El presente número de la revista Andamios dedica una entrevista especial al distinguido antropólogo y sociólogo Didier Fassin, quien actualmente lidera la School of Social Science del prestigioso Institute for Advanced Study en Princeton y es director de estudios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París. El foco de la entrevista esta puesto en tres dimensiones del trabajo de Didier Fassin: su singular trayectoria y práctica de investigación; su visión de unas ciencias sociales atentas a las formas emergentes de desigualdad e injusticia social; y el involucramiento de su obra en la empresa científica para comprender, bajo una perspectiva crítica, las imbricaciones entre moral y política que tienen lugar en el mundo contemporáneo.
Didier Fassin ha conducido investigaciones de campo en Senegal, Ecuador, Sudáfrica y Francia. Formado como médico en medicina interna y salud pública, dedicó sus primeras investigaciones a la antropología médica, iluminando dimensiones importantes de la epidemia del sida, las disparidades de mortalidad y salud global. Recientemente, el profesor Fassin ha impulsado el desarrollo de la antropología moral crítica, donde explora el significado histórico, social y político de las formas morales involucradas en los juicios que cotidianamente guían las acciones de individuos e instituciones. Su interés en el humanitarismo y su involucramiento en la organización Médecins Sans Frontières ha dado nacimiento a un programa de investigación sobre nuevas formas de intervencionismo global, el cual ha prolongado su trabajo anterior sobre políticas de la vida.
Atento a los cambios en las ideologías de lenguaje, al significado de categorías claves para nuestra comprensión del mundo contemporáneo y de sus consecuencias para las políticas sociales, los trabajos de Didier Fassin han analizado la reformulación de la injusticia como sufrimiento, la violencia como trauma, y la resistencia como resiliencia mediante estudios empíricos realizados en diversos contextos internacionales de conflictos y desastres. En uno de sus más recientes proyectos explora —con el apoyo del European Research Council— cómo inmigrantes, refugiados y otras “minorías” son tratados en Francia. Movilizando una metodología que toma las instituciones de la policía, la justicia y la cárcel como sitios de articulación entre políticas públicas, discursos y prácticas cotidianas de los agentes, Didier Fassin propone una antropología política y moral del Estado y reflexiona sobre la contribución de la etnografía a la profundización de la democracia.
–Giovanna Bacchiddu: Voy a formular tres preguntas para empezar esta conversación. ¿Cómo pasó de la medicina a las ciencias sociales y cuáles fueron los principales factores que en su trayectoria profesional lo llevaron a ser antropólogo? Mi segunda pregunta es: ¿de qué manera sus experiencias de vida han determinado sus problemas de investigación, por ejemplo, el tema de la configuración de la moral y las desigualdades en salud? Y la tercera pregunta se refiere a ¿cuáles han sido los autores y las corrientes intelectuales que más lo han influenciado en su trabajo de investigación?
–Gracias por su invitación. Mi transición de la medicina clínica a las ciencias sociales puede ser leída, retrospectivamente, como inscrita en lo que inicialmente había orientado la elección de mis estudios. De hecho, cuando tenía 16 años, la guerra de liberación de lo que se convertiría en Bangladesh era, quizá, el primer conflicto mundialmente televisado que, al mismo tiempo, daba lugar a la primera intervención militar humanitaria de la época contemporánea, a saber, la India contra Pakistán. En aquel tiempo yo me interesaba sobre todo en la literatura, pero la medicina me parecía como una suerte de urgencia y necesidad. Yo era de una familia obrera, crecí en viviendas sociales (HLM), y el ethos de ese medio me conducía, más bien, hacía lo concreto y útil. De modo que estudié medicina y, una vez convertido en médico, comencé a ejercer en los hospitales franceses. Pero cuando la ocasión se presentó, me fui a la India y trabajé como responsable médico de Home for the Dying Destitutes de Calcuta. Esta experiencia que me condujo al origen de mi vocación paradójicamente fue también la que me alejó, porque me hizo darme cuenta de que no tenía sentido cuidar y, a veces, sanar a los pacientes que eran luego devueltos a la calle, en donde volvían a encontrar las condiciones materiales y sanitarias que les habían hecho enfermar. Sobre todo, el descubrimiento de la sociedad bengalí me expuso a dos elementos que eran para mí nuevos: por una parte, la diferencia cultural de un mundo de tradiciones milenarias y, por otra, las desigualdades sociales profundas con una parte de la población que vive en condiciones de privación extrema. Me parece que estos dos elementos determinaron mi interés algunos años más tarde por la antropología social tal como se la practica en Francia, muy diferente de la antropología cultural como se enseña en Estados Unidos.
Pero antes de aquello, entre la medicina clínica y las ciencias sociales, ejercí la salud pública en Túnez, desarrollando allí programas de detección de fiebre reumática, la cual era entonces la principal causa de mortalidad de los jóvenes. Esta práctica profesional, aunque me parecía más coherente con mi idea original, ya que involucraba a colectividades y se dirigía a prevenirlas, me frustraba, porque no permitía comprender las causas profundas de los problemas de salud. Las soluciones que aportaba eran técnicas y las dimensiones históricas y políticas permanecían en la sombra. Fue entonces cuando supe de la existencia de una disciplina de la cual yo ignoraba hasta el nombre: la antropología. Me inscribí en máster en la Sorbonne con George Balandier, y pude apreciar el hecho de que su estudio de África no era estrictamente cultural sino también histórico y político, integrando la situación colonial. Luego lo seguí en el marco de la École des Hautes Études en Sciences Sociales para llevar a cabo mi investigación doctoral en Senegal, la cual se centró en las prácticas terapéuticas y sociales alrededor de la enfermedad en los barrios periféricos de Dakar.
La cuestión moral llegó mucho más tarde. Durante una década, de regreso a Francia, conduje estudios sobre migrantes, refugiados, desempleados, luego trabajé en lo humanitario en Palestina y Venezuela, y más tarde realicé investigaciones sobre el sida en África central y austral. Al revisar el conjunto de estos trabajos, particularmente en el marco de mis seminarios, me di cuenta de que detrás de la dimensión política de los fenómenos que estudiaba había también un componente moral que incluía los valores, las normas y los afectos que eran movilizados en torno a estas poblaciones y a sus problemas. La manera de representar, de calificar y de interpretar a estas poblaciones y a estos problemas implicaba juicios y acciones morales. Pero también me daba cuenta de que la presencia misma del antropólogo tenía implicaciones morales, a menudo desconocidas u ocultadas por los investigadores, ya sea en la elección de los temas de investigación, de las perspectivas teóricas adoptadas e incluso de los métodos empíricos utilizados. Nada es moralmente neutral en el espacio político, ni las operaciones intelectuales por las que se nombran y se aprehenden las cuestiones. Por ejemplo, he intentado mostrar que traducir las desigualdades en términos de sufrimiento social o la violencia en términos de traumatismo psíquico hace volver a considerar estos problemas desde un punto de vista individual y a inscribirlos en el espacio del cuerpo físico o mental.
En cuanto a los autores que han ejercido la mayor influencia en mi forma de pensar, diría primero que, como muchos otros, tuve una suerte de revelación de la antropología leyendo Tristes trópicos. Esto no porque sentía realmente una afinidad teórica con el pensamiento de Claude Lévi-Strauss, sino porque me abría horizontes completamente nuevos sobre la manera de responder a preguntas que me había planteado en India y en Túnez. Sin embargo, los dos autores que más han influido en mi formación intelectual son sin duda Pierre Bourdieu y Michel Foucault. Del primero, he tomado el análisis de los mecanismos de producción y reproducción de las formas de dominación y, por tanto, de los juegos de poder y desigualdad. El segundo me ha llevado a comprender de otro modo la política, vislumbrándola a través del biopoder: la acción sobre las poblaciones, la gubernamentalidad y, por consiguiente, las técnicas finas de intervención sobre sí mismo y los otros. Desde luego, a medida que mis investigaciones avanzaban y que mis problemáticas se desmultiplicaban, aquello me condujo a descubrir otros autores, como Max Gluckman y Marc Augé en antropología, Norbert Elias y Ervin Goffman en sociología, Walter Benjamin y Hannah Arendt en filosofía. En realidad, creo ser bastante ecléctico, menos propenso a situarme en la estela de un solo maestro, y más inclinado a tomar elementos prestados de diversos y, a veces, heterodoxos autores.
–Ángel Aedo (A. A.): Mi pregunta concierne a la cuestión humanitaria y busca ofrecer una clave de lectura para los lectores que en Latinoamérica están abordando investigaciones sobre esta materia. ¿En qué consiste la razón o la racionalidad del gobierno humanitario? ¿Cómo y en qué lugares se articula? ¿Cuáles son sus principales características de funcionamiento?
–El gobierno humanitario es para mí una forma de administración de las poblaciones por medio de la movilización de sentimientos morales y particularmente de la compasión hacia aquellos que son afectados por las desgracias del mundo, se trate de terremotos, guerras, epidemias, hambruna o miseria. Por lo tanto, el término gobierno es empleado en el sentido de Foucault, como un conjunto de principios y técnicas que operan sobre los cuerpos, y no solamente como una reunión de ministros. Lo humanitario va igualmente mucho más allá del perímetro habitual defendido por las organizaciones no gubernamentales, ya que es un calificativo que también es reivindicado por los Estados, incluso para justificar sus intervenciones militares. La razón humanitaria tiene una larga historia que se remonta a finales del siglo XVIII, particularmente con la movilización contra la esclavitud, pero su entrada en política propiamente es más reciente, hace a penas medio siglo, con —entre otras— la creación de grandes organizaciones no gubernamentales y la generalización de un lenguaje humanitario por parte de los Estados, tanto a nivel local, en la gestión de la pobreza, como en las relaciones internacionales, especialmente en las situaciones de conflicto.
El enfoque crítico de la razón humanitaria tal como he tratado de desarrollarlo no se sitúa al nivel de las intensiones de los agentes. Habiendo yo mismo trabajado en varias organizaciones humanitarias, colocado una consulta para pacientes sin protección social y sido vicepresidente de Médicos sin fronteras, conozco la dedicación y en ocasiones el valor de muchos de estos agentes. Mi crítica es de una naturaleza muy diferente. Procede en cierta forma en dos tiempos distintos. Primero, se trata de desnaturalizar lo humanitario. Existe, en efecto, una tendencia a considerarlo como evidente por sí mismo, ya que es naturalmente una cosa buena. Se requiere, por el contrario, recordar que se trata de una realidad histórica, de reciente adición, que es parte de una nueva configuración moral y política del mundo, y comprender su sentido. ¿Qué es lo que significa que la violencia sea hoy enunciada en el lenguaje del trauma, de la desigualdad y del sufrimiento? ¿Qué nos dice esto sobre el desplazamiento de lo estructural hacia lo individual, de lo social hacia lo psicológico? ¿Por qué se busca legitimar una operación militar o la acogida de refugiados en términos humanitarios en lugar de la razón de Estado en el primer caso y del derecho internacional en el segundo? Entonces, se trata de comprender las consecuencias de esta reconfiguración del espacio moral y político. Esto es lo que el trabajo etnográfico en particular permite realizar.
En una investigación que llevé a cabo sobre un movimiento de desempleados y de personas en situación de precariedad en Francia, quienes pedían la ayuda financiera del Estado debían justificarla en una carta en la que contaban sus desgracias a la administración; éste era un modo de transformar su demanda de justicia en espera de compasión. Asimismo, en la investigación que realicé sobre las acciones de las organizaciones humanitarias en Palestina, los psiquiatras y psicólogos mostraban que los habitantes de los territorios ocupados por el ejército israelí durante la segunda Intifada sufrían a menudo de traumatismo, lo que permitía sensibilizar a la comunidad internacional sobre su situación; la resistencia era recalificada como resiliencia; la opresión militar, en trastornos mentales, de este modo se eludía la dimensión política. En consecuencia, no se trata de criticar las acciones sino de tomar una perspectiva crítica sobre lo que ellas significan e implican, y preguntarse lo que se gana y lo que se pierde cuando se traducen los hechos sociales en el lenguaje humanitario. Cuáles son las voces y los discursos que ya no son audibles, especialmente en términos de justicia social y de la lucha política.
–Marjorie Murray (M. M.): Mi pregunta deriva también de lo que planteaba Ángel Aedo y usted ilustra a través de este gobierno humanitario, que sin duda es un fenómeno global en muchos sentidos. ¿Cómo ve usted este aterrizar del gobierno humanitario en contextos como el latinoamericano, con su desigualdad social? y, ¿cómo eso es posible, o cómo aquello converge o no, con la aparición de este sujeto neoliberal tan fuerte que está tomando forma en diferentes países de América Latina?
–Es una cuestión muy importante. No se debe pensar que los sentimientos morales son la propiedad exclusiva del mundo occidental. Por ejemplo, hay una tradición de caridad en el mundo islámico y de compasión en el budismo, y, en la China contemporánea, se observa un redescubrimiento reciente del confucianismo por el Partido Comunista, lo que es una manera de desarrollar una versión de la acción humanitaria arraigada en la cultura nacional. Sin embargo, existe una singularidad occidental que es a la vez genealógica e histórica. Por genealógico me refiero —en el sentido de Nietzsche— a las fuentes cristianas y, particularmente, católicas. No se trata sólo de caridad y compasión, a lo cual a menudo se las limita. Me parece que hay dos elementos fundamentales en los orígenes cristianos de la ética de lo humanitario. Por un lado, es la valoración de la vida humana como bien supremo lo que justifica tanto el imperativo de salvar a los otros y de ir hasta al sacrificio de sí mismo como lo hizo Cristo. Por otro lado, es el lugar central otorgado al sufrimiento, aquel de Cristo, el cual todavía sirve de referencia última. Pues bien, los dos fines esenciales de toda la labor humanitaria son salvar vidas y aliviar los sufrimientos. Existe toda una teología política de lo humanitario que se podría hacer para identificar las trazas de esta herencia cristiana, pero en el plano histórico, la originalidad de lo humanitario occidental, en comparación con otras formas de intervención generosa, es su expansionismo global. Uno de los rasgos fundamentales del mundo occidental moderno es la voluntad de extender su orden económico, religioso, político y moral al conjunto del planeta y, particularmente, a los llamados países subdesarrollados. Éste fue el caso de la colonización y de las misiones, más tarde fue el caso del fenómeno de los derechos humanos, y hoy es el caso con la idea de democracia. Lo humanitario forma parte de este expansionismo en su versión moral. La caridad musulmana y la compasión budista, por el contrario, son esencialmente locales, ellas se concentran en las comunidades a las cuales pertenecen las personas.
Para volver a su pregunta, es obvio que el gobierno humanitario encuentra un terreno propicio en América Latina, con la presencia histórica cristiana, sea ésta católica o más recientemente evangélica. Un espacio se abre a la razón humanitaria en este contexto, especialmente, porque lo humanitario viene a ser una respuesta consensual a la cuestión de las desigualdades sociales. Pero esto no sólo es un fenómeno latinoamericano, puesto que también se encuentra bajo otras formas en Estados Unidos, país en donde casi no existe solidaridad pública y que ocupa —según una encuesta internacional— el quinto puesto en el mundo por la generosidad privada. Allí, simplificando un poco, existe una actividad importante de filantropía pero hay muy poca presencia del Estado social. De hecho, el Estado apoya la práctica filantrópica mediante una política fiscal muy favorable a los donadores. El riesgo del gobierno humanitario, como respuesta al problema de los pobres, es el de mantener la existencia de un orden desigual en la sociedad y de legitimar de cierta forma este orden con soluciones que alivian las situaciones más terribles de la pobreza, sin criticar ni cambiar la estructura. Por consiguiente, resulta importante intentar imaginar una combinación entre una razón humanitaria que pueda ayudar a solucionar problemas urgentes y una visión de la solidaridad a largo plazo que resida no solamente en la filantropía o en la generosidad de algunos, sino que realmente logre fundarse en políticas sociales.
–A. A.: Pienso que hay un matiz importante que diferencia la generosidad, como práctica individual, y la solidaridad a la cual usted se está refiriendo, que engloba más bien un comportamiento social, el cual implica una organización social, política. En ese sentido podríamos decir que existe un efecto político en la noción de solidaridad que usted está movilizando, que se funda en un pacto social. Dado que en su último comentario abordó el tema de la genealogía en el ámbito de lo humanitario, me interesaría reenviar esa problemática ahora sobre su propio campo. ¿Cómo la moral ha llegado a constituirse como un objeto legítimo para la antropología? Con esta pregunta básica, estoy quizá proponiéndole una toma de distancia sobre este proceso de construcción disciplinario, asumiendo un sentido amplio de lo que significa disciplina en las ciencias sociales, es decir, fuerzas capaces de construir objetos, visibilizar temas, invisibilizar otros; en consecuencia, con lo humanitario emerge un tema, los objetos morales, que definen investigadores, espacios, recursos.
–Efectivamente, hasta hace poco la moral no era un objeto legítimo de la antropología. Esto es una paradoja, ya que, por un lado, se puede considerar que desde los orígenes de la disciplina los antropólogos han abordado cuestiones morales, en el sentido de que se han interesado en las normas y los valores de las sociedades y los grupos que han estudiado, pero, por otro lado, rara vez han nombrado la moral como tal, al menos hasta un periodo reciente. Una de las razones para esta reticencia se debe probablemente a la preocupación por evitar que el estudio de las cuestiones morales desemboque en formas de juicio moral.
El estudio de las cuestiones morales ha seguido dos líneas teóricas diferentes. El primer enfoque se basa en la tradición de Durkheim, cuyo último proyecto era la escritura de una obra titulada La moral. El fallecimiento de Durkheim impidió su término. Este enfoque considera la moral en la perspectiva de la ética de la obligación de Kant: los individuos obedecen a normas colectivas cuyo incumplimiento conlleva sanciones. De este modo, autores como John Ladd o Kenneth Read, en la década de 1950, se interesaron en los códigos morales de las sociedades navajo y gahuku-gama. El segundo enfoque, inspirado por Foucault, particularmente en la introducción de “El uso de los placeres”, se esfuerza por comprender la formación de sujetos morales por medio del trabajo ético que los individuos mismos ejercen, en referencia implícita a la ética de la virtud de Aristóteles. Este enfoque ha sido desarrollado sobre todo en torno a la religión. Así sucede con Talal Asad y Saba Mahmood, en sus estudios acerca del mundo musulmán; con James Laidlaw, con su análisis de las prácticas jainistas, y con James Faubion, mediante la investigación de una profetiza. Los dos enfoques son diametralmente opuestos, ya que, por una parte, se ve la moral como parte de los constreñimientos sociales, mientras que, por otra parte, se insiste en la libertad de los individuos para constituirse como sujetos morales. El trabajo de Michael Lambek, influido por la teoría de Austin, o de Veena Das, dialogando con la filosofía de Wittgenstein, se inscribe en la segunda línea: aquélla de una ética de lo cotidiano y de lo ordinario.
El enfoque que he desarrollado es bastante diferente. Primero, considero que la moral o la ética sólo se presentan bajo una forma pura en las doctrinas religiosas o los ejercicios filosóficos. En los estudios empíricos, particularmente en las investigaciones etnográficas, la moral y la ética son inseparables de las lógicas sociales, económicas, políticas, etcétera. Entonces, la moral y la ética se manifiestan en actos y discursos, y no preexisten a dichos eventos. En su realización concreta es, pues, necesario captarlos.
–M. M.: Me descuelgo de esa reflexión tan interesante hacia algo que incumbe particularmente a quienes se dedican a formar profesionales en el campo de las ciencias sociales y humanidades. Mi pregunta se refiere al límite entre la forma de distanciamiento necesario para la observación y el trabajo científico comprometido. Ésta es una problemática que los académicos en las ciencias sociales enfrentamos en el día a día. Me gustaría saber su punto de vista en ese sentido, ya que no es como enseñar otras disciplinas.
–Como lo ha enunciado Norbert Elias, la singularidad de las ciencias sociales con relación a otras disciplinas se basa en que el sujeto que estudia y el objeto estudiado pertenecen al mismo conjunto: seres humanos que estudian a otros seres humanos. Hay pues siempre una tensión entre el compromiso y el distanciamiento en nuestra investigación, lo que llama a un esfuerzo permanente de reflexividad. Concibo el trabajo crítico como una manera de responder a este desafío, el cual consiste en considerar lo que se da por sentado como el producto de una historia particular, dicho de otro modo, se trata de deshacernos de lo obvio. Éste es un ejercicio de distanciamiento que precisamente reconoce nuestro compromiso en la realidad que analizamos. No hay descripción o narración neutra a fortiori, no hay interpretación que no suponga una elección.
La etnografía constituye un enfoque particularmente interesante al respecto. Tomemos el ejemplo de la violencia policial en la que trabajé. El trabajo del antropólogo o del sociólogo no consiste en denunciarlas. No consiste tampoco en limitarse, como lo hacen numerosos colegas, al estudio de la manera en que las víctimas describen la violencia o en cómo la institución los sanciona. Se trata de mostrar que la definición legal —a saber, el uso injustificado o desproporcionado de la fuerza física— deja de lado una parte importante de la violencia, la cual es una violencia moral, que busca provocar a las personas mediante insultos racistas o xenófobos y humillarlos mediante controles, registros y detenciones sin razón y en público. Se trata también de establecer que los policías recurren a estrategias que buscan ocultar estas violencias haciéndolas aparecer como respuestas legítimas a agresiones y anulando las acusaciones posibles de parte de las víctimas por una acusación anticipada; éstos son los insultos, ultrajes y las rebeliones contra un agente depositario de la autoridad pública, cuyo número considerablemente ha aumentado en el curso de los últimos años. Estos dos elementos —la redefinición de la violencia y la puesta en evidencia de las estrategias para ocultarla— proceden de una etnografía crítica que permite hacer visibles los hechos que la policía se esfuerza en disimular. El trabajo de distanciamiento crítico permite así, paradójicamente, una forma eficaz de compromiso social.
Howard Becker, en un famoso artículo titulado “¿De qué lado estamos?”, dice que somos atacados por estar del lado de los dominados. En respuesta a esta crítica, observa que la descripción y la interpretación de los hechos sociales disponible corresponde generalmente a la versión oficial de los dominantes. El papel de las ciencias sociales es, pues, restablecer un equilibrio ofreciendo una descripción y una interpretación alternativa basada en el trabajo de investigación. No se trata de estar de un lado o del otro, sino de revelar los procesos por los cuales se hacen invisibles los mecanismos de dominación.
–A. A.: Por último, ¿qué entiende usted por ciencia social pública en general y por etnografía pública en particular? ¿Qué está pasando hoy en día, desde su propia experiencia, en el encuentro entre los etnógrafos y sus públicos? ¿Cuál es el valor, si es que lo hay, de una presencia pública de las ciencias sociales?, ¿qué lugar juega allí la crítica?
–El trabajo de las ciencias sociales es generalmente concebido en dos tiempos. En primer lugar está la investigación y el trabajo de terreno. Viene luego el análisis del material, la escritura. Lo que sucede después de que la investigación ha sido publicada bajo la forma de libros o de artículos se considera como una suerte de servicio de posventa que no merece mucho interés. Mi propuesta es hacer de la vida pública de las ciencias sociales una parte integral de la investigación: un tercer tiempo. Esta vida pública contiene aspectos muy diversos, desde el seminario con colegas hasta las intervenciones en la televisión, pasando por conferencias, columnas en periódicos, testimonios en tribunales, etcétera. Al hablar de etnografía pública no busco promover cierto tipo de interacción con el público, lo que quiero, sobre todo, es que reconozcamos este encuentro y que nos esforcemos en comprender sus apuestas. Por ejemplo, ¿cuáles son los problemas planteados por el hecho de deber reducir la complejidad del análisis de un problema desarrollado en decenas de páginas de un libro a una respuesta de un minuto a la pregunta de un periodista durante un programa de radio? o ¿cuáles son las implicaciones de la traducción de una investigación en recomendaciones solicitadas por una institución pública o una organización no gubernamental cuando el trabajo crítico supone precisamente no adoptar una posición normativa? No se trata de dar recetas o modos de empleo, sino más bien de reflexionar sobre las cuestiones levantadas por tales intercambios con públicos tan diversos.
Si no busco promover una antropología pública o una sociología pública, pienso, sin embargo, que es parte de la responsabilidad que tienen los investigadores en ciencias sociales de poner sus conocimientos y sus análisis a la disposición de los públicos que van más allá de sus círculos académicos habituales. En cierto modo es el pago de la deuda que contraen ante la sociedad que les ofrece la posibilidad de estudiarla. Al restituir a estos públicos la comprensión de los mundos sociales —de la policía, de la justicia y de la prisión, en mi caso—, los investigadores les permiten apropiarse de este conocimiento, de discutirlo, de criticarlo, de utilizarlo en sus proyectos políticos. En esto la etnografía participa en un proceso democrático de las ciencias sociales.
Selección de obras de Didier Fassin
2017 Punir. Une passion contemporaine, París: Seuil (en prensa).
2017 The Will to Punish, Oxford: Oxford University Press (en prensa) (traducción).
2015 L’Ombre du monde. Une anthropologie de la condition carcérale, París: Seuil, 614 p. (2017: segunda edición con nuevo epílogo).
2016 Prison Worlds. Ethnography of the Carceral Condition, traducción de Rachel Gomme, Cambridge: Polity Press, 388 p. (Traducción).
2015 Four Lectures on Ethics. Anthropological Perspectives (con Veena Das, Michael Lambek y Webb Keane), Chicago: Hau Books, 233 p.
2013 Juger, réprimer, accompagner. Essai sur la morale de l’État (et al.) París: Seuil, 415 p.
2015 At the Heart of the State. The Moral World of Institutions, traducción de Patrick Brown y Didier Fassin, Londres: Pluto Press, 288 p. (Traducción).
2011 La Force de l’ordre. Une anthropologie de la police des quartiers, París: Le Seuil (La Couleur des idées), 397 p. (2015: segunda edición con Nuevo epílogo).
2013 Enforcing Order. Ethnography of Urban Policing, traducción de Rachel Gomme, Cambridge: Polity Press, 287 p. (Traducción).
2013 La forza dell’ordine. Antropologia della polizia nelle periferie urbane, traducción de Lorenzo Alunni, Bolonia: La Linea, 351 p. (Traducción).
2016 La fuerza del orden. Una etnografía del accionar policial en las periferías urbanas, traducción de Andrea Sosa Varrotti, Buenos Aires: Siglo XXI, 333 p. (Traducción).
2010 La Raison humanitaire. Une histoire morale du temps présent, París: Hautes Études / Gallimard / Seuil, 358 p.
2011 Humanitarian Reason. A Moral History of the Present, traducción de Rachel Gomme, Berkeley: University of California Press, 336 p. (2012: Bateson Prize, Honorable Mention). (Traducción).
2016 La razón humanitaria. Una historia moral del tiempo presente, Buenos Aires: Prometeo, 396 p. (Traducción).
2017 La ragione umanitaria. Una storia morale del presente, traducción de Lorenzo Alunni, Roma: Derive Approdi (en prensa). (Traducción).
2007 L’Empire du traumatisme. Enquête sur la condition de victime (con Richard Rechtman), París: Flammarion (series La bibliothèque des saviors), 452 p.
2009 The Empire of Trauma. Inquiry into the Condition of Victim, traducción de Rachel Gomme, Princeton: Princeton University Press, 305 p. (2010: Douglass Book Prize for best book in the Anthropology of Europe). (Traducción).
2016 The Empire of Trauma. Inquiry into the Condition of Victim – Korean, traducción de Bomoon Choi, Seúl: Badabooks, 463 p.
2006 Quand les corps se souviennent. Expérience et politique du sida après l’apartheid, París: La Découverte (Armillaire), 442 p.
2007 When Bodies Remember. Experience and Politics of AIDS in South Africa, traducción de Amy Jcobs y Gabrielle Varro, Berkeley: University of California Press (series Public Anthropology), 365 p. (Traducción).
2016 Cuando i corpi ricordano. Esperienze e politiche dell’ AIDS in Sudafrica, traducción de Lorenzo Alunni, Lecce: Argo, 366 p. (Traducción).