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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.31 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2010

 

Dossier: Biblia y filosofía política contemporánea

 

La herencia de las lenguas1

 

The Inheritance of Languages

 

Marc Crépon

 

École Normale Supérieure París, Francia.

 

Fecha de recepción: 26 de diciembre de 2009
Fecha de aceptación: 20 de mayo de 2010

 

Resumen

El presente ensayo se pregunta sobre la herencia de las lenguas a partir de la correspondencia entre Gershom Scholem y Franz Rosenzweig a propósito de la secularización del hebreo. El autor aborda centralmente la relación entre la lengua sagrada y las lenguas profanas, así como el problema de la traducción, específicamente en el texto que Rosenzweig dedica a Lutero y su traducción de la Biblia.

Palabras clave: secularización, traducción, Scholem, Rosenzweig.

 

Abstract

This essay raises the question of language inheritance, based on the correspondence between Gershom Scholem and Franz Rosenzweig regarding the secularization of Hebrew language. The author focuses mainly on the relationship between holy language and other, non-religious languages, as well as on the issue of translation, specifically in the text that Rosenzweig dedicates to Luther and his translation of the Bible.

Key words: secularization, translation, Scholem, Rosenzweig.

 

No existe reflexión sobre las lenguas (cada una en su singularidad así como en su pluralidad) que no sea llamada a superar la prueba del nihilismo. Si bien es verdad que este último reivindica y profetiza una equivalencia generalizada —ya sea que asuma conjuntamente la declaración y la praxis—, todo discurso, toda legislación, toda institución que tenga a las lenguas por objeto amenaza con destruirse ante semejante equivalencia. Dos formas, al menos, pueden ser identificadas. 1) La primera somete la evaluación de los usos al régimen de la cantidad. Todo se vale, sin duda, pero aquello que permite a la gran mayoría comprenderse y comunicar vale aún más. Por el contrario, aquello que parece reservado a una minoría (cualquiera que sea el nombre que le demos), en tanto se resiste por naturaleza a la comprensión y a la comunicación inmediata, puede considerarse cantidad desdeñable. Todo se vale, porque únicamente tiene valor la extensión del uso. Del supuesto dogma conocemos al menos tres consecuencias. La primera es que las lenguas (la lengua llamada "materna" así como las llamadas "extranjeras") deben ser enseñadas en vista de su uso más comunicativo y el más contemporáneo. Sometiendo su aprendizaje, a contrapelo de toda herencia, a los imperativos del "presente" y a un cálculo del porvenir que tienen en común el deber de liberarse del pasado. La segunda es que estas mismas lenguas valen la pena de aprenderse (y ser enseñadas) en proporción al número de sus hablantes. La tercera finalmente impone que solo sean aprobadas y difundidas (volviéndose visibles y audibles) a través de los medios de difusión y comunicación destinados al público, únicamente las prácticas de la lengua supuestamente accesibles a la mayoría. 2) La segunda forma de equivalencia con la cual el espectro del nihilismo asedia toda reflexión y toda práctica de las lenguas consiste en su apropiación e instrumentalización "nacionales". Puesto que la lengua vale como propiedad para todos los miembros de una misma comunidad en partes iguales, esta constituye su patrimonio común. Únicamente vale, por lo tanto, aquello que se ha sedimentado en la lengua que cada uno puede visitar como se visita un museo, con esta forma de pasividad que cuanto más se apega a la propiedad del pasado, más se aparta del porvenir; dicho de otro modo: una lengua que no exige nada de nadie.

 

I

Rosenzweig y Scholem no habrían ignorado nada de esta doble equivalencia. Sin embargo, esta se complica, al menos para el primero (y en otra medida para el segundo), a partir de una tercera que constituye uno de los anclajes de toda su reflexión sobre el lenguaje: aquella que pone en un mismo plano al hebreo y a las otras lenguas. Si bien es cierto que el problema del nihilismo no les era menos extraño, ninguno de los dos en su dimensión lingüística más eruptiva, independientemente del problema que les planteaba la herencia diferencial de la "lengua sagrada" y de las "lenguas profanas" —abstracción que hacen a partir de aquello que podía y de aquello que debía ser la relación tanto respecto al pasado como al futuro de cada una de ellas, en un presente que hacía (y aún hace) de esta relación un enclave político decisivo. Por el asedio de la nada y de la nulidad (la nada y la nulidad del nihilismo), tenían consciencia, en efecto, de que siempre está en juego la posibilidad o la imposibilidad de una transmisión. Haber entrado en el tiempo del "nihilismo" significaba para ellos pertenecer a un tiempo donde se había vuelto legítimo preguntarse si aún había algo por transmitir, puesto que todo era equivalente o nada valía (lo que en definitiva significa lo mismo). De ahí la pregunta que intentaremos retomar y actualizar: ¿Qué podría o debería transmitirse aún a nosotros de la herencia de las lenguas? ¿Qué significa en este caso "transmitir" y "heredar"? ¿En qué reside la diferencia según se trate de una lengua singular (sagrada) y/o de su pluralidad (profana)? Y por último, ¿qué designa ese "nosotros" —concernido por esta diferencia? La fuerza de las reflexiones de Rosenzweig sobre las lenguas se despliega entre los análisis que les consagra en La estrella de la redención —los múltiples ensayos que acompañaron su traducción de la Biblia, en colaboración con Buber— la organización de la enseñanza del Lehrhaus, y finalmente su observación crítica de los compromisos intelectuales y políticos del sionismo —la fuerza de sus reflexiones reside, por lo tanto, en que ellas conjuntan cada una de las tres equivalencias anteriormente identificadas—. A propósito del hebreo (más adelante veremos qué pasa con las demás lenguas), este rechaza a su vez la reducción al estado de lengua de uso corriente en la comunicación, su nacionalización (que viene a ser lo mismo que una instrumentalización política) y al mismo tiempo su confusión con una lengua profana que no conserva ya nada de su santidad. Es esto mismo lo que pone en perspectiva, con particular agudeza, en un texto corto de 1925 intitulado "¿Neo-hebreo?" (Neuhebräisch?) que se presenta como la crítica de una traducción de la Ética de Spinoza al hebreo. Toda la dificultad proviene de la tensión entre dos tesis contradictorias. La primera llama al hebreo a convertirse en "la lengua hablada de un pueblo igual a los demás pueblos"2 (Rosenzweig, "Néohébreu?", 26) —y por esta razón invita a los judíos de Palestina a adoptarla como una lengua "nueva" y a adaptarla a las exigencias modernas de la comunicación, liberándola de toda deuda con respecto a su pasado. La segunda recuerda, contrariamente, que el hebreo es (ya sea que se herede o se transmita) "la lengua santa del pueblo santo" (26).3 Frente a una oposición tal, la estrategia de Rosenzweig consiste en mostrar tres aspectos que desplazan completamente las consideraciones del análisis. La primera muestra que la oposición entre lengua santa y lengua "popular" es facticia y arbitraria. No es necesario adaptar el hebreo a las "necesidades" expresivas del pueblo, puesto que la lengua santa lleva en sí misma la memoria de un habla popular y nunca dejó de ser una lengua viva. La fractura procede así, siempre de una construcción imaginaria —léase política.

Constantemente, y no solamente en tiempos de Moisés y de Isaías, afluyeron en ella, la lengua santa, la lengua de Dios, las fuerzas de renovación provenientes de la lengua hablada, de las lenguas habladas por el hombre. En otros términos: pese a su santidad, el hebreo nunca se fijó en alegoría, es más, siempre permaneció vivo (26).

Sin embargo, esto no significa que la lengua sea la emanación de un pueblo singular —y no debiéramos confundir la naturaleza de la relación entre "la lengua santa" y "el pueblo eterno". No significa que la primera sea la expresión natural del genio o del espíritu del segundo. En su breve ensayo, Rosenzweig no deja de recordar aquello que la lengua le debe a su historia, es decir, al conjunto de intercambios que la pusieron en contacto con otras lenguas, como por ejemplo, según lo precisa, "la lengua de los ejércitos y de los tribunales romanos y aquella de los amos y sujetos del nuevo imperio persa, aunados al árabe de los médicos y filósofos del Islam", pero también "las lenguas de Europa, en tanto se desarrollaron como organismos autónomos, bajo la sombra de la latinidad de la Iglesia universal" (27).4 De modo que el hebreo no se deja reconducir hacia ni replegarse sobre ningún centro. Este es, a fin de cuentas, el principal reproche que Rosenzweig dirige a su nacionalización. Pues es siempre de este modo que opera la instrumentalización "nacionalista" o "apropiante" de la lengua, cualquiera que esta sea. Ella centraliza —erige el centro como norma y referencia— siendo que la vida misma de las lenguas procede de la periferia.

Para que el hebreo sea una lengua viva no es necesario imaginar un Estado en el cual se haga de ella "la lengua nacional", —y con mayor razón si esto implica arrancar a la lengua aquello que constituye su propia vida, purificándola de lo que sería erróneamente considerado como inútiles vestigios del pasado—. Heredar del hebreo significa, por el contrario, ocuparse de un patrimonio necesariamente descentrado o excéntrico —periférico y diseminado— pues solo así la enseñanza de la lengua es fiel a su pasado heterogéneo y múltiple. La ilusión, por decirlo así, es querer hacer de las últimas manifestaciones de un "habla popular" o de una oralidad pretendidamente redescubierta el signo distintivo y exclusivo del carácter vivo. En realidad, nos dice Rosenzweig, la vida, si existe, está en otra parte. Ella reside en la eternidad de un legado —no de una lengua depurada, purificada o selectiva, sino de una lengua "en la que nada de aquello que alguna vez fue adquirido, puede perderse" (27).5

De ahí el sentido abierto de la herencia de la lengua hebrea. Ella es a la medida de esta eternidad —este "No poder morir, no-querer morir, no tener el derecho a morir" (27),6 que la distingue, a los ojos de Rosenzweig, de las lenguas profanas, las cuales nunca logran escapar totalmente de la ley de su auto-purificación permanente, de esta "secuencia de muertes y de resurrecciones" (27)7 que traduce, en el plano del lenguaje, la historicidad (y la mortalidad) de los pueblos que han entrado en la historia. Sin duda, la distinción parece aquí irreductible, conforme a los desarrollos de La estrella de la redención. Más adelante veremos que, por ende, lo que aquí se dice de la lengua santa, de su adquisición y de su enriquecimiento de y por la periferia, no deja de tener consecuencias sobre aquello que podría significar, bajo reservas, "heredar de las lenguas profanas".

 

II

A este texto hace eco, al menos de manera implícita, una carta que Scholem dirige a Rosenzweig al final de 1926 (por consiguiente, solo algunos meses posterior a la publicación de "¿Neo-hebreo?"), a propósito de la secularización de la lengua hebrea. Esta carta, como es bien sabido, ha sido objeto de dos comentarios magistrales: el de Stéphane Mosès (quien por cierto la tradujo) en El ángel de la historia8 y el de Derrida en un texto intitulado "Les yeux de la langue"9 ["Los ojos de la lengua"]. A falta de poder restituir toda la riqueza, nos centraremos en dos puntos, prolongando los análisis que preceden. El primero concierne al nihilismo; el segundo a la transmisión o al paso de la lengua de una generación a otra. Habiendo apuntado anteriormente las diferentes formas de equivalencia que, desde el punto de vista de las lenguas, definen al nihilismo, hemos subrayado que la primera de ellas consiste en igualar o uniformar todas las formas de expresión, la neutralización de todo aquello que, en la lengua, escapa a su adaptación a las necesidades más usuales de la comunicación. El nihilismo termina siempre por considerar, de una u otra manera, que las palabras no sirven más que para comunicar. En su análisis dramático sobre la secularización del hebreo, el espectro de esta nivelación (que siempre es un fantasma) le sirve a Scholem de hilo conductor. Ella implica, en efecto, de la manera más voluntaria, que las palabras de la lengua pueden ser retomadas independientemente de la carga de sentido que les confiere su pasado, es decir, de la tradición. Esta abstracción, este dejar de lado, esta puesta entre paréntesis de todo lo que se ha sedimentado en la lengua y que permanece vivo, es lo que significa la palabra "actualización". Actualizar la lengua, a título de su renacimiento "nacional" (que siempre es una instrumentalización política), es hacer como si se pudiera pasar de (y pasar sobre) su historia —es decidir, una distinción arbitraria y siempre violenta entre lo muerto y lo vivo. Toda modernización, toda adaptación conllevan entonces, en el sentido más dinámico y más político del término, intervencionista y decisivo, su parte de enterramiento, de sepulcro, e incluso de represión.

Es este gesto lo que, para el autor de la "confesión", es ilusorio y peligroso. Ya que no se puede decretar indebidamente la depuración del sentido de las palabras, salvo si se olvida precisamente (o se pretende olvidar) aquello que constituye la esencia y la función del lenguaje —y en particular de los nombres—. Como lo muestra Stéphane Mosès en su notable comentario, las críticas que formula Scholem en contra de la instrumentalización de la lengua son inseparables de la teoría del lenguaje de la Cábala, que sostiene un poder mágico de la lengua hebrea en tanto que sagrada. Este poder, sin embargo, no se ve suprimido por la supuesta secularización de la lengua. Poco importa lo que se quiera hacer con ella o decir con ella, "es imposible vaciar su carga de palabras llenas de sentido, a menos que se sacrifique a la propia lengua"10 (Scholem, "A propósito", 203).11 La operación política que pretende lo contrario (y ocurre lo mismo con toda intervención política sobre las lenguas, con toda tentativa de depuración, de renacimiento, de restauración u otra) hace solamente como si fuera posible, como si las lenguas fueran manipulables, "apropiables", ajustables al servicio identitario o "identificatorio" que les exigimos restituir. En realidad, ella no hace más que desviar "el poder milagroso de la lengua" —avasallándola en nombre de una causa (político-nacional) que da derecho de otro modo a la potencia del lenguaje.

Este "de otro modo" es amenazante y explosivo —pues permite anticipar el despertar de la lengua, su inversión catastrófica contra aquellos que la hablan—. Nada de lo que yace enterrado desaparece —y de ningún modo lo hace la carga de sentido de los nombres que aporta su fuerza (y a veces su violencia) al lenguaje—, aunque pretendamos olvidarla. A falta de ser enseñada y asumida, la magia de los nombres puede ser recuperada en beneficio de las fuerzas desencadenadas (extremistas, fanáticas, asesinas, etc.). Tal es el carácter temible de la "lengua sagrada", que resiste a toda visión simplista de su secularización. En cuanto al nihilismo, habrá entonces que medir todas las consecuencias. Ellas conciernen en realidad menos a la lengua (que permanece tal como es) que a los que la retoman, los que la hablan ciegamente —y que, en un extravío compartido, no saben nada de ella, es decir, no heredan nada de ella. A estos últimos nada les impide que se conviertan de otro modo en cautivos de la magia de los nombres, por poco que aquella fuerza (religiosa, política u otra) decida apoderarse de ellos.

Es entonces cuando el problema del nihilismo encuentra al de la transmisión y la transferencia de las generaciones. En el texto de Scholem, la inquietud por saber lo que sucederá con los "hijos" condenados a una lengua de la cual la magia se les escapa, pero que podría atraparlos, no sin destrucción, determina y alarma la reflexión:

Esta lengua sagrada con la que alimentamos a nuestros hijos ¿no constituye un abismo que no dejará de abrirse un día?

[...]

Si transmitimos a nuestros hijos la lengua tal y como nos ha sido transmitida, si nosotros, generación de transición, resucitamos para ellos el lenguaje de los libros antiguos para que pueda revelarles de nuevo su sentido, ¿no es posible que la fuerza religiosa de este lenguaje se vuelva violentamente contra los que lo hablan? Y el día en que se produzca esta explosión, ¿cuál será la generación que sufra sus efectos?

[...]

En realidad, son nuestros hijos, ellos, que ya no conocen otro idioma, ellos y sólo ellos, los que deberán pagar el precio de este encuentro que les hemos preparado, sin habérselo preguntado, sin habérnoslo preguntado a nosotros mismos (203-204).12

¿Cómo se transmite una lengua? ¿Con qué aseguramos la transmisión de ella o con ella? Y sobre todo, ¿cómo influye todo esto sobre el porvenir de "nuestros hijos", de qué somos deudores y responsables? Toda la fuerza de la inquietud de Scholem —su rechazo a suscribir cualquier forma de auto-satisfacción— reside en estas preguntas. Si bien es cierto que toda herencia supone la posibilidad de una pérdida, ¿qué nos arriesgamos a perder legando la (nuestra) lengua a nuestros hijos? La respuesta es inapelable: nos arriesgamos a abandonarlos a las palabras que serán para ellos (pero solamente para ellos) vacías (provisionalmente) de su sentido y que se prestarán a todo tipo de reapropiación. Puesto que los nombres existen (y están llenos de sentido y "rondan nuestras frases"), no pueden abandonarse a merced de aquellos que se imaginan, a la ligera, que es fácil y no tiene consecuencias hacerlos hablar.

 

III

Todo esto vale en el hebreo y para el hebreo. Los riesgos son aún mayores cuando los nombres son los de una lengua, recuerda Scholem, en el corazón en el que "no dejamos de evocar a Dios de mil formas —haciéndolo volver así, en cierta forma, a la realidad de nuestras vidas" (Scholem, "A propósito", 205). En el texto de Scholem, aquello que se refiere a la venganza de la lengua, a su inversión contra aquellos que la profanan hablándola, se debe a que se trata de "la lengua sagrada". Sin embargo, ¿acaso aquello que hemos dicho sobre la transmisión y la herencia no puede retenerse a propósito de las lenguas profanas? La hipótesis que intentaremos desarrollar, en lo que sigue, sostiene que, al menos para Rosenzweig, esto no es posible. Sin duda todo separa, en La estrella de la redención, a la primera (eterna e inapropiable) de las segundas (mortales y rivales).13 Mas la respuesta no es unívoca. Esta no podría pensarse, en efecto, independientemente de un libro (la Biblia) y del destino de sus traducciones.

La pregunta que nos guía es en efecto: "¿cómo heredamos de las lenguas?" —no de una lengua en particular, ya sea sagrada, sino de su pluralidad, es decir, de aquello que acontece entre ellas y ocurre entre una y otra. Es por ello que el problema de la herencia (o de la transmisión) es también y al mismo tiempo (indisociablemente) el de la traducción. De este entrecruzamiento podemos decir que pocos pensadores en el siglo xx comprendieron la gravedad de lo que aquí está en juego tanto como Rosenzweig. No solo porque, como sabemos, tradujo la Biblia al alemán junto con Buber, así como los himnos y poemas de Jehuda Halevi; sino también porque toda su concepción del lenguaje está guiada por una reflexión sobre la traducción.

Quien habla traduce su pensamiento a eso que espera sea comprendido por otro, y por cierto no otro genérico y virtual, sino eso otro bien definido, el que tiene ante sí y cuyos ojos se abrirán o cerrarán según el caso. Quien oye traduce palabras que resuenan en su oído, en su intelecto, o dicho concretamente: en el lenguaje de su boca. Cada uno tiene su propio idioma. O más bien, si todo hablar no fuera ya dialógico, si hubiera en verdad un hablar monológico (como al que se creen con derecho los lógicos, esos monológicos en potencia), cada uno tendría su propio idioma (Rosenzweig, "La Biblia y Lutero", 343).14

Toda palabra es traducción de aquel que habla hacia aquel que lo escucha, y de aquel que escucha en respuesta a su llamado —como lo recordará Derrida, mucho tiempo después de Rosenzweig, subrayando a su vez (mas la cita que precede no dice otra cosa) que el monolingüismo es siempre "monolingüismo del otro".15 Ella no vincula jamás, solo debería vincular, aunque se dirija a muchos, únicamente singularidades. La esencia del lenguaje reside en su esfuerzo asintótico hacia la singularidad. Recibir una lengua como herencia y hablarla es (y debería ser siempre), contra toda imitación, recitación o reproducción mecánicas, disponer de un infinito conjunto de posibilidades para inventarse en este esfuerzo de traducción proveniente del otro y en dirección al otro. Uno no hereda de una lengua para balbucear indefinidamente frases hechas. Y sin embargo, sabemos que esta invención puede estar comprometida y que sucede, en todos lados y en todo tiempo, que hablamos sin que nada sea traducido —que no hablemos (más), o dicho de otro modo, que hablemos por nada. Esta nada, esta nulidad de la traducción, es la propensión usual de todos los usos comunicativos y convencionales del lenguaje —y es otra forma de nihilismo.

El punto que vincula la herencia y la traducción es aquel de las condiciones de posibilidad de la existencia y del compartir las singularidades como singularidades. En la cita anterior se acentúa la atención que pone Rosenzweig en el lugar de aquel que habla y del que escucha, con los ojos hacia arriba o hacia abajo, en lo propio de la boca y en lo propio de la escucha. Ella inscribe al pensamiento de Rosenzweig en el corazón de una constelación donde se reúnen los nombres de Buber, Kafka, Celan, Levinas y Derrida. Hablar, traducir, es hacer posible lo imposible; porque es necesario. Si bien el lenguaje solo trata de generalidades, cada acto de palabra nos somete a la doble prueba de una singularidad irreductible: aquella(s) de aquel (aquellos) que habla(n) y aquella(s) de aquel (aquellos) a quien (quienes) él (ellos) se dirige(n) —contra toda equivalencia generalizada.

Si todo hablar es traducir, entonces la conocida y aceptada imposibilidad teórica de la traducción sólo puede significar para nosotros lo mismo que lo que todas las imposibilidades teóricas que se reconocen ante la vida y desde una perspectiva muy infantil significan luego en la vida misma: en los compromisos "imposibles" y necesarios ["unmöglichen" und notwendigen Kompromissen], cuyo transcurrir llamamos vida, habrán de darnos el valor de la modestia que exige para sí no aquello consabidamente imposible, sino aquello que se impone como necesario (343).16

Mas, ¿en qué consiste esta exigencia de "compartir las singularidades" (que sería la condición longitudinal de una "salida del nihilismo") que radica, por una parte en la herencia y la transmisión de la pluralidad de las lenguas, y por otra parte en la traducción de la Biblia en lenguas profanas? La respuesta a esta pregunta supone que comprendamos dos cosas: primero, aquello que advino (y aún adviene) a cada una de ellas en y por la traducción (comenzando por la de la Biblia), luego los recursos específicos que la invención de la singularidad extrae de estas mismas lenguas. 1) En cuanto a la traducción interlingüística, debemos decir en principio que ella constituye una parte ineludible de su pasado. En las lenguas que heredamos siempre hubo algo ya traducido. Es por ello que nada es más ilusorio que querer ajustarlas a una identidad nacional cerrada en ella misma, hermética a toda proveniencia exterior. Solamente un "loco egoísmo" podría pretenderlo, recuerda Rosenzweig. Sin embargo, no por ello todas las cosas traducidas se valen. Nada sería más reductor y simplista, contrario a la vida de las lenguas, que suponer su equivalencia. Por el contrario, la historia de cada una de ellas está hecha de esos momentos de excepción, cuando por el sesgo de una obra singular, dos lenguas (y dos pueblos) se encuentran. Se produce entonces un "matrimonio sagrado", explica el autor de "La Biblia y Lutero". No siempre es cuestión de la primera traducción (y sin duda tampoco de la última) de la obra en cuestión, sino de aquella gracias a la cual una generación, apropiándose del libro, logra dar el paso que la hace salir de sí misma, y cuya huella podrá transmitir a las generaciones venideras. He aquí lo esencial que descompone toda apropiación nacional (o nacionalista) de la lengua: cuando heredamos de una lengua, lo hacemos también de la memoria de ese "momento histórico absolutamente único" que nos es transmitido, incluso si no tenemos consciencia de él. Asimismo, aquello que consideramos (y celebramos) como la expresión más clásica —por ejemplo la de Goethe, para el alemán— es tributaria (como todo clasicismo) de un momento específico.17

Un día ocurre el milagro del matrimonio entre los espíritus de ambas lenguas. Ocurre no sin preparación. Recién cuando el pueblo receptor, por su propio deseo y en sus propias expresiones, se acomoda al pulso de la obra extraña, o cuando la recepción no ocurre por curiosidad, interés, exigencias de la educación, incluso por placer estético, sino en la amplitud de un movimiento histórico, recién entonces ha llegado el tiempo para un tal "hierós gamós", para un "matrimonio sagrado" semejante (350-351).

Pero entonces, si tal es el lazo entre la herencia de la pluralidad de las lenguas y la traducción, ¿en qué radica la singularidad de la Biblia? ¿Cómo pudo la Biblia de Lutero constituir (y permanecer aún en la memoria del pueblo) este "momento histórico absolutamente único"? Esto radica, explica Rosenzweig, en la manera en que Lutero tradujo. Por regla general, se sometió a la lengua de sus lectores, privilegió el movimiento que vuelve al original disponible para aquellos a quienes la traducción se destina. No tuvo otro objetivo que hacer el libro sagrado accesible a la mayoría en otra lengua, o mejor aún, en la lengua de los otros. Y sin embargo, como toda regla, esta tuvo sus excepciones —y estas son las que cuentan y tienen todo el peso en la historia, espiritual y afectiva, de la lengua—. Sucedió, he aquí lo que se nos transmite, que Lutero experimentó "la necesidad de dar cabida a la lengua hebrea en alemán" (346).18 En los textos del autor de La estrella de la redención, consagrados a la relación entre las dos lenguas (la sagrada y la profana), la expresión, que es de Lutero, es recurrente. Ella expresa que si esta traducción de la Biblia (y ninguna otra) pudo constituir un "momento absolutamente único", es primero y antes que nada en virtud de las fulguraciones de este libre juego.

2) Toda la cuestión radica entonces en saber cuándo y por qué razones su necesidad se imponía. Este es, sin duda, el punto más decisivo del ensayo de Rosenzweig —aquel que da a sus reflexiones sobre la traducción de la Biblia una dimensión que pocos textos consagrados al lenguaje han logrado—. Se trata, en efecto, de aquello que "pliega" la lengua a una petición (una plegaria), siempre singular, de enseñanza y de consolación. Todo lo que hemos dicho antes sobre la imposible necesidad para la lengua de responder a una doble singularidad, adquiere el sentido de una conminación. No heredamos de las lenguas para satisfacer las necesidades de la comunicación (al menos no esencialmente ni primeramente), sino para "ser enseñadas" o enseñarlas nosotros mismos y para ser consolados o consolar cuando sea nuestro turno. Todo aquello que se refiere a las necesidades más comunes de la existencia, la lengua alemana podía proveerlo. Pero cuando era cuestión de aquello que toca lo esencial —es decir, a la necesidad de saber y al desamparo— el movimiento de la traducción debía invertirse y era la otra lengua (la lengua de origen, la lengua sagrada, esta lengua cargada de nombres llenos de sentido, como Scholem diría) la que debía preceder.

¿Dónde empieza ahora, en opinión de Lutero, la necesidad de "dar cabida a la lengua hebrea"? Cuando lo dicho es importante y ha sido enunciado para nosotros, para nuestra conciencia, cuando en suma las Sagradas Escrituras son para el cristianismo de hoy expresión cálida y viva de la palabra de Dios, de su enseñanza, de su consuelo (346).19

¡Sin duda! Comprendemos fácilmente cómo esta herencia se impone como evidencia a los ojos, a los oídos y a la boca de los creyentes. Pero, ¿qué es de los otros —qué ocurre con aquellos que no creen (o ya no creen más)? ¿En qué podría concernirles una transmisión tal? ¿Acaso no es precisamente lo contrario de aquello que la secularización del hebreo intenta acreditar: la depuración de la lengua destinada igualmente a aquellos que tienen fe como a aquellos que no la tienen? ¿Querrá decir entonces que estos últimos no precisan ni de enseñanza ni de consolación, o que la encuentran en otra parte? ¿Qué significan para ellos la Biblia y los efectos de su traducción en y sobre la lengua? ¿Nada? Desde el inicio de estas reflexiones alrededor y a partir de los textos de Rosenzweig consagrados a las lenguas, el nihilismo, del cual Nietzsche ya había identificado los síntomas más convincentes con respecto a las lenguas (y especialmente en cuanto a sus apropiaciones nacionales) es el horizonte. Estamos a la búsqueda de aquello que podría abrir la posibilidad de un sentido para nuestra relación con la lengua. Este llamado del sentido se hace escuchar aún más, puesto que el Libro sagrado no se impone con el auxilio de su Iglesia

¿Cómo nos habla la Biblia en estas condiciones? Uno de los puntos más significativos de "La Biblia y Lutero" es que intenta aportar una respuesta a esta pregunta, apoyándose en el poder mágico de los nombres: la magia que irrumpe en su enseñanza y su consolación en tiempos de desolación. Lo que está en juego, por decirlo así, es la posibilidad para esta magia de ser nuevamente "hablante", a contrapelo de toda reverencia convenida a una traducción de las Escrituras, convertida en patrimonio nacional cultural —de suerte que ella no se deja encerrar ni en "la insignia consagrada de una iglesia" ni en "el santuario que es la lengua de un pueblo"—, escapando así a la satisfacción de sus pretendidos propietarios. Así es como se hace escuchar el llamado de una nueva traducción:

¿No queda claro que sobre la base de tales creencias las Escrituras deben ser leídas de otra manera y por tanto también transmitidas de otra manera que como Lutero las leyó y transmitió? ¿No debe aquel fundamento que Lutero propuso, el de a veces dar cabida a la lengua hebrea y ampliar la alemana hasta que se familiarice con las palabras hebreas, ahí donde se trata de la "enseñanza" y el "consuelo de nuestra consciencia", no debe ese fundamento postrarnos con renovada reverencia ante la palabra, a nosotros, que no sabemos a partir de qué palabra fluirán la enseñanza y el consuelo, y que creemos que algún día podrán abrirse las fuentes ocultas de la enseñanza y el consuelo desde cada palabra de este libro? Una reverencia que necesariamente renovará nuestra lectura, nuestra comprensión, y por lo tanto nuestra traducción (357).20

Todo lenguaje es traducción —mas traducir también quiere decir retomar y continuar la tarea que consiste en mantener (como se mantiene una llama) el poder mágico de los nombres. Al igual que Benjamin, cuyos análisis son a menudo cercanos a los suyos, es en los escritos que acompañan o prologan su trabajo de traductor donde Rosenzweig expone la teoría. Ya se trate de la Biblia o de los escritos de Yehuda Halevi, estos tienen como hilo conductor común rechazar toda reflexión y toda práctica de la traducción que sea comprendida como asimilación y adaptación. Asimilar o adaptar significa necesariamente nivelar, reducir aquello que distingue a las lenguas (pero también aquello que las une, aquello que vincula a unas con otras) a nada —adecuar su extrañeza para las necesidades superficiales de la comunicación—. Sin embargo, es exactamente todo lo contrario lo que precisamos. Nuestra demanda de enseñanza y consolación se alimenta en la medida en que encontramos en las palabras el auxilio que esta necesidad consume. Es preciso que atravesemos la diferencia de las lenguas, porque es el único medio que tenemos para arrancar a las palabras de sus superficies y volverlas a dotar de poder. Lo que entonces descubrimos no es ni más ni menos que la unidad de todo lenguaje humano —descubrimos que las lenguas valen más que los intereses y los cálculos para los cuales las utilizamos—. ¿Qué valen ellas? ¿Qué vale su diferencia? Antes que todo esto, sumergiéndose "en el estrato de las raíces léxicas, las superficies que mencionamos como separadas se encuentran juntas, y en un estrato más profundo, el del sentido raíz, el de la sensualidad raíz" (366)21 —aquello que toda traducción exige— es manifiesto que todas participan (en eso radica su unidad) en un mismo diálogo que se retransmite de una a otra: el diálogo de la humanidad con ella misma. ¿Por qué heredamos de las lenguas, por qué leer y por qué escribir? Porque no existe invención ni manera de compartir la singularidad, fuera de este diálogo infinito. Con la Biblia, escribe Rosenzweig, "el diálogo humano surgió" (lo que no quiere decir que sepamos en qué momento comenzó todo esto) —diálogos que se prosiguen puntuados de traducciones—. Sabemos que nada es más frágil y nada está más expuesto; no podemos ignorar (ahora menos que nunca) que las fuerzas (políticas, religiosas, industriales, entre otras) que trabajan para su interrupción son indefinidamente reproducibles —pero sabemos, también, (es nuestra fe, diría Rosenzweig) que de generación en generación no nos inventamos en el tiempo de otro modo— y que no tenemos nada mejor para transmitirnos los unos a los otros, de una lengua a otra:

Dije al comienzo que todo hablar es traducir. Y el diálogo humano surgió con este libro. En este diálogo hay, entre dichos y contradichos, medios milenios, milenios enteros [...] Ante los nuevos enunciados del diálogo siempre hay una traducción: la traducción a la lengua de la tragedia, la traducción a la lengua del corpus juris, la traducción a la lengua de la fenomenología del espíritu. Cuándo llegará ese diálogo a su fin, no lo sabe persona alguna; tampoco nadie supo cómo surgió. De modo que ni la indignación ni la sabihondez de nadie pueden ponerle fin, sino sólo la dignidad y la sabiduría de aquello que originó el diálogo (369).22

 

REFERENCIAS

Derrida, Jacques, El monolingüismo del otro o la prótesis del origen, trad. Horacio Pons, Buenos Aires, Manantial, 1997 [Le monolinguisme de l'autre, Paris, Galilée, 1996]         [ Links ].

––––––––––, "Les yeux de la langue", en Cahiers de l'Herne, 83 "Jacques Derrida", Marie-Louise Mallet y Ginette Michaud (dir.), Paris, Cahiers de l'Herne, 2004, 473-493.         [ Links ]

Mosès, Stéphane, El ángel de la historia: Rosenzweig, Benjamin, Scholem, Madrid, Cátedra, 1997 [L'ange de l'histoire: Rosenzweig, Benjamin, Scholem, Paris, Seuil, 1992]         [ Links ].

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Notas

Traducción del francés de Miriam Jerade

1 Este artículo fue publicado inicialmente como "L'héritage des langues", en Les Etudes philosophiques, Nouvelles lectures de Rosenzweig, 2009-2 (avril), 229-240.

2 Rosenzweig, "Néohébreu?", en L'Ecriture, le verbe et autres essais, trad. J. L. Evard Paris, Presses Universitaires de France, 1998; "Neuhebräisch?", en Der mensch und sein Werk, Gesammelte Schriften. Tome III. Zweistromland, kleinere Schriften zu Glauben und Denken, Dordrecht, Martinus Nijhoff Publishers, 1984, 725. No se encontraron traducciones al español de este texto de Rosenzweig, por consiguiente, hemos traducido los párrafos citados del francés [N. del T].

3 "Neuhebräisch?", 725. Las citas textuales en el cuerpo del artículo corresponden a la versión en español seleccionada por la traductora. En las notas a pie figuran las referencias correspondientes a las ediciones en francés y en alemán.

4 "Neuhebräisch?", 725.

5 "Neuhebräisch?", 726.

6 "Neuhebräisch?", 726.

7 "Neuhebräisch?", 726.

8 La traducción y el comentario de Mosès aparecieron inicialmente en: Archives de sciences sociales et religieuses, 1985, núm. 60-61. Fueron retomados en L'Ange de l'histoire, chapitre 9, 239-259.

9 El ensayo de Derrida fue publicado en los Cahiers de l'Herne, num.. 83 Jacques Derrida, bajo la dirección de Marie-Louise Mallet y Ginette Michaud, Paris, 2004, 473-493. El texto está dividido en dos partes intituladas respectivamente: "El abismo y el volcán" y "Secularizar la lengua. El volcán, el fuego, las Luces".

10 Hemos alterado la traducción al español, que dice "a menos que sacrifique el propio lenguaje". Stéphane Mosès no utiliza la palabra en francés "langage" sino "langue" [N. del T].

11 Scholem, "A propos de notre langue", 239.

12 Scholem, "A propos de notre langue", 239-240.

13 Véanse a este respecto los pasajes (ellos solos ameritarían un largo estudio) que Rosenzweig ahí consagra a "la lengua sagrada", en el primer libro ("El fuego o la vida eterna") de la tercera parte de La estrella de la redención (L'Etoile de la Rédemption, 420-422). Véase igualmente el comentario que sobre ellos hace Derrida en Le monolinguisme, 92-100.

14 "L'écriture et Luther", 55-56; "Die Schrift und Luther", 74.

15 Cfr. Derrida, El monolingüismo del otro (Le monolinguisme de l'autre).

16 "L'écriture et Luther", 56, "Die Schrift und Luther", 749.

17 Cfr. Rosenzweig, "Comment la Bible hébraïque", 83-86; "Unmittelbare Einwirkung der hebraischen Bibel", 773-775: "Seule la Bible de Luther rendit possible la renaissance de notre langue dans la seconde moitié du xvin ème siècle" [Únicamente la Biblia de Lutero hizo posible el renacimiento de nuestra lengua en la segunda mitad del siglo XVIII ].

18 "Comment la Bible hébraïque", 63; "Unmittelbare Einwirkung der hebraischen Bibel", 755-756.

19 "Comment la Bible hébraïque", 59; "Unmittelbare Einwirkung der hebraischen Bibel", 752.

20 "Comment la Bible hébraïque", 69; "Unmittelbare Einwirkung der hebraischen Bibel", 761.

21 "Comment la Bible hébraïque", 79; "Unmittelbare Einwirkung der hebraischen Bibel", 771.

22 " Comment la Bible hébraïque", 81-82; "Unmittelbare Einwirkung der hebraischen Bibel", 771-772.

 

Información sobre el autor

Marc Crépon. Investigador del CNRS, Archivos Husserl, École Normale Supérieur y profesor invitado de la Universidad Northwestern. Su trabajo se ha consagrado a la cuestión de la lengua y de las comunidades, en vistas a una crítica del nacionalismo y del consentimiento a la violencia. Ha traducido obras de Rosenzweig y de Nietzsche. Ha publicado: Les Géographies de l'esprit, Le Malin génie des langues, Les Promesses du langage: Benjamin, Rosenzweig, Heidegger, L'Imposture du choc des civilisations, Nietzsche: L'art et la politique de l'avenir, La Philosophie au risque de la promesse (ed. en colaboración con Marc de LaunayJ, Terreur et poésie, Langues sans demeure, De la démocratie participative: fondements et limites (con Bernard Stiegler), Vivre avec la pensée de la mort et la mémoire des guerres. Actualmente prepara un libro sobre el consentimiento a la violencia.

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