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La ventana. Revista de estudios de género

versión impresa ISSN 1405-9436

La ventana vol.3 no.21 Guadalajara jul. 2005

 

En la mira

Una mujer no llora

Rita Ferro

Fierro, Rita. Una mujer no llora. Alba Editorial, Barcelona: 2001. pp. 94-99, Rodríguez Vera, Regina. Reproducción autorizada por la editorial,


Yo renacía en los brazos de Vasco, pensando que el sexo era una prueba irrefutable del genio de Dios. Podía vivirse con la misma expectativa de éxito o de fracaso, sin privilegios de educación, inteligencia, belleza, cuna o saldo bancario.

Pero necesitaba no malgastarlo porque el sexo era, de hecho, una dádiva.

Una dádiva por la fuerza que tenía para derribar fronteras y clases, por su autonomía, ya que no hacían falta maestros, por la virtualidad que contenía para semejarse al amor.

-Ésta ha sido la única perversión de Dios -aseguraba Mafalda-. La única: esconder el amor dentro del sexo.

Y así era.

Se realizan exactamente los mismos gestos, se dan exactamente los mismos besos a una persona que amamos que a una que tan sólo nos atrae.

Es quizá ese misterio lo que lo vuelve tan inexorablemente inevitable: el hecho de ser igual y diferente para todo el mundo, limitado e infinito, sagrado y sacrílego, húmedo y dulce, sudoroso y bestial, lúcido e insano, extenuante y siempre insuficiente.

Es reconfortante constatar, aunque al día siguiente nos repugne admitirlo, que somos capaces de besar, abrazar y estrechar con devoción a personas que nos son extrañas, personas que no son nuestras.

E incluso la más ardiente de las entregas, e incluso la más cruda de las palabras, por muy viciosa o sórdida que parezca, tiene siempre una candidez, una raíz infantil, alguna razón que, al ser vital, no es ni más ni menos importante que la razón propiamente dicha.

Y, en último término, seremos siempre merecedores de sus poderes terapéuticos, energéticos, profilácticos, alquímicos.

También porque el sexo genera personas de carne y hueso, primero pequeñas y después grandes, o primero grandes y después pequeñas, que es otro de sus misterios, pero no el mayor: el mayor son las pulsiones, la inspiración renovada por el latir del corazón, la fusión del alma con el espíritu y con la inteligencia artesanal de las caricias que se dan, el pudor y la liberación, los dos o tres escondrijos del cuerpo que nos permiten encontrar lo bello en lo grotesco, la pena en la violencia, la ternura en la prisa, y adorar todo eso de la misma forma ceremoniosa y paulatinamente voraz.

En la cama, lo único que queremos son personas de carne y hueso a nuestro lado, abandonadas, desarmadas, felices, olvidadas de sus trabajos y, por encima de todo, nuestras.

Dure lo que dure, nuestras.

Verdaderas o falsas, ignorantes o sabias, pero igualmente capaces y, en cualquier caso, siempre nuestras.

Probablemente sea únicamente en la cama donde la belleza puede ser irrelevante, la imperfección bella, la locuacidad innecesaria, la cultura vana, el poder ridículo.

En la cama, lo único que queremos es tener al lado a una persona que nos quiera.

Es posible que al día, al momento siguiente todo el mal reaparezca, todo nuestro egoísmo, nuestra crueldad, sarcasmo y oportunismo regresen intactos. Pero el día o el momento siguientes quedan tan lejos en esos instantes que no importa, nada importa, ni siquiera, como nos demuestra el mundo de antes y de después de la enfermedad, ni siquiera la muerte importa.

¡Ni siquiera el amor consigue cegar tanto!

El sexo es el abandono, la rendición, las paces con el mundo y con nosotros mismos, la compañía, el perdón y el desquite sin deseo de venganza. La paradoja de la posesión descarada o de la prepotencia máxima que no siempre provoca víctimas y que, a veces, hasta consuela.

Es tan grande, tan mágico, tan provechoso, que a través de él aprendemos a amar, a estimar, a leer, a conocer, a comprender y a perdonar la imperfección del mundo, la fragilidad de las personas y sobre todo la nuestra, y sólo por eso vale lo que vale: nos vale.

Y es tan reciente, el sexo.

Hace muy poco que ha pasado de los libros a los salones, de las películas a las conversaciones, de los hombres a las mujeres, de las casas a las calles, de la cama de los otros a la nuestra.

Parece incluso incomprensible que pocos se interesen en descifrar sus enigmas, en aprender sus trucos, en seguir las instrucciones de los manuales, o en hacer trampas con la ayuda de afrodisíacos o de variados adminículos, porque lo que está en cuestión somos nosotros, es eso lo que el sexo tiene de mágico y de creador, nuestra capacidad de dar vida a una masa inerte, nuestra intrepidez para apañárnoslas solos en una barcaza en alta mar, de tirarnos en paracaídas por primera vez en cada cuerpo que pasa, en cada corazón convaleciente, aterrorizado.

Deberíamos matar a quien lo llamase relación o intercourse, deberíamos bendecir a quien lo llamase aventura. No deberíamos caer en el lugar común de llamarlo descubrimiento, aunque el lugar común es, siempre, un hallazgo de evidencia incuestionable.

Es descubrimiento, sí, porque el sexo es un atril que nos invita a leer, a comprender al ser humano en toda su miseria y grandeza, en toda su suficiencia y dependencia, sin querer nunca desvelarlo completamente porque es en su, por así decirlo, opacidad donde se esconde el secreto de su perpetuo atractivo.

En realidad, las pulsiones son simples: vienen de todo lo que no pudimos, de todo aquello a lo que no llegamos, de todo lo que no debimos, de todo lo que nos falta o a lo que nos aficionamos, de todo lo que no nos dieron o nos dieron de más o de nada en especial.

Porque eso varía de persona a persona e, incluso, en nosotros mismos, porque es fundamentalmente en el sexo donde está, donde ha estado siempre, la única escuela no pretenciosa de la libertad, la única catequesis no beata de la generosidad, la única facultad no teórica de la psicología, y es gracias a él, a él y a la tan reprimida y más que nunca peligrosa infidelidad, por el que todos nosotros, querámoslo o no, acabamos por besarnos los unos a los otros.

Y las llamadas zonas erógenas, que también se pueden llamar teclas o cuerdas, para fingir que la cosa es más artística de lo que es, y que tal vez nos inquieten porque nos recuerdan de vez en cuando nuestra condición de juguetes -das cuerda al osito y bate las palmas-, aisladas y estimuladas maquinalmente como quien hace respiración boca a boca, o sea, como quien besa para recuperar a un ahogado, son para los desfavorecidos que se van a la cama con el manual de instrucciones bajo el brazo.

También lo son para nosotros, claro, ya que todos somos vulnerables a ellas, pero sin una inteligencia que las presienta, una sensibilidad que las indique, una intuición que las descubra, valen, como mucho, el choque eléctrico provocado por unas manos mojadas en contacto con un hilo descarnado, una cosa con la mera dimensión de cosa de la que no queda recuerdo ni añoranza.

Lo que me interesa en la carne es el espíritu, mentía la Mansfield.

En la cama la persona nunca es sólo carne, la persona nunca es sólo espíritu.

En ella a cada persona le gusta una cosa diferente, necesita una cosa diferente, quiere, tímida y desesperadamente, algo diferente, de sí misma o del otro, y sobre todo, quiere disolver todos los pudores para poder descubrir al otro y revelarse a sí misma.

Cuando es hablado, compartido, llorado o reído, se puede vivir del sexo días, semanas, meses o años con su simple evocación.

Y cuando se experimenta aquella especie de gratitud que viene después y que vuelve a dos personas imborrables en la memoria, es aconsejable incluso no envilecer, no profanar, no sobreponer otras personas, no dar otros besos después.

Porque, con seguridad, aquél es el cuadro más bello, el soneto más perfecto, el aria más sublime, el libro más grato.

De hecho es todavía más bello que un cuadro, porque se puede tocar la piel de las figuras de tela, más sublime que un aria, porque, si acercamos la cabeza con cuidado, podemos escuchar claramente el corazón de los músicos, e incluso más grato que un libro, porque, no teniendo letras, ni intriga, ni ilustraciones, es en él donde están todas o casi todas las respuestas de la vida.

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