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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.54 México ene./jun. 2018

https://doi.org/10.21555/top.v0i54.875 

Artículos

Pensar las excepciones. Violencia, igualdad y dignidad desde Kant1

Thinking about the Exceptions. Violence, Equality and Dignity from Kant

1Instituto de Investigadones Filosóficas, UNAM, México. efrainlazos@gmail.com


Resumen

Este ensayo se interroga críticamente por la noción de excepción moral desde una cierta manera de entender la moral categórica de Kant, y en contraste con explicaciones consecuencialistas. No tiene propósitos exegéticos sino sistemáticos. El objetivo general es pensar conjuntamente las nociones de excepcionalidad y violencia morales, así como el papel que en ello juegan los conceptos de igualdad y de dignidad. El trabajo contiene una serie de propuestas entrelazadas: que la violencia moral conlleva una ruptura de la igualdad moral, la cual forma parte de las condiciones de asentimiento de una acción, y que, en ausencia de condiciones de asentimiento, se desvanece, localmente, la vinculatoriedad de los deberes morales. Así, las excepciones pueden entenderse como producto de la ruptura local de las condiciones de asentimiento, sin por ello desacreditar la moralidad como un todo. Por el contrario, las excepciones, adecuadamente entendidas, se hacen con la moralidad y por la moralidad. El trabajo sugiere, asimismo, una noción de dignidad kantiana -como concepto límite, y no como el concepto de una propiedad intrínseca de los agentes-, la cual no sólo es compatible con la idea de igualdad moral propuesta, sino que la complementa; además, contribuye a entender la compleja noción de excepción moral dentro del marco de una moral categórica kantiana.

Palabras clave: violencia moral; excepcionalidad; igualdad moral; dignidad; Kant; Constant

Abstract

This essay undertakes a critical interrogation of the notion of moral exception from a certain understanding of Kant's categorical morality. The overall goals are systematic, rather that exegetical. The general objective is to think the notions of moral exceptionality and violence, together with those of equality and dignity. The essay makes a series of mutually related claims: that moral violence is a break or rupture of moral equality; that equality is part of an action's conditions of assent; that, in the absence of conditions of assent, the bindingness of moral duties dissapears. Exceptions may be understood, accordingly, as a product of a local rupture of conditions of assent, without thereby discrediting morality as a whole. On the contrary, when properly understood, exceptions are done within morality, and for morality's sake. Furthermore, the essay suggests a notion of Kantian dignity -understood as a limit concept, rather than as the concept of an intrinsic value of agents-which is not only compatible but also supplements the proposed notion of moral equality.

Key words: moral violence; exceptionality; moral equality; dignity; Kant; Constant

Fernando Salmerón

In memoriam

0. El presente ensayo explora una serie de tesis en torno a la excepcionalidad moral y a la violencia, así como a la igualdad moral y a la dignidad. Como veremos, un examen amplio de la excepcionalidad conduce a la noción de violencia moral. La idea central es que la igualdad es una condición del asentimiento moral, y que la violencia destruye la igualdad. La obligatoriedad de los deberes desaparece en ausencia de condiciones de asentimiento, por lo que las excepciones morales pueden entenderse como rupturas locales de dichas condiciones. Finalmente, el ensayo propone que el de dignidad no debe entenderse como un concepto de una propiedad de valor intrínseco, ni como el concepto de un estatuto o condición elevada de una persona, sino que es un concepto límite cuyo papel es expresar alarma moral ante la destrucción de la igualdad moral.

El plan general del escrito es el siguiente. Presenta, primero, cómo dos concepciones de lo moral, el consecuencialismo y la moral categórica, explicarían las excepciones morales. Después, y dentro de la moral categórica de corte kantiano, se describen dos maneras de entender el carácter incondicionado de la moral, es decir, brevemente, como independencia de las circunstancias y como independencia de los fines de la acción; esta distinción será crucial para abordar la cuestión de las excepciones dentro de la moral categorica. La idea central es que no hay un solo camino, a saber, el camino rigorista, para lidiar con las excepciones. El punto a subrayar aquí es que las circunstancias de la acción son fundamentales en la comprensión de las excepciones morales; es, además, un sitio propicio para examinar las reflexiones de Kant y de Benjamin Constant, el politologo suizo, en torno al deber de veracidad. En el marco del presente ensayo, la pregunta relevante es si la coerción, que es una forma de violencia, condiciona la obligatoriedad de los deberes. El lugar común de la moral categórica kantiana, es decir, el rigorismo, indica que la respuesta tiene que ser negativa: no hay nada circunstancial que en efecto condicione el carácter vinculatório del deber.2 Pero, ¿no podría, acaso, vislumbrarse una respuesta positiva que también se reclamara kantiana? Esta posibilidad se explora en la siguiente sección del trabajo, sobre las condiciones de asentimiento de una acción. La idea central, que aparece en Gr iv 429-430, es que la coerción priva al agente coartado incluso de la posibilidad de compartir los fines del agente que ejerce la coerción. Si un agente es incapaz de consentir o no consentir a un determinado curso de acción propuesto, dicho agente no está siendo considerado como persona, en su concepto práctico, sino como cosa, igualmente en su concepto práctico. Por ello, las circunstancias de la violencia moral, que son circunstancias donde predomina la mera instrumentalización de los agentes, impactan la obligatoriedad de los deberes: la violencia desmonta las condiciones de asentimiento entre los agentes y, sin condiciones de asentimiento, desaparece la obligatoriedad para el agente. Nótese, además, que señalar la violencia interpersonal en este marco no equivale a invocar razones de conveniencia o estrategia, "motivos emanados del interés de la inclinación". Esto permite abrir un espacio lógico para entender las excepciones morales como rupturas locales de la obligatoriedad de ciertos deberes específicos, sin, por ello, desautorizar la moralidad como un todo. Este argumento cierra la parte principal del ensayo.

Del examen de la excepcionalidad moral, sin embargo, hay al menos dos derivaciones importantes en las que vale la pena recalar. Ese es el cometido de la secuela del ensayo, la cual se ocupa de las nociones de igualdad y de dignidad que aparecen, acaso veladamente, en dicho examen. En lo que toca a la primera, si la violencia rompe las condiciones de asentimiento de una acción -una ruptura dentro de un sistema de fines- puede presumirse que éstas, las condiciones de asentimiento, tienen como componente la igualdad entre las personas. En efecto, tal parece que en situaciones de violencia moral no puede haber, estrictamente hablando, una relación entre personas. De ahí parece seguirse que sin una cierta igualdad no hay condiciones de asentimiento. Este es un tema que, sorprendentemente, no ha suscitado un gran interés entre los kantianos contemporáneos. No se trata de igualdad distributiva o de dotación, sino de igualdad de trato, o relacional, como también puede llamársele. Nótese que tal idea de igualdad está íntimamente ligada al concepto de persona. Lo importante de esto es que permite apreciar que el de persona no es sólo un concepto autoconstitutivo (un agente es una persona sólo si posee el concepto de persona, esto es, de un agente capaz de perseguir fines de modo autogobernado, con la concomitante imputabilidad de las acciones); sino uno eminentemente relacional (que requiere de la interacción, colaborativa o competitiva, entre criaturas que persiguen fines). Ningún agente puede ser persona sin poseer el concepto de persona, pero es imposible poseer el concepto de persona sin tratar a otros agentes como personas. Esta igualdad básica se inserta por necesidad en un complejo sistema de fines y dotaciones diversas. De ahí que quepa distinguir la igualdad moral básica de la igualdad circunstancial; esta atañe a la circunstancia específica de la acción y es la que está en riesgo con el surgimiento de la violencia moral.

En lo que concierne a la segunda derivación, la idea principal es que el concepto tradicional de dignidad, tal y como ha sido caracterizado por Oliver Sensen en un influyente trabajo, es incompatible con la Igualdad moral básica, la cual es al menos una parte de las condiciones de asentimiento de una acción. La razón principal es que el modelo tradicional es compatible con la idea de que puede haber y, en algunos casos, con la idea de que tiene que haber, personas más dignas que otras. En su lugar, el ensayo propone un concepto de dignidad como concepto límite, donde no se trata de un valor intrínseco ni de una propiedad que se posea gradualmente, y donde la dignidad no tiene función justificatoria alguna. Entendida como concepto límite, en cambio, la dignidad de las personas tiene la función de reparar las condiciones de asentimiento rotas por la coerción y la manipulación, o, si se quiere, tiene el cometido de llamar la alarma moral ante la violencia. Con ello, como veremos, el concepto de dignidad complementa al de la igualdad en la ecuación de la excepcionalidad moral.

Valga esta anticipación del curso de este escrito como una orientación no sólo sobre la secuencia de temas sino sobre su estructura y objetivos.

1. ¿Qué es una excepción moral? Este ensayo surge de una serie de interrogaciones frente a situaciones de violencia extrema. Me refiero a prácticas tales como el terrorismo sexual, la desaparición forzada, la tortura. Piénsese, por ejemplo, en el principio según el cual la vida humana es sagrada. Pues bien, para muchos, éste no se aplica a quien rapta, tortura y asesina. Aquí hay, dirían, claramente, una excepción de tal principio: nadie que tenga la oportunidad dudará en impedir esos actos, al precio de la vida del agresor. Parece obvio que, en tal circunstancia, el acto de quitar la vida a un ser humano está permitido. Pero, ¿es esto obvio? ¿Cómo se explica?

Acaso podría pensarse que la doctrina del doble efecto, consagrada por Tomás de Aquino para el asesinato en defensa propia, tiene aquí aplicación directa. "Nada impide que la acciones tengan dos efectos, uno intencional, otro más allá de las intenciones..." (Summa Theologica II-II, q. 64 art. 7). La doctrina del doble efecto subraya que una y la misma acción puede tener dos tipos de efectos, los intencionados y los no intencionados, e indica que, en ocasiones, está permitido, como efecto meramente previsto de una acción, causar un dano que estaría prohibido causar intencionalmente. Por cierto que hay similitudes entre los dos casos, el de la defensa propia y el de la defensa de otro. Ambos parecen convocar circunstancias amenazantes, donde los agentes deben actuar sin titubear con los recursos a la mano para evitar un daño inmediato. Si nos acogemos a la doctrina del doble efecto, la excepción moral surge en aquellas circunstancias prácticas donde el agente no tiene la intención de dañar a otro agente, aunque que tenga que hacerlo para defender a otro o a sí mismo. El asesinato sería entonces justificable si el agente no tiene la intención de asesinar al victimario, aunque sabe que tiene que hacerlo para defender a la víctima.

A pesar de su atractiva sencillez, la doctrina del doble efecto no logra capturar todo el fenómeno de la excepcionalidad moral. Independientemente de cómo entender aquí el funcionamiento de las intenciones, ¿por qué restringir las excepciones morales a los efectos no intencionados de una acción? Como suele suceder en estos casos, los efectos de la acción se miran retrospectivamente, mientras que las intenciones lo hacen prospectivamente. Temporalmente, el momento de la acción parece transcurrir entre las intenciones del agente, y los efectos de la acción. No obstante, una enorme masa de efectos de nuestras acciones escapa a nuestro control; además, las intenciones suelen ser opacas, incluso para el propio agente, y lo son más en un momento que demanda actuar sin titubeos. Por ello, este ensayo explorará la excepcionalidad moral con un caso en el que no haya que distinguir los efectos o consecuencias intencionales de las no intencionales de una acción: se trata de un caso en el que intencionalmente se asesina a un victimario, sabiendo que es el único recurso para ayudar a la víctima, de modo que no se requiere suponer dobles efectos.

La doctrina del doble efecto, empero, recupera un aspecto importante de la excepcionalidad moral, a saber, la sensibilidad de lo permisible ante las circunstancias. La estructura de esta doctrina es condicional: si se cumplen determinadas condiciones -que el defensor sea amenazado injustificadamente; que haya razones para preferir los fines e intereses del agente agredido a los del agresor; que la fuerza sea proporcional a la amenaza evitada; y que la fuerza sea necesaria para evitar la amenaza- entonces una acción que, en circunstancias ordinarias, sería condenable, se vuelve permisible. Las condiciones referidas marcan las circunstancias de una excepcionalidad restringida a la autodefensa; pero, si la conjetura es acertada y la excepcionalidad moral rebasa ese caso, alguna estructura condicional tendrá que hacerse presente en otros casos, tales como el de la defensa de otros. Además, dicha estructura condicional no tiene que entenderse a la manera de meros razonamientos hipotéticos, y puede volverse enormemente compleja en determinadas circunstancias.

2. Regresemos ahora un momento al ejemplo original de la defensa de otro. Si fuéramos a evaluar las acciones por sus consecuencias, es patente que una acción como la descrita tendría mérito moral (por ejemplo, en el sentido de que es una acción que resulta recomendable realizar en las circunstancias); la razón es que ellas, las consecuencias, son evidentemente positivas para la víctima: preservan su vida y su integridad, ampliamente concebida. En tal caso, puesto que sería sumamente extraño que una acción meritoria no fuera permisible, es razonable concluir que se trata de una acción cuya realización es recomendable y permisible. En lo que atañe a las respuestas moralmente adecuadas frente a la violencia extrema, desde tal punto de vista estará justificado y, en ese sentido, será permisible, todo aquello que minimice el riesgo para las personas y maximice su integridad. Ante el conflicto y la opción fatal, el agente no ha de dudar: es preferible correr el riesgo moral de quitar la vida a un victimario que, por omisión, permitir que una persona inocente la pierda.3

Descontando el peso y los supuestos que pudieran tener conceptos como el de víctima e inocencia, las excepciones morales no parecen plantear un problema serio para quienes piensan que la moralidad de una acción radica en el valor de las consecuencias que razonablemente puedan esperarse de ella.4 Las excepciones se entienden, bajo esa concepción de lo moral, como desviaciones ocasionales de un principio general contemplado para situaciones regulares y regularizadas. "Ante situaciones extraordinarias, medidas extraordinarias": este viejo adagio de la Realpolitik puede servir como lema del consecuencialismo ante las excepciones. Y, preliminarmente, puede afirmarse que el valor de la violencia tiene, como el valor de cualquier acción, un carácter instrumental: cuando las consecuencias esperadas son positivas (e.g., salvar la vida de inocentes) la violencia será valiosa moralmente, en cambio, cuando son negativas (e.g., asesinar y vejar) la violencia será onerosa moralmente.

Otra cosa sucede con las concepciones morales categóricas, según las cuales el peso del valor de las acciones no está en las consecuencias que puedan razonablemente esperarse de ellas, sino en lo que tales acciones son en sí mismas. Así, por ejemplo, un acto de terrorismo sexual constituye una atrocidad moral por el acto mismo, intrínsecamente, y no sólo por las consecuencias que tiene. Algo análogo podrá afirmarse sobre quitar la vida a una persona. Eso es algo que esta mal, diría esta concepción, por el tipo de acción que es quitar la vida a una persona, y no por los efectos que puedan razonablemente esperarse de la acción. En qué consiste para una acción tener valor en sí misma puede ser una cuestión amplia y profunda, pero resulta ajena al interés central de esta investigación. Podríamos decir que lo mínimo que reclama para sí esta noción -la de valor intrínseco- es cierta independencia de lo que tiene un valor condicionado o meramente relativo. En ese sentido, lo que vale intrínsecamente parece ser inmune al entorno, a las circunstancias de la acción.

¿Cómo es, pues, que un curso de acción intrínsecamente negativo puede tener una excepción? Ésta es, nótese ya, una interrogante que obliga al defensor de la moral categórica a ponerse en guardia. Una concepción moral de este tipo explicaría las excepciones introduciendo consideraciones ulteriores que, en las circunstancias de la acción, permiten, o incluso exigen, desbancar el principio moral de que se trate. Este, bien podría ser el caso de quien mata a un violador en relación con el principio de la sacralidad de la vida humana. En ciertas condiciones, un curso de acción intrínsecamente malo sí que puede justificarse y volverse al menos permisible e, incluso, exigible. De hecho, muchos dirían que la mayoría de las acciones que cuentan como intrínsecamente malas son de este tipo, es decir, son malas prima facie o de entrada. La práctica de mentir es un ejemplo adicional y recurrente. Muchos dirían que mentir es malo en sí mismo, no solamente cuando o en la medida en que tiene consecuencias negativas. Pero asimismo se admitiría que, en determinadas circunstancias, puede haber consideraciones ulteriores en favor de mentir. Es por supuesto una cuestión abierta y a debatir qué tipo de consideraciones morales pudieran tener esta propiedad, y también cómo identificar las circunstancias relevantes, así como dónde y cuándo trazar un límite; pero lo cierto es que mentir es un ejemplo de una acción que es negativa prima facie o de entrada. Este razonamiento puede extenderse sin gran dificultad a las acciones que en general puedan calificarse como violentas: si bien hay una presunción inicial contraria, en determinadas circunstancias puede estar justificado e incluso ser obligatorio ejercer violencia, aun violencia letal. Es así, a grandes rasgos, como un partidario de la moral categórica podría explicar las excepciones morales.

3. Es llamativo, sin embargo, que el más célebre filósofo moral de la Modernidad, Immanuel Kant, colocado en el centro de la filosofía moral categórica, no parece tomar este camino para dar cuenta de las excepciones morales. Esto es una manera de entender la idea misma de una moral categórica: no hay condiciones bajo las cuales una acción intrínsecamente mala pueda convertirse en permisible. Por ello, la introducción de cláusulas catastróficas, las cuales desbancarían lo que prima facie es malo, puede verse ya como una concesión al consecuencialismo. En la medida en que determinadas consideraciones, de fuerza mayor, podría decirse, desbancan lo que prima facie es moralmente inaceptable, en esa medida la preferencia está dada por un balanceo de consecuencias: es mejor moralmente hablando, diría el razonamiento, matar a un terrorista sexual en el acto que omitir actuar cuando se tiene medios y oportunidad. El problema es que una vez que se ha abierto la puerta a este tipo de razonamiento -del mal menor, o del bien mayor-, ¿qué impide aplicarlo a casos menos extremos, y concluir que la vida moral es, fundamentalmente, un balanceo de las consecuencias de las acciones, y que, consiguientemente, no hay en verdad tipos de acciones intrínsecamente negativas: tipos de acciones que son dañinas por lo que son? En ese caso, uno puede seguir hablando de una moral de los principios, aunque los principios sean en el mejor de los casos sugerencias o reglas de dedo, y, en el peor, normas inflexibles sólo de dientes para fuera mientras que, privada y arbitrariamente, nos permitimos admitir excepciones.5

La pregunta, entonces, es: ¿puede la moral categórica explicar las excepciones morales manteniendo los principios? En otras palabras, ¿puede un agente moral kantiano hacer una excepción sin abandonar los principios como principios? Esta interrogación será el hilo conductor de este ensayo.

Es de notar que Thomas Hill ha respondido esta pregunta de modo afirmativo; él ha llegado a la conclusión tentativa de que el llamado principio de dignidad kantiano -entendida como la idea de que los agentes racionales son fines en sí mismos- puede operar para justificar las excepciones morales, manteniendo al mismo tiempo el carácter categórico de los principios (Hill, 1992). Este ensayo propondrá un camino distinto para llegar a esa conclusión. Sostendrá que el agente moral kantiano -un agente racional humano que procura actuar movido sólo por el deber- puede hacer excepciones, sólo bajo cierta interpretación de lo que significa que los deberes sean incondicionales. Eso es lo que se abordará en el siguiente apartado.

4. Para evitar malentendidos terminológicos, se impone decir algo breve sobre la jerarquía de principios prácticos. Podemos hablar de principios prácticos en al menos tres niveles. El primero es el del principio práctico supremo, la ley moral, que vale para todo agente racional y que, en el caso de los humanos, los cuales son agentes racionales finitos y falibles, se presenta como un mandato o imperativo categórico. Como es sabido, el imperativo categórico es un solo principio, aunque tiene diferentes formulaciones. En virtud de su carácter formal, el imperativo vale para todo agente racional en cualquier circunstancia. Después, se encuentran los principios prácticos de segundo nivel, tales como "no matarás", "no mentiras", los cuales valen necesariamente para cualquier agente racional finito que tenga la capacidad material de matar y mentir a sus pares prácticos. Estos principios prácticos de segundo nivel también pueden llamarse deberes morales. En el tercer nivel se encontrarían principios prácticos o reglas que valen para grupos determinados de agentes -por ejemplo, para los conductores de autos, para los deportistas, etc.

Cuando nos referimos a cómo entender la validez incondicional de un principio práctico, nos referimos, ya debe resultar claro en este punto, a los principios prácticos de segundo nivel, o deberes morales. De modo que puede despejarse aquí una posible ambigüedad del planteamiento. El principio práctico supremo -el imperativo categórico- no admite excepciones, porque es un principio meramente formal que funciona como rasero de la permisibilidad de rumbos específicos de acción recogidos en la máxima que el agente somete a prueba. Así, en particular, nunca puede estar permitido utilizar a una persona, en tanto agente racional, solamente como medio para la satisfacción de intereses o apetitos. Un rumbo de acción instrumentalizador constituye una contradicción del imperativo categórico. La pregunta por las excepciones morales no se ubica, pues, en el primer nivel, sino en el segundo, el de los principios prácticos que son deberes morales.6

Hay al menos dos maneras de entender la validez incondicionada de un principio práctico-moral (o imperativo), en Kant. No me propongo, debo insistir, ser fiel, ni tampoco polemizar directamente con alguna interpretación establecida, aunque, grosso modo, la primera se le puede atribuir a Christine Korsgaard y la segunda a Allen Wood, por mencionar sólo dos intérpretes anglosajones recientes. La terminología es de Kant, y me baso sobre todo, aunque no exclusivamente, en la introducción a la Metafìsica de las costumbres, particularmente en la sección IV.7 Una interpretación es en el sentido de que no hay condiciones bajo las cuales una acción intrínsecamente negativa (e.g., mentir, matar) y, por ello, prohibida como contraria a lo vinculante, se convierta en una acción permisible. La incondicionalidad del imperativo sirve aquí para, dadas ciertas circunstancias, no abrir el camino a la permisibilidad de cierto tipo de acciones. Dicho de otro modo, este atributo de los imperativos se refiere bajo esta interpretación a la validez de un principio para cualquier circunstancia práctica. Bajo esta comprensión de la incondicionalidad, el imperativo categórico resulta una guía infalible para mantener la integridad moral, incluso cuando los agentes a nuestro alrededor no hacen lo que deben (Cfr. Rivera, 2014: 200). Resumiendo, un principio práctico-moral objetivo (o lo que es lo mismo, un imperativo), bajo esta interpretación, es incondicional para el agente A si y sólo si su vinculatoriedad es independiente de las circunstancias de la acción de A.

En otra interpretación, la incondicionalidad se refiere, también, a la validez del principio práctico de que se trate, pero ésta, su validez incondicional, no radica en la independencia de las circunstancias de la acción, sino en la independencia de los fines del agente. En breve, la incondicionalidad del imperativo moral radica, aquí, en que su vinculatoriedad no depende de los fines que se plantee o se haya planteado el agente al actuar. Así, por ejemplo, la obligación de ser veraz no depende de que la veracidad asegure o sea conducente a determinados fines. El carácter negativo de la mentira no radica en que la mentira obstaculice los fines del agente. Análogamente, si la mentira ha de evitarse no es porque la veracidad permita lograr algún fin deseado. Cabe notar aquí que si bien lo que obliga del principio práctico es, en esta interpretación, independiente de los fines, eso no quiere decir que las acciones, por ello, se despojen de sus fines. El agente y sus acciones preservan sus fines, en la medida en que son las acciones particulares que ellas son -sean éstas solo representadas, sean ya realizadas efectivamente. Pero si desaparece el fin propuesto también desaparece la acción como tal, y, evidentemente, la incondicionalidad de un principio práctico objetivo no conlleva la desaparición de los fines de la acción, no conlleva la desaparición de la acción como tal. Solo significa que los fines no determinan la obligatoriedad del principio. Resumiendo, entonces, esta manera de entender la incondicionalidad: un principio práctico objetivo es incondicional para A si y solo si su vinculatoriedad es independiente de los fines de A.

Ahora bien, ¿qué alcances tiene la diferencia marcada entre la independencia de las circunstancias y la independencia de los fines de la acción? De suyo, se trata de una diferencia metafísica importante, a saber, la diferencia entre aquello que está dentro del ámbito de control y del poder del agente, y aquello que no lo está. Las circunstancias de la acción no las pone el agente, los fines sí. Si una regla de acción vale sin importar las circunstancias, entonces vale sin importar lo que puede controlar o no el agente, por lo que nunca será permisible una acción contraria a lo que manda dicha regla. Nunca habrá excepciones. En contraste, una regla que vale sin importar los fines del agente puede ser sensible y modificarse con las circunstancias de la acción. Las circunstancias importan. En circunstancias violentas, un principio que normalmente adoptamos como vinculatório puede ceder el paso a principios más prioritarios. Por lo pronto, lo único que necesitamos observar es que, bajo la segunda interpretación mencionada, aceptar la incondicionalidad de un principio práctico no permite descartar circunstancias en las que tal principio deje de ser vinculante como deber moral; en este sentido, la incondicionalidad de la moral categórica es compatible con la excepcionalidad. A la pregunta cómo establecer si una determinada circunstancia amerita o no desbancar lo que prima facie es un deber no hay una respuesta precisa, fija y general. El camino, en todo caso, es considerar la derivación del principio en cuestión (e.g., no mentir, no matar) del principio superior -e.g., tratar a todo agente racional como fin en sí mismo, y abrir así la puerta a los posibles casos en los que honrar el principio superior requiere no adherirse al principio inferior.

Si lo que hemos dicho hasta ahora es correcto, la validez incondicional de un deber moral, tal como "no matarás", es compatible con sus excepciones.8 Hay que notar además que, de ser esto satisfactorio, la teoría kantiana puede dar cuenta de las excepciones sin ceder terreno al consecuencialismo. En lo que sigue someteremos este material teórico a algunas pruebas de resistencia.

5. El opúsculo de Kant, "Sobre el presunto derecho a mentir por razones filantrópicas", de 1797, nos será de alguna utilidad. El texto suele presentarse como una constatación, acaso definitiva, del llamado rigorismo kantiano, i.e., la tesis que se le atribuye en el sentido de que la moral categórica no admite excepciones, ni siquiera en el segundo nivel de los principios prácticos descrito arriba. De modo que, para los propósitos de este ensayo, se trata de un texto cuyo examen es obligado. Aunque el asunto gira en torno al derecho a la mentira, y a la imputabilidad de las acciones, lo que me interesa rescatar es lo que no dice, lo que, aunque mencionado, se oculta detrás de lo escrito: la violencia de las circunstancias del caso examinado.

Como es bien conocido, Kant reacciona en este texto ante una mención que hace Benjamin Constant a "un filòsofo alemán" en un texto del mismo año, a propósito de las desastrosas consecuencias que para la vida social puede tener la consideración meramente abstracta y aislada de los deberes morales, tales como el de la veracidad.9 La situación que representa es ampliamente conocida, y está desde entonces en los anales de la filosofía moral -debido, quizá, más a la reacción extrema de Kant que al ejemplo mismo: mentir a unos asesinos que, sabemos, vienen a buscar a un amigo nuestro quien se ha refugiado en nuestra casa -dice Constant- no puede ser un crimen, como lo afirma "cierto filósofo alemán". En otras palabras, el deber de veracidad hacia los demás, cuya validez no se pone en cuestión, cuando no toma en cuenta las circunstancias -no tanto qué se dice, sino más bien a quién, cuándo y cómo se dice- puede conducir a aberraciones morales. Constant insiste en ese pasaje en la necesidad de mediaciones, y alerta en contra de la consideración idealizada y abstracta de los principios prácticos. De ahí que su argumento central sea: "ahí donde no hay derechos, no hay deberes; decir la verdad es, por tanto, un deber sólo ante quien tiene derecho a ella. Pero nadie tiene derecho a aquella verdad que daña a otro" (Constant, 1797: 36).

Kant se concentra en este argumento para clavar más profundamente el clavo del rigorismo ante la posibilidad de que los deberes morales sean de algún modo negociables. Son dos, como se sabe, sus puntos centrales: que es incorrecto entender la verdad como un derecho, y que la persona mendaz debe asumir todas las consecuencias, las previstas y las imprevistas, que sus acciones puedan provocar.10 Lo que omite por completo de su análisis, y lo que está por completo ausente en los comentarios -algunos superficiales, otros incisivos y profundos- de este pasaje, es el tema del daño. El daño aparece con claridad en dos momentos: el primero, en el momento de la interrogación; el segundo, en el momento de los efectos o consecuencias de la mendacidad o de la veracidad. Constant y Kant comparten el primer momento, pues está integrado a la situación misma: el agente sabe que los interrogadores quienes aparecen en su puerta son asesinos dispuestos a matar a su amigo, a quien él ha dado hospitalidad. Pero el objetivo de Constant es distinto que el de Kant; al primero no le interesa, como al segundo, el asunto de la imputabilidad y la responsabilidad de las acciones, sino la necesidad de encontrar mediaciones entre los deberes morales y los políticos. No obstante, es en el argumento original de Constant donde aparece la idea de que un deber, en este caso, el de veracidad, puede dañar. Kant sólo ve daño en la mendacidad, pero es ciego ante la posibilidad del daño en la veracidad.

En este texto, aunque no en otros, Kant es definitorio y definitivo: el daño está siempre del lado de las consecuencias de la mentira; tan es así, sugiere el filósofo prusiano, que el daño es constitutivo de la mentira.11 Es por eso que, en contraste con la falsedad de declaración en contextos jurídicos,12 no es necesario añadir la condición del daño para que la mentira sea moralmente reprobable: aunque no dañara directamente a alguien en particular -a ésta o aquella persona- "sí daña a la humanidad en general [Menscheit überhaupt]" (8: 426). Por más que el deber de veracidad traiga desventajas para el propio agente y para otros, ello no es óbice para cumplirlo; la veracidad obliga "sin diferencia entre las personas..! porque es un deber incondicional que vale para todas las relaciones" (8: 429). De esto se infiere que vale también en la circunstancias de la coerción. Lo que es más, ante la interrogación renovada de si el agente dice la verdad, el mero titubeo al dar la respuesta arroja ya según Kant una sombra de sospecha moral sobre él, pues manifiesta que está dispuesto a no ser veraz y que de alguno modo calcula la respuesta conveniente -es mendaz in potentia, aunque no lo sea en el acto (8: 430).

Es patente que aquí, para Kant, la validez incondicional del deber de veracidad equivale al primer sentido de incondicionalidad delineado más arriba, es decir, que no hay circunstancias en las que el principio práctico deje de ser vinculatório. Por ello, la respuesta a la pregunta de si el agente en esa situación está obligado a mentir es una rotunda negación.13

Regresemos brevemente al primer momento en el que aparece la violencia. Es obvio que las circunstancias del caso no son las de una situación de comunicación normal, ni mucho menos ideal. En la descripción que hace Constant, y que el propio Kant refrenda (8:426), el agente tiene que decir sí o no a la pregunta de si su amigo se encuentra ahí. Se trata de varios interrogadores, al menos dos, y el agente sabe que son asesinos, de modo que la respuesta no es opcional, y el agente debe decidir bajo coerción. Hemos visto que, para Kant, la coercion no condiciona el deber de veracidad. Pero, ¿es esto cierto? Más allá de lo que explícitamente dice Kant en este ensayo, vale la pena pensar, así sea brevemente en el marco de este trabajo, en las circunstancias de la coerción y en el daño.

6. Kant, hay que decirlo, contribuye fundamentalmente a lo que me gustaría llamar la desnaturalización de la violencia.14 Esto es, no interesa aquí la violencia con la que, podría decirse, se forma un sistema planetario, ni aquella con la que una fiera atrapa a su presa, ni con la que un futbolista patea un balón. Interesa la violencia ejercida por humanos hacia humanos. Se trata, si se quiere poner así, de violencia moral, no de una violencia espontánea o natural. Lo que interesa enfocar es la violencia que instrumentaliza a los agentes (individuales, pero también colectivos) y que, en esa medida, atenta en contra de su capacidad para decidir sobre su vida e incluso de plantearse fines.

Es preciso observar, sin embargo, que la violencia intersubjetiva no puede definirse como instrumentalización: quizás toda violencia intersubjetiva es una forma de instrumentalización, pero no toda instrumentalización es una forma de violencia. Esto es patente en el ejemplo de quien hace una compra o una venta en cualquier comercio -y aclaro que no se trata de librar el problema con un contrato de mutua mediatización, el cual incluye castigos y recompensas. El punto es que tratar a una persona -un agente moral- como medio, no significa tratarlo como un mero medio: cuenta como violencia aquella instrumentalización de los agentes que daña o atenta en contra de su capacidad de decidir por sí mismos -en breve, contra su racionalidad y su autonomía-y que, en ese marco, se vuelven solo cosas para el agente instrumentalizador. Este es justamente el sentido que le da Kant al concepto normativo de cosa (Sache), en contraste con el de persona (Person): algo corporal (res corporans) a lo que no se le atribuyen acciones, y que es objeto, no sujeto, del libre arbitrio; un agente, en otros términos, el sujeto del libre arbitrio, puede disponer de una cosa como le plazca (Ver MdS 6: 223). En este marco, y con todo el peso que pueda tener aquí cada palabra, violentar a una persona es tratarla como una cosa. Habría dos formas destacadas de violencia moral: la coerción, por un lado, y la manipulación o el engaño, por otro. Es importante no identificarlos y, asimismo, hacer algunos matices.

Entendamos por coerción la acción o el conjunto de acciones mediante las cuales se fuerza a un agente a tomar un rumbo de acción que de otro modo no tomaría. La coerción es, según lo dicho, violencia moral, en virtud de que atenta contra la capacidad de decisión y de perseguir fines propios por parte de un agente. Aunque no toda coerción logra dañar, pues eso depende de la fortaleza y de las condiciones de resistencia del agente, la coerción moral es un atentado contra agentes coartados y constituye una forma de violencia. En la medida en que eso suceda, en esa medida, para expresarlo en términos de Kant, el agente que coarta considera al agente coartado una cosa, algo de lo que puede disponer, sin más, a su arbitrio. Por su parte, la manipulación puede entenderse como sigue: un agente manipula a otro cuando usa la información en la comunicación de tal manera que el otro agente adopta, voluntariamente, un rumbo de acción que de otro modo no tomaría, incluso en contra de sus propios fines e intereses. Puede ser difícil, de caso en caso, distinguir estas dos formas de violencia entre sí; eso se debe, si no me equivoco, a que, en las relaciones intersubjetivas actualmente existentes, casi siempre aparecen juntas. Como quiera, es importante distinguir e identificar la coerción y la manipulación como formas de violencia moral.

Se imponen ahora algunos matices. Por un lado, puede pensarse que no toda coerción tiene como meta ni como resultado un daño del agente coartado; aunque raros, pueden contemplarse casos en los que la condición del agente coartado mejora -tanto objetivamente (en lo que se refiere a medios, recursos, tiempos y lugares), como subjetivamente (en lo que se refiere a capacidades, identificación de fines, propósitos, e intereses). Éste es el caso de algunas formas de paternalismo asociado con la educación. No obstante, estos casos no valen como contraejemplos para la coerción entendida como violencia moral -que es la que aquí importa. En la medida, y sólo en la medida en que la coerción no atente ni tenga como fin atentar contra las capacidades racionales de otros agentes, en esa misma medida no contará como violencia moral. La justificación y el alcance de estos casos tienen un límite claro: quizás deba forzarse a un agente a tomar un rumbo de acción en contra de su voluntad en ese momento, aunque a la larga le favorezca, pero ni los medios ni la fuerza empleada pueden legítimamente lastimar su naturaleza racional.

Por su parte, puede pensarse que la manipulación no es una forma de violencia moral en virtud de que el agente manipulado adopta un determinado rumbo de acción voluntariamente, sin fuerza y sin coacción. La manipulación contaría entonces como un caso de instrumentalización no violenta. Esto es, no obstante, un error peligroso. Es un error, porque, aunque el agente manipulado otorga su consentimiento, ese consentimiento es espúreo desde el punto de vista racional - si se quiere, desde el punto de vista de cualquier otro agente que cuente con toda la información en tiempo y en el lugar apropiados. La manipulación, equivalente al engaño, constituye una forma de desprecio al otro agente, y, en la medida en que tiene éxito, un daño cierto a sus capacidades racionales, a sus intereses y planes de vida. Como una mera cuestión empírica, e histórica, las relaciones intersubjetivas en las élites de las sociedades neocoloniales están traspasadas por este tipo de violencia.

Hay que pensar todavía mucho sobre el vínculo entre estas dos formas de violencia moral y los conceptos de daño y resistencia. Hemos dicho que tanto la coerción como la manipulación atentan contra la naturaleza racional de los agentes. No obstante, este atentado no constituye un daño a la misma sino en la medida en que el agente coartado o manipulado no resiste la violencia. Es claro que, como quiera que se vaya a especificar ulteriormente en qué consiste dañar la naturaleza racional de un agente humano, ésta debe entenderse como un proceso y no como una entidad. De otro modo, no habría espacio para entender la noción de resistencia y de fragilidad que le tienen que estar asociadas. Cuáles son, bien a bien, las condiciones bajo las cuales la naturaleza racional de los agentes puede resistir la violencia moral es una pregunta importante que este ensayo no abordará.

7. ¿Dónde nos coloca ahora este recorrido por el concepto de violencia moral? Al terminar la sección 4 nos preguntábamos si, en las circunstancias de un caso como el que contemplan Constant y Kant, la coerción condiciona la obligatoriedad del deber de veracidad. Ahora podríamos contestar tentativamente que sí. Veamos. Aquí podría aplicarse, ceteris paribus, el mismo argumento que Kant utiliza en la Fundamentación contra la permisibilidad de la falsa promesa (la cual es, en el fondo, un caso de manipulación): quien promete en falso despoja a su interlocutor de las condiciones para asentir [einstimmen] al modo de acción propuesto.15 Análogamente, quien coarta a alguien para dar una respuesta elimina de entrada las condiciones para que el agente interrogado pueda asentir y dar una respuesta en cuanto agente racional -y no meramente en cuanto portador de información que será utilizada para el logro de fines. Si no puede dar su asentimiento a los fines y al rumbo de acción que implican los fines del interrogatorio, el agente (su habilidad cognitiva para almacenar y transmitir información del entorno) está siendo considerado como un mero medio para extraer información;16 en condiciones violentas -este es mi punto- el agente interrogado no está moralmente obligado a responder nada. Es importante el matiz modal en este punto. No se trata solamente de que el agente no concuerde, de hecho, con los fines del interrogador -lo cual sería lo más natural en el ejemplo de Constant. Se trata de la circunstancia -más básica, si se quiere- en la que el agente coartado no está siquiera en la situación en la que es posible compartir o no compartir los fines del interrogador.

Hasta aquí, el argumento que he esbozado no es por supuesto original. El propio Kant lo sugirió en sus Lecciones de ética, cuando admite, quizás ante los cuestionamientos de sus estudiantes, la permisibilidad de la mentira como legítima defensa (Ver: Menzer, 1924: 444ss). Pero mi argumento quiere ir ahora más allá. Es muy importante notar que son las circunstancias de la coacción las que condicionan la obligatoriedad del deber de veracidad, y que, al invocar la coacción, no se invocan razones de conveniencia o estrategia, ni motivos emanados del interés de la inclinación (Gr iv 421). Aquí es donde pienso que Kant, en Sobre el presunto derecho, se equivoca, y es ciego ante las circunstancias de la mentira en ese caso. Las circunstancias de la violencia moral desmontan las condiciones de asentimiento entre los agentes y, cuando no hay condiciones de asentimiento, la obligatoriedad se esfuma en la niebla. ¿Quiere eso decir que la moralidad como tal queda suspendida y anulada, y que, por lo tanto, cualquier rumbo de acción es igualmente valedero que otro? Por supuesto que no. Según lo dicho, las condiciones de asentimiento están ausentes en este caso, pero nada de ello implica que tal circunstancia se extienda a la obligatoriedad moral en general. Todo lo contrario, en este caso, la mentira es, quizás paradójicamente, un recurso defensivo de la moralidad frente a la ausencia local de condiciones de asentimiento. La razón fundamental por la que la moralidad no se esfuma in totит es muy sencilla: la presencia de coerción, como la de la manipulación, es un indicador certero de que ahí no hay, estrictamente, una relación entre personas, en el sentido en el que uno de los agentes (el que coerciona) considera a otro (el coartado) una cosa. El principio supremo de la humanidad, para ponerlo así, demanda en este caso hacer una excepción al deber de veracidad.

Hay muchas consecuencias importantes que pueden extraerse de lo anteriormente dicho, y no podré abordarlas aquí todas. Interesa señalar que la clave del asunto, para los propósitos de este ensayo, no radica en decidir si puede haber un derecho a mentir por razones humanitarias. Aunque Kant a veces titubea, todos concuerdan en que no hay penalización justificable para la mendacidad en este caso -ninguna corte consideraría éste como un caso de falsedad de declaraciones.17 La clave está en que las circunstancias ameritan hacer una excepción al deber moral de veracidad. Esto quiere decir que las excepciones morales se hacen cuando la moralidad está en pie y, aún más, por la moralidad y con la moralidad.

8. Permítaseme recoger uno de los hilos de mi argumento. Se trata de la noción de igualdad moral. La presencia de la violencia, dijimos, en una circunstancia práctica, es indicador de que ahí no hay, estrictamente hablando, una relación entre personas. La razón es que uno de los agentes considera al otro una mera cosa. De hecho, el agente violentado tiene fines, y es precisamente eso lo que está en juego en la violencia moral: el violento niega con sus acciones que el otro los tenga e incluso que tenga la capacidad para tenerlos y lograrlos. Ésta puede considerarse claramente como una circunstancia de desigualdad moral. Es mi conjetura que la igualdad moral hace parte imprescindible de las condiciones de asentimiento. Esbozaré brevemente un argumento para sostener esta conjetura. Después discutiré la idea de igualdad moral a propósito del concepto kantiano de dignidad.

La idea de igualdad moral que interesa aquí es deudora de lo que Schneewind ha llamado la tradición de la moral del autogobierno, en contraste con la tradición de la moral de la autoridad (Schneewind, 1998: 3-11). En la moralidad de la autoridad sólo hay algunos agentes quienes, por su obediencia, llegan a ser capaces de discernir moralmente, al tiempo que los demás necesitan su guía y consejo; en la moralidad del autogobierno, cada agente tiene en principio las mismas capacidades y dotaciones morales, razón por la cual nadie requiere de tutoría moral. Cómo se especifiquen esas capacidades es otra historia. Hay que decir que esta noción de igualdad puede parecer una con la igualdad distributiva: cuando se dice que todos los agentes tienen las mismas dotaciones y capacidades morales, esto puede interpretarse en el sentido de que el discernimiento moral, o algo así, está equitativamente distribuido entre los agentes. No es ésta, sin embargo, la idea; se trata más bien de lo que se ha llamado igualdad social o relacional, es decir, aquella en la cual los agentes que viven juntos se tratan y se relacionan entre sí como iguales (Ver: Fourie, et. al, 2015). Esto quiere sugerir que los agentes tienen en sus relaciones intersubjetivas el mismo estatuto o condición moral -nadie es, de entrada, mejor ni peor que otros moralmente hablando. Para quienes sostienen esta idea de igualdad es importante evitar las relaciones de dominación y opresión. Cabe perfectamente aquí la pregunta metafísica de si la igualdad moral, en tanto igualdad social o relacional, puede lograrse sin igualdad distributiva, esto es, sin la dotación equitativa de los mismos bienes -los cuales, cuando son materiales, son finitos. En el supuesto que hubiera que pronunciarse, habría que decir que son, la igualdad social y la distributiva dos ideas diferentes aunque relacionadas,18 y, para los propósitos del trabajo, entenderé la igualdad moral como separada de la igualdad distributiva.

El asunto central ahora es argumentar la tesis de que el concepto de igualdad moral, entendida como igualdad social o relacional, es parte esencial de las condiciones de asentimiento en una determinada circunstancia práctica. El núcleo del argumento es que, donde no hay igualdad moral no hay condiciones de asentimiento, y donde no hay condiciones de asentimiento no hay obligatoriedad. La idea general es que cada agente ha de considerarse a sí mismo y a los demás como personas; esto quiere decir que el de persona es un concepto constitutivo, en el sentido de que quien no lo posea no puede ser una persona.19 Ahora bien, el núcleo normativo del concepto de persona no es únicamente la capacidad del agente para escoger fines libremente, o a su arbitrio, con la concomitante imputabilidad de las acciones; es, sobre todo, la capacidad de autolegislarse o, lo que es lo mismo, de autogobernarse al perseguir fines. En tal concepto normativo de persona se finca lo que me gustaría denominar igualdad moral básica, la cual es una igualdad de estatus o condición. Así, podría decirse, en un sentido metafísico que aquí apenas puedo barruntar, que ser persona es tratar a las otras como iguales, y tratar a las otras como iguales es tratarlas como personas. Solo sobre esta plataforma son posibles las condiciones para asentir a un rumbo de acción determinado.20

Cabe, sin embargo, distinguir la igualdad moral básica-la que poseen los agentes humanos en virtud de su capacidad de autogobierno- de la igualdad que se da efectivamente en las circunstancias determinadas de cada acción, la igualdad que me gustaría llamar circunstancial. La igualdad circunstancial se inserta en un sistema de fines diversos, y atañe a la situación de inevitable coordinación entre los agentes. Esta coordinación no es siempre cooperativa; en muchos casos, quizás en la mayoría, es competitiva. De ahí que la igualdad circunstancial admita por necesidad diferencias entre los agentes -diferencias de intereses, de recursos, de capacidades cognitivas, etc. Si bien la igualdad básica no puede perderse -porque la capacidad de autogobierno de los agentes, al menos para Kant, no puede perderse- las acciones tienen efectos determinados sobre el mundo práctico entendido como sistema de fines, y tales efectos pueden favorecer o dañar la igualdad en otras circunstancias prácticas.

Por supuesto que un agente puede adoptar un rumbo de acción bajo violencia -siendo coaccionado física y psicológicamente, o siendo manipulado- pero no puede asentir a un rumbo de acción en circunstancias violentas. Esta es la razón por la cual la igualdad circunstancial se pierde con la violencia moral Ser sujeto de violencia representa, pues, para el agente, una amenaza en contra de su capacidad de plantearse fines y de autogobernarse al hacerlo, y es por eso que es imposible para el agente asentir en tales circunstancias.21 Es por eso, también, que si se pierde la igualdad circunstancial se pierden las condiciones de asentimiento para la acción. En suma, la igualdad circunstancial se pierde automáticamente en el momento en el que hay coerción moral; y, sin igualdad circunstancial, no hay condiciones de asentimiento: no es posible dar asentimiento a ser solo una cosa que cumple órdenes. Aquí puede romperse, al menos circunstancialmente, la ecuación de la personalidad: si no nos tratamos como iguales, entonces no podemos ser iguales. Comienza así, aunque esto cae por supuesto fuera de la consideración de Kant, la despersonalización de los agentes, tanto del agente violentado, como del agente violento.

Permítaseme concluir esta sección indicando que la igualdad moral, como la estoy entendiendo, sólo se hace real en circunstancias igualitarias, las cuales son, o deberían ser, las circunstancias morales normales o estándar. Pero la igualdad circunstancial es frágil, vulnerable ante la violencia. Podemos imaginar situaciones en las que la igualdad circunstancial está permanente y generalizadamente en cuestión. La historia pasada y reciente muestra que, lamentablemente, este no es un mero ejercicio de la imaginación filosófica. Cuando se dan efectivamente tales situaciones, sin embargo, hemos entrado en lo que hay que llamar un estado de emergencia moral. Entonces, acaso, incluso la igualdad moral básica se encuentre en cuestión.22

9. Recalemos ahora, finalmente, en el concepto de dignidad. Al igual que muchos otros conceptos de la filosofía moral de Kant, éste ha sido traído y llevado a los campos más disímiles, y continúa siendo objeto de múltiples reinterpretaciones. Lo que me interesa indicar aquí es como se vincula el concepto kantiano de dignidad con la idea de igualdad moral.

Quizás conviene despejar el camino discutiendo si el concepto de dignidad es el concepto de un valor. A primera vista, con afirmaciones tales como aquella según las cual lo digno [Würde] es lo que está por encima del precio [Wert], y al vincular el concepto de dignidad con lo sublime entendido como elevación [Erhabenheit], parecería que efectivamente lo es. Hay varias posibilidades de interpretación de lo que significa "estar por enama del precio". Una de ellas es aquella según la cual la distinción entre lo digno y lo que tiene precio es la diferencia entre dos escalas de valor, ninguna de las cuales puede transgredir la esfera de la otra. Así, para este modelo de interpretación, lo que es digno es lo que está por encima del precio, porque no hay nada con precio que se pueda intercambiar por algo que posea dignidad -por ejemplo, la naturaleza racional humana.23 Tanto en la tradición kantiana como fuera de ella, la idea central de este modelo es que la dignidad es un valor intrínseco de los agentes, el cual genera los deberes morales para consigo y hacia otros agentes. Nótese que aceptar la noción de valor intrínseco sólo supone aceptar que el valor intrínseco no se puede intercambiar por nada que tenga un precio. Pero deja abierta la cuestión de si cabe la comparación cuantitativa entre valores intrínsecos. Deja abierta la posibilidad de que, por ejemplo, dos entidades con el valor intrínseco de la dignidad sean doblemente dignas que una entidad con esa propiedad.

Con este modelo, que se ha llamado el modelo contemporáneo de dignidad, se contrasta el modelo tradicional, el cual tiene sus orígenes en la filosofía grecorromana y cristiana.24 Según éste último, los seres humanos son dignos en dos sentidos: primero, en virtud de que se elevan, con el uso de la razón y de su libertad, por encima de otros seres naturales -y esto es lo que querría decir que los seres humanos se elevan por encima de todo precio; segundo, los humanos tienen el deben de hacer uso correcto de tales dotaciones, y sólo quienes hacer uso correcto de ellas ameritan llamarse dignos. En el primer sentido, dignidad es un concepto que marca una diferencia generica que, como tal, no tiene ninguna consecuencia normativa, y únicamente señala algo así como el sitio especial del animal humano en la naturaleza. Por otro lado, qué quiera decir en este marco "hacer uso correcto de la razón y de la libertad" es algo que puede variar enormemente. En la tradición de la que proviene este modelo, la conexión entre los dos sentidos de dignidad suele estar marcada por una mediación teleologica. Los agentes son dignos en virtud de que se elevan sobre el resto del mundo natural, y se vuelven dignos en la medida en que su vida práctica se ajusta a ciertos fines, tales como el de vivir de acuerdo a su propia naturaleza, el de actuar a imagen y semejanza de Dios, o el de ascender en la gran cadena del ser (Ver Sensen, 2009: 314, n.24). Con Kant, sin embargo, el imperativo categórico marcaría la mediación entre el sitio de lo humano en la naturaleza, y lo que los agentes humanos se deben mutuamente.25 En otros términos, al ser libres (de la imposición o determinación de la sensibilidad), los seres humanos están sujetos al imperativo categórico, el cual demanda a su vez hacer un uso correcto de la libertad y, con ello, respetar a los otros agentes. Nótese que para este modelo hay también dos escalas de valor inconmensurables, solamente que, a diferencia del modelo contemporáneo, el valor elevado de la dignidad es derivado del principio práctico supremo representado por el imperativo categórico. Así, la moralidad no depende de la dignidad: el papel de ésta última es el de una especie de cumplido o adorno que los agentes le hacen a la estatura mayúscula de la moral categórica.

No son estas, sin embargo, las únicas opciones de lectura del concepto kantiano de dignidad. La idea de que la dignidad humana está por encima del valor puede entenderse adecuadamente como un concepto eminentemente cualitativo, no cuantitativo, de modo que no señala de suyo la existencia de dos escalas diferenciadas e incomensurables de valor. La dignidad no puede intercambiarse por nada: ni por aquello que tiene precio, ni por lo que tiene dignidad -de donde el predicado comparativo "ser mas digno que" no tiene, en este interpretación, ningún sentido. Apelar a la dignidad humana en contextos morales es, más bien, recordar que hay una frontera para lo que los agentes pueden hacer con y para otros; un límite allende del cual se rompe la igualdad moral y, con ella, las condiciones de asentimiento sin las cuales desaparece la vinculatoriedad de los deberes. Con ello, las apelaciones a la dignidad humana en el contexto de la moral categórica (no consecuencialista) funcionan como defensa de la igualdad moral frente a la violencia.

Nótese que, para este tercer modelo, el concepto kantiano de dignidad no realiza ningún trabajo fundacional, esto es, no es la base de los deberes entre agentes; pero tampoco se basa él mismo en un principio normativo previo -no es como si primero se estableciese la moralidad y sólo después viniera la dignidad de las personas. Las personas son dignas desde el momento en el que cuentan con capacidades morales; la dignidad, por ponerlo así, viene con la moralidad, pero el concepto de dignidad no es un concepto justificatorio, es decir, no se apela a la dignidad para justificar rumbo de acción alguno. Esto es ya un resultado significativo de este tercer modelo: no es posible acudir a la dignidad de las personas para justificar excepciones morales. El de dignidad es, así, sólo un concepto límite cuya función es detener la tendencia a instrumentalizar a los demás.

Ahora bien, es llamativo que los dos primeros modelos de dignidad no hacen suficiente espacio para la idea de igualdad básica tal y como la esbozamos en este trabajo (#7). El primer modelo, podría pensarse, es compatible con la igualdad, en la medida en que asume que todos los agentes poseen por igual un valor intrínseco. No obstante, como ya vimos, la idea de igualdad moral no es la de igualdad distributiva. Además, puesto que admite la posibilidad de comparar cuantitativamente la propiedad del valor intrínseco, el modelo es compatible con la desigualdad moral radical: a pesar de que cada ser humano tiene dignidad, en circunstancias de violencia moral cabría adoptar rumbos de acción en los cuales la dignidad de un grupo de personas resultara más importante moralmente que la de otro (Cfr. Hill, 1992: 205ss).

El segundo modelo es también incompatible con la igualdad básica. Esto se debe a que el primer paso de la dignidad -la elevación de los humanos sobre el resto de la naturaleza- marca una diferencia que hace a los humanos homogéneos entre sí, pero no moralmente iguales.

La homogeneidad proviene de una diferencia natural, pero, como lo hace patente el segundo paso, sólo algunos humanos son capaces de realizar la dignidad inicial. (Esto justificaría, por cierto, diferencias importantes en la condición social actual entre las personas). Hay pues, para este modelo, grados de dignidad, lo cual descarta evidentemente la posibilidad de compatibilizar la dignidad con la igualdad.

Si entendemos la dignidad como un concepto normativo especial, el cual demarca, por ponerlo así, los límites del espacio de las razones para actuar, las cosas se ven distintas. Aquí, la dignidad no es un valor, por lo que, a diferencia del primer modelo, no cabe intercambiar dignidad por más dignidad; y, a diferencia del segundo, no puede haber grados de dignidad ni, por tanto, personas más dignas que otras. Es en virtud de la igualdad moral básica -una propiedad autoconstitutiva de los agentes, eminentemente inter subjetiva y, por ello, relational-que puede decirse de las personas que poseen dignidad. Éste no es un concepto justificatorio sino uno mediante el cual los agentes emiten la voz de alarma ante la violenda moral. Así, la dignidad resulta no solamente compatible con la igualdad, sino que la complementa: ante la ausencia de condiciones de asentimiento, la dignidad se evoca para reparar la moralidad, no para justificarla, ni para adornarla.

10. Habiendo respondido afirmativamente a la pregunta de si un agente moral kantiano puede hacer excepciones actuando por principios, cabe la pregunta de si acaso este rescate no rigorista de la moral categorica va demasiado lejos. La preocupación es que puedan estarse haciendo demasiadas concesiones a un punto de vista moral sustancialmente distinto. Por ejemplo, una vez que se ha abierto la puerta a la noción de que los deberes son revocables, ¿cómo cerrar la puerta a la noción de que la vida moral es fundamentalmente un balanceo de ventajas y desventajas? Esta preocupación puede responderse indicando que la propuesta nada le quita a la idea de que hay acciones que tienen un cierto valor intrínsecamente, y no sólo por las consecuencias que razonablemente puedan esperarse de ellas. El adjetivo importa: cuando una acción tiene valor moral (positivo o negativo), éste puede entenderse como una propiedad que la acción posee en sí misma, independientemente de las propiedades que ella pueda tener en virtud de sus relaciones con otras acciones. Nótese que esto preserva la idea de que las personas deben esforzarse por cumplir su deber sin importar lo que otros hagan. Así vista, la propuesta no parece cercana a un mero balanceo de ventajas y desventajas para conseguir fines.

Ahora bien, puesto que no hay nada que impida afirmar que lo que tiene un valor intrínseco obliga prima facie, es posible entender las excepciones como acciones que, en determinadas circunstancias, desbancan el valor prima facie de un principio. Como vimos a propósito de la reacción de Kant ante Constant, la coerción condiciona la obligatoriedad de los deberes. En ciertas condiciones, que son las condiciones de la violencia moral, un curso de acción intrínsecamente negativo -mentir, matar- puede volverse permisible. Al rigorismo repele esta afirmación. Hay, no obstante, una diferencia importante entre poseer valor intrínseco y poseer valor absoluto. El rigorista pasa incorrectamente de lo primero a lo segundo. Lo que posee valor intrínseco puede ser sensible, y frágil, ante las circunstancias de la violencia, no así lo que posee valor absoluto.

Finalmente, nuestra exposición ha querido dejar claro que no cualquier circunstancia puede ameritar la revocación de la obligatoriedad de los deberes. Hay que contar con la violencia moral, reconocerla en sus diversas formas y señalarla, precisamente porque es ella, la violencia intersubjetiva, la que configura los escenarios para la ruptura local de las condiciones de igualdad bajo las cuales las personas pueden asentir a un rumbo de acción propuesto (central en la determinación de lo violento es el daño y la resistencia, dos conceptos fundamentales en este marco, cuyo examen rebasa los límites de este ensayo.) Además de todo ello, importa recordar que, cuando las rupturas locales en las condiciones de asentimiento son suficientemente extendidas y frecuentes, nos acercamos, propone este ensayo, a un estado de emergencia moral. Entonces, acaso, es ya muy tarde para sólo apelar a la dignidad de las personas.

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1Este trabajo ha sido posible, en parte, gracias a los proyectos Violencia y filosofía, DGAPA-PAPIIT 401415, de la Universidad Nacional Autónoma de México; y Worldbridges (IRSES, Comisión Europea).

2Por rigorismo se entiende generalmente la doctrina según la cual los deberes morales no admiten excepciones (ver Paton, 1954:190); o, lo que es muy similar, que los agentes están obligados a cumplir su deber independientemente de lo que hagan o dejen de hacer otros agentes (Korsgaard, 1986: 325-6). Kant mismo, sin embargo, en el escrito sobre la Religión dentro de los límites de la sola razón, consideraba el rigorismo una doctrina sobre las máximas, y sobre la necesidad de evitar ambigüedades tanto en las acciones como en el carácter moral. Ver Rel AA 6: 22. Ver también Pippin, 2001: 313.

3Sin mucho problema el razonamiento puede extenderse del siguiente modo: más vale correr el riesgo moral de quitar la vida a unos pocos inocentes que permitir que muchos otros la pierdan. Este es el razonamiento que, en el mejor de los casos, subyace al llamado Bombardeo del Terror (Terror Bombing) por parte de las fuerzas aéreas aliadas contra la población civil de ciudades japonesas y alemanas en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial.

4Ellos serían consecuencialistas valorativos; para ellos, lo que cuenta como moralmente positivo depende únicamente del valor de las consecuencias de la acción, en contraste con los rasgos no evaluativos de esas consecuencias.

5Habría que distinguir esta situación, planteada por una moral consecuencialista, de aquella en la que aparece la impunidad, la cual consiste en hacerse a sí mismo una excepción de una norma que debería aplicarse a todos los agentes en circunstancias similares. Ver, para esto, Lazos, 2010.

6Hay que recordar, por otro lado, que Kant tiene dos clasificaciones no excluyentes de los deberes: los deberes estrictos y los latos, por un lado, así como los deberes hacia los demás y para consigo mismo, por otro. Aunque no es el interés de este trabajo examinar el tema de la excepcionalidad moral a la luz de estas clasificaciones, el ejemplo central cae bajo los deberes estrictos hacia los demás.

7Como es común advertir, hay diferencias superficiales y de fondo entre las formulaciones convertidas en canon a partir de Grundlegung, y las formulaciones de la Mds. Dado que mi sesgo no es histórico sino sistematico, no abordaré estas diferencias aquí, pero no es mi pretensión negar que puedan llegar a ser importantes.

8Por cierto, es por eso que puede haber un principio de tercer nivel que, en determinadas circunstancias, obligue al agente a contravenir un principio de segundo nivel. El ejemplo clásico es el de un soldado en la guerra.

9Curiosamente, Kant no usa realmente este ejemplo en ninguno de sus escritos ni en sus lecciones postumamente publicadas. Quien sí lo había hecho es el poco conocido filósofo de Gotinga, Michaelis, como lo indica el editor del opúsculo de Kant. Pero Constant, consultado por su traductor alemán, indica que el filósofo al que se refiere es Kant, quien a la sazón se encontraba en la cumbre de su fama. Sin pensarlo mucho, éste asumió el reproche, concediendo erróneamente que él había publicado tal idea en algún lugar que no recordaba. No es inconcebible que el Selbstliebe, en la forma de Ehrensucht, combinado con una memoria en recesión, haya jugado una pasada al sabio de Königsberg. (Cfr. Paton, 1954:193).

10Véase Korsgaard, 1986: 336; Rivera, 2014:193ss. Para una consideración alternativa, véase Bernstein, 2002.

11Véase MdS 6: 429ss, #•9 Von der Lüge; esp. 431. También: Menzer, 1924: 444ss.

12Para un excelente trabajo que explota en este texto de Kant las diferencias entre los deberes éticos y los jurídicos, véase Bábic, 2000.

13Es cierto que Kant también abre la puerta a la permisibilidad jurídica de la mendacidad y, al menos en eso, se le podría adjudicar cierta sensibilidad a las circunstancias del caso; pero esa puerta se vuelve a cerrar cuando advierte que no es inimaginable que, por una secuencia contingente de acciones, la mendacidad condujera a efectos de los que el agente sí fuera responsable jurídicamente.

14En este apartado, retomaré algunas líneas e ideas de mi texto de 2016: 253-255.

15Gr iv 429- 430: "Denn der, den ich durch ein solches Versprechen zu meinen Absichten brauchen will, kann unmöglich in meine Art, gegen ihn zu verfahren, einstimmen und also selbst den Zweck dieser Handlung enthalten." El subrayado no está en el original.

16La situación, por supuesto, nos hace pensar en la tortura. Ver: Gordon, 2011.

17Quizás habría que matizar esta afirmación acotando que ninguna corte mínimamente imparcial consideraría esto como una falsa declaración. Lamentablemente, la experiencia y la historia indican que, en los sistemas penales totalitarios, especialmente en los países neocoloniales, hay, de hecho, cortes que no son mínimamente imparciales.

18Es dudoso que la igualdad moral pueda sostenerse plenamente en condiciones de inequidad material extrema, pero eso no significa que la igualdad moral y la igualdad distributiva se identifiquen conceptualmente.

19Esto no significa, aunque ciertamente Kant parece muchas veces ir en esa dirección, que ser persona sea un asunto de todo o nada.

20Es patente que si un agente no puede asentir a un rumbo de acción que yo le propongo, lo estoy tratando como un mero medio. Entre las condiciones de asentimiento ha de contarse, por un lado, que el agente tenga conocimiento suficiente del rumbo de acción propuesto y, por otro, que tenga un cierto poder para lograrlo. (Ver: Korsgaard, 1986: 339). Claramente, la coerción y la manipulación atenían contra tales condiciones.

21Ver Mds vi 381: "La determinación de un fin es la única determinación del arbitrio a cuyo mismo concepto le es propio el no poder ser coaccionado por el arbitrio de otro, incluso fisicamente. Otro bien puede coaccionarme para que haga algo que no es mi fin sino un medio para un fin de otro, pero no puede coaccionarme para que yo lo convierta en mi fin, y ciertamente no puedo tener un fin sin haberlo hecho mío. Esto [i. е., tener un fin sin haberlo hecho mío] sería auto-contradictorio: un acto de la libertad que al mismo tiempo no es libre."

22Ver, para un atisbo similar, Primoratz, 2012: 95-113.

23Una posible conexión con el concepto de lo sublime radica en que así como la contemplación de la majestuosidad de un acantilado despierta un sentimiento de sometimiento, también lo despierta de veneración. Esta veneración —a los fenómenos de la naturaleza o a la ley moral— está asociada con el sentimiento de lo sublime que en la Crítica del Poder de Juzgar es una de las expresiones que adopta el juicio reflexivo. Ahora bien, siendo reflexivo, el sentimiento de lo sublime no tiene ningún papel determinante en el fundamento de la acción moral.

24También con el modelo arcaico (o jerárquico), que no voy a considerar aquí. (Ver: Sensen, O., 2009).

25Ésta es una línea de interpretación que toma a De officii, de Cicerón, como el punto de partida de Kant en la filosofía clásica para el desarrollo de su Grundlegung. Inaugurada en el siglo veinte por Claus Reich, es retomada explícitamente por Sensen.

Recibido: 01 de Noviembre de 2016; Aprobado: 11 de Enero de 2017

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