derecha y de izquierda) de la Teoría de la
Acción Racional, desde la visión de Chomsky de la competencia lingüística y su
aplicación, al estructuralismo de Lévi-Strauss, etcétera.
En contra de lo que dejan creer las acostumbradas presentaciones del autoconocimiento
como exploración de las profundidades más singulares, la verdad más íntima de lo que
somos, lo más impensado de lo impensado, está igualmente inscrito en la objetividad
y, especialmente, en la historia de las posiciones sociales que hemos ocupado en el
pasado y que ocupamos en el presente. Paradójicamente, la forma más segura de llegar
a las características más peculiares de la subjetividad del pensador es a través de
la objetivación de las más objetivas condiciones sociales del pensamiento. La
historia social y la sociología de la sociología, entendidas como la indagación de
lo científico inconsciente de los sociólogos, permiten, a través de la formulación
del problema de la génesis de las categorías de pensamiento y de los instrumentos de
investigación por ellos utilizados, constituir la condición absoluta de la práctica
científica. El sociólogo no sólo tiene, entonces, la posibilidad de escapar de las
condiciones sociales, uno de cuyos productos es él mismo, como cualquier otro, sino
que si dirige hacía sí mismo sus propias armas científicas; si se pertrecha con la
comprensión de las determinaciones sociales que pesan sobre él y, especialmente, con
el análisis científico de todas las restricciones y limitaciones ligadas a una
posición y una trayectoria predefinidas en un campo, puede tratar de neutralizar los
efectos de estas determinaciones.
La sociología de las determinaciones sociales de la práctica sociológica no destruye
en lo más remoto los fundamentos de la ciencia social, sino que constituye, sobre
todo y primeramente, el único fundamento posible para una libertad factible frente a
esas determinaciones. Y sólo bajo la condición de que se asegure, con el constante
empleo de ese análisis, el completo aprovechamiento de esa libertad, puede el
sociólogo producir una ciencia rigurosa del mundo social. Una ciencia que no
encierra a los agentes en la jaula de un rígido determinismo, sino que les entrega
el medio de una toma de conciencia potencialmente liberadora. Ese análisis crítico
de los determinismos sociales del quehacer científico sólo puede ser eficaz si no
llama la atención de cada científico por separado, sino de la totalidad de los
concurrentes, cuyas posiciones son componentes del campo científico. Para poder
realizarse, la reflexividad debe lograr institucionalizarse en los mecanismos del
campo, principalmente en el de la lógica social de la discusión y la valoración
científica, por un lado, y en las actitudes de los agentes, por otro.
Adoptar el punto de vista de la reflexividad no significa desistir de la objetividad;
es decir, uno debe aclarar en sus propios términos la objetividad que el sujeto
científico ha construido sobre el “sujeto” empírico -sobre todo uno debe
clasificarlo en un lugar determinado del espacio y el tiempo sociales- y obtener de
este modo la conciencia y el (posible) dominio del constreñimiento que puede influir
en el sujeto científico a través de todos sus vínculos con el sujeto empírico, sus
intereses, sus pulsiones, sus prejuicios, sus adhesiones, que deben suspenderse para
realizarse completamente. No es suficiente, como enseña la filosofía del
conocimiento clásica, buscar en el sujeto las condiciones de posibilidad, así como
los límites, establecidos por él, del conocimiento objetivo. Se debe igualmente
buscar en el objeto construido por la ciencia las condiciones sociales de
posibilidad del “sujeto” (por ejemplo, la skholé y toda la herencia
de problemas, conceptos, métodos, etcétera, que hacen posible su profesión) como
también los posibles límites de su objetivación de la acción. Esto obliga a rechazar
las pretensiones absolutistas de la objetivación clásica, sin que esto conduzca al
relativismo; en este sentido, el sujeto y el objeto del análisis reflexivo, como se
puede ver, después de todo no son más que el mismo campo científico y en esta medida
las condiciones de posibilidad del “sujeto” científico y las de su objeto son una y
la misma cosa. A cada progreso en la comprensión de las condiciones sociales de la
producción de los “sujetos” científicos corresponde un progreso en la comprensión de
los objetos científicos, y viceversa. Esto no es más evidente en ninguna parte que
cuando la investigación tiene como objeto de investigación el propio campo
científico, es decir, el verdadero sujeto del conocimiento científico.